“Cuando los dioses quieren castigarnos atienden nuestras plegarias” (Memorias de África)
El 1 de julio de 1934 nacía Sydney Irving Pollack en la pequeña ciudad de Lafayette, en el estado de Indiana. Ya desde niño soñaba con el cine, con ser actor, por lo que no tardaría mucho en trasladarse a Nueva York para lanzar su carrera. Allí comienza a desenvolverse en el Neighborhood Playhouse y a actuar en algunas obras de Broadway. Sin embargo, su escaso éxito le provocan ciertas dudas sobre el futuro hasta que conoce al director John Frankheimer. Éste, le enseña a participar del alma de una película desde el otro lado, el del director, iniciándose en el medio televisivo en series como “Alfred Hitchcock Presenta” , “En los límites de la Realidad” o “El Fugitivo” . Son tiempos en los que entabla amistad con un peso pesado de la industria, Burt Lancaster y con una estrella en ciernes, Robert Redford. Estos contactos serán vitales para que la carrera de Pollack cambie definitivamente, comenzando a producir películas de otros y recuperando, sólo circunstancialmente, su afición por la interpretación. Como solía decir: “Mi trabajo como actor es una licencia para espiar a otros directores [..] o “¿es que Kubrick me hubiera dejado ver cómo rodaba “Eyes Wide Shut” si no hubiera trabajado en ella?”.
Con su muerte el pasado día 26 de mayo de 2008, tras un rápido e incontrolable cáncer, la industria cinematográfica pierde a uno de sus grandes íconos en los últimos 30 años. Un hombre que será recordado por llevar a la pantalla ese amor imposible ambientado en el exótico y salvaje Continente Negro (“Memorias de África”); haber filmado con un excelente pulso ese frenético thriller-denuncia de la corrupción de los grandes bufetes de abogados (“La Tapadera”); por conseguir arrancar las carcajadas del espectador travistiendo a Dustin Hoffman (“Tootsie”); por revisitar, con más intenciones que aciertos, el mito de Humphrey Bogart a través de Robert Redford (“Havana”) y de Harrison Ford (“Sabrina”); o por zambullirse en el cine denuncia de los 70, criticando la moralidad de la sociedad de su tiempo en “Danzad, Danzad Malditos”, la manipulación gubernamental con “Los Tres Días del Condor” o la propia concepción de pareja en un entorno bélico en “Tal como Éramos”.
En el campo musical, Sydney Pollack es uno de los pocos directores que puede presumir de haber disfrutado de la creatividad de talentos como Elmer Bernstein, John Williams, John Barry, Marvin Hamlisch, Quincy Jones, James Newton Howard o Michel Legrand. Sin embargo, la música de sus películas se ha visto asociada a un nombre, al de un compositor al que le ha unido una estrecha y profunda amistad. Nacido cinco días antes que Pollack, en Littleton (Colorado), Dave Grusin se convirtió en su auténtico “alter ego” en la búsqueda de un estilo narrativo propio. Con él compartió su pasión por el jazz, por el piano y cultivó la rebeldía como forma de expresión artística a contracorriente de las modas imperantes. Para el Pollack-cineasta la función de la música de cine no es otra que la de “crear siempre un ambiente emocional subliminal a cada escena, que nos haga entenderla sin oír ninguna palabra”. El trabajar con tan insignes compositores nos hace plantearnos, días después de su muerte, el repaso por una obra, quizás irregular pero siempre estimulante, en la que Pollack evoluciona como director al tiempo que incide, con énfasis, en las composiciones que dieron vida a sus historias.
LOS PRINCIPIOS: 1965-1975
En 1965, Sydney Pollack empezó a rodar su primer largometraje, “La vida vale más” (The Slender Thread), un film protagonizado por Sydney Portier y Anne Bancroft, donde se nos cuenta la íntima relación que se establece entre un joven universitario que trabaja en lo que en Estados Unidos llaman un “phone crisis” (teléfono de la esperanza) y una mujer que confiesa haber ingerido pastillas suficientes para suicidarse. Una película marcada por los tiempos imperantes, en los que se trataba de fomentar la integración de negros y blancos en una sociedad, como la americana, marcada por el odio. Eso, quizás, puede también explicar la presencia en el apartado musical de la cinta, del ya por entonces poderoso Quincy Jones (era vicepresidente de Mercury Records), quien comenzaba a dar sus primeros pasos en un arte del que se había enamorado tras leer los ensayos de Frank Skinner sobre composición para cine. Su score, antesala de su participación en las recordadas “A Sangre Fría” y “En el Calor de la Noche”, refleja el universo del cool jazz de la época, influenciado por el alma de soul del compositor: frenético en su resolución, cálido en la descripción de la latente relación de amor entre los dos protagonistas.
Al año siguiente, Pollack se enfrentará a una de las últimas adaptaciones cinematográficas de la obra de Tennessee Williams, “Propiedad condenada” (This Property Is Condemned), sobre un guión de Francis Ford Coppola y con las actuaciones de Natalie Wood y Robert Redford, éste, en su primera colaboración con el director. Una película que nos muestra con crudeza la crisis de un país y la ruptura de una sociedad por culpa de la gran depresión. Ricos y pobres, los primeros representados por Redford, un funcionario de la empresa de ferrocarriles que llega a un pueblo de Mississippi con la intención de cerrar la línea férrea de la ciudad; los segundos, asociados a la idílica imagen de Natalie Word, una guapa chica sureña que se enamora del forastero, principal enemigo del pueblo.
En el apartado musical encontramos un nombre que en aquellos tiempos era símbolo de vanguardismo, de ruptura, una de las leyendas del jazz americano cuya participación en el cine fue siempre un gran acontecimiento: Kenyon Hopkins. Aún fresco sus éxitos con “Lilith” (a las órdenes de Rossen), “12 Hombres sin Piedad” (de Lumet) y “El Buscavidas” (repitiendo con Rossen), el compositor demuestra moverse como pez en el agua en melodramas sórdidos y asfixiantes a los que confronta sus arriesgadas propuestas jazzísticas, aunque con esta “Propiedad Condenada” Hopkins tiende a la caricatura, al contraponer a este vívido drama un estilo de marcado ámbito cómico, contrapunto que obtuvo como resultado la incomprensión de la audiencia.
Su primera colaboración con Burt Lancaster tiene lugar en 1967 en “Camino a la Venganza” (The Scalphunters), revisitación de un género como el western, ya en plena decadencia, donde de nuevo se dejan traslucir los problemas interraciales de la época, en esta ocasión con acertados toques de humor. Lancaster interpreta a un trampero que ve como su negocio con las pieles se va al traste tras ser incautada su mercancía por un grupo de indios a cambio de un esclavo de color. Él (Ossie Davis), un culto y educado hombre de ciudad, está tan decidido a recuperar su libertad como Lancaster a recobrar sus pieles. El western en los 60 es sinónimo de Elmer Bernstein, cuya contribución se salda con un notable tema central y un desarrollo temático algo más descuidado, preocupado por no olvidar el lado cómico de la historia, identificado desde un primer momento con la inclusión de instrumentación autóctona (en este caso, un banjo).
En su posterior trabajo, “La Fortaleza” (Castle Keep) (1969), ambientada en la Segunda Guerra Mundial, Burt Lancaster da vida al coronel de un batallón de soldados americanos (con Peter Folk y Bruce Dern entre otros) que al arribar a una fortaleza medieval son solicitados por su propietario para la custodia de la misma ante un inminente ataque de soldados alemanes, aunque los propios americanos también parecen tener las mismas intenciones de ocupación. Un film en el que Pollack busca, especialmente, ofrecer un retrato de la avaricia del ser humano, sin distinción de bandos. Otro compositor de moda por entonces, Michel Legrand (que acababa de ganar el Oscar a la mejor canción por “El Caso de Thomas Crown”), se encarga de aportar un score, de todo punto anacrónico, donde el jazz y el empleo de voces tratan de imitar el efecto conseguido por Burt Bacharach en “Dos Hombres y Un Destino”.
Tras participar, a solicitud de su amigo Lancaster una vez despedido Frank Perry, como director no acreditado en “El Nadador” (The Swimmer) (1969), Pollack acomete “Danzad Danzad Malditos” (They Shoot Horses, Don´t They?) (1970), donde procede a dar rienda suelta a su línea contestataria e inconformista. El film basado en una novela de Horace McCoy recrea la depresión americana (temática ya abordada en “Propiedad Condenada”), a través de la presentación de un maratoniano concurso de baile donde jóvenes desencantados, ante un mundo que les oprime y que no les ofrece alternativas de futuro, intentan conseguir algo de dinero. Un trabajo serio y comprometido, en el que muchos críticos encontraron un trasfondo de denuncia y apoyo a la revolución social vivida durante la Guerra de Vietnam. Como resultado, Pollack obtiene una nominación al Oscar y adquiere, en adelante, un compromiso político y social por su país, presente en el resto de su filmografía. El film no cuenta en esta ocasión con un score original, optando el director por la utilización de música diegética y canciones adaptadas por John E. Green y Albert Woodbury (nominados al Óscar por esta labor), logrando con ellas acrecentar la atmósfera de desolación contenida de la cinta.
Un Redford en plena madurez y un Pollack identificado con las ideas del cambio, inician una colaboración duradera tras el éxito, en 1972, de “Las Aventuras de Jeremiah Johnson”, un western-indie donde el cineasta profundiza en la concepción del individualismo americano, conectando con la pasión ecologista que en el decenio de los setenta comienza a relegar a las inquietudes políticas (el mismo Pollack confiesa que “antes de huir de la civilización, hay que comenzar por aceptarla"). En el film, Redford da vida a un hombre que decide aislarse en las montañas, olvidar el mundo y establecer una relación pacífica con la naturaleza, poco antes de estallar el conflicto entre Estados Unidos y sus tribus Indias. John Rubinstein, hijo del virtuoso pianista y autor clásico Arthur Rubinstein, y Tim McIntire (actor y ocasional cantante y compositor), elaboran una partitura preciosista e íntima, retrato de la verdadera alma de las montañas, de los bosques, de las grandes nevadas que dan fuerza y espíritu a la historia, construyendo una canción de éxito que da nombre a la película, “The Ballad of Jeremiah Johnson”.
En su posterior colaboración, “Tal como Éramos” (The Way We Were) (1973), Redford interpreta a un escritor que se enamora de una joven pacifista de izquierdas (Barbra Streisand) en pleno advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. La relación se retoma una vez acaba la guerra, con la problemática de la “caza de brujas” como nuevo telón de fondo. Pollack parece no tomarse la historia demasiado en serio, aunque el título logra gran éxito de taquilla gracias al tirón de la pareja protagonista. Sin duda, a ello contribuye también la popularidad del score de Marvin Hamlisch, que se reencuentra con Pollack tras “El Nadador”, en un año que difícilmente podrá olvidar (obtuvo tres Oscar en una misma noche: adaptación musical por “El Golpe”, banda sonora original y canción por “Tal Como Éramos”). Y es que la balada de este film, interpretada por la propia Streisand, es una de las grandes canciones románticas de la historia del cine. El resto de la obra vive por y para una melodía que por su abuso acaba por diluirse, convirtiéndose en uno de los trabajos más sobrevalorados y con menos matices dramáticos de su autor.
POLLACK ENCUENTRA A GRUSIN: 1975-1985
Robert Towne y Paul Schrader apadrinan la historia de Harry Kilmer (Robert Mitchum), un maduro solitario requerido por un buen amigo para que libere a su hija de las manos de los temibles yakuza. El film, una interesante denuncia de la mafia japonesa y sus códigos de comportamiento, nos revela a un Pollack contenido, quizás influenciado por la cultura de la “contemplación” japonesa, pero que aún así se desenvuelve con soltura en el campo de la acción (curiosamente años antes había recibido el ofrecimiento de encargarse de la dirección de “Harry El Sucio”). “The Yakuza” es la primera colaboración de Dave Grusin con Sydney Pollack. Un exótico encuentro que supone un verdadero reto para Grusin, un músico de jazz que tras un comienzo arrollador con “El Graduado” (aunque oculto bajo el efecto Simon & Garfunkel) y “El Corazón es un Cazador Solitario”, se enfrenta ante la necesidad de demostrar su destreza para huir de los tópicos y respetar las tradiciones de un sonido musical cultivado durante años.
Pocas películas han exigido a Grusin un grado de camaleonismo tan elevado como ésta. Un trabajo construido sobre percusiones y maderas, con importante presencia del shakuhachi, en el que no renuncia a los matices jazzísticos de unas orquestaciones que le acompañarán perennemente durante toda su obra, difuminadas aquí entre las angustiosas tonalidades oscuras de una música que evoca el halo de misterio y coacción que acompaña al cerrado círculo de las mafias japonesas.
“Su nombre en clave es Cóndor. En las próximas 24 horas todas aquellas personas a quienes conocía intentarán asesinarle”. Con esta rotundidad se anuncia en 1976 el nuevo proyecto de Sydney Pollack, “Los Tres Días del Cóndor”, un film-denuncia de la vulneración de los derechos de una sociedad como la americana todavía convulsionada por el escándalo Watergate, a cargo de la CIA. Protagoniza de nuevo Robert Redford, en el papel de una analista de la agencia que descubre unos comprometedores documentos que ponen en peligro su vida, teniendo sólo como aliada a la intrigante Faye Dunaway. Este thriller político, que continúa con el clima de tensión ya introducido en “Yakuza”, supone la confirmación de Grusin como “pareja de hecho” de Pollack, ya que hasta el momento ningún compositor había repetido con el director.
El score es un reflejo del groovy jazz de la época, sobre todo en su tema principal, omnipresente a lo largo de la partitura. Junto a él, un elegante y sensual tema de amor para saxo tenor, perfectamente arropado por la orquesta, se complementa con varios pasajes de suspense y acción muy “setenteros”, excesivamente primarios en cuanto a su concepción.
El éxito del anterior film, no fue corroborado por “Una Vida, Un Instante” (Bobby Deerfield) (1977), un drama romántico en el que Al Pacino, un piloto de carreras convaleciente de un accidente en una clínica de los Alpes, comienza a replantearse una vida personal que no sabe conducir tan bien como sus éxitos en la carretera. Debe enfrentarse al drama personal de la grave enfermedad de su mujer, al tiempo que busca consuelo en una de sus fans. Grusin, con su romántica partitura, opta por no tomar partido ni adentrarse psicológicamente en el personaje de Pacino. Una posición neutral, aunque efectiva desde un punto de vista narrativo. De la obra, podemos destacar la belleza de su tema central, donde el aterciopelado sonido del flugel nos introduce en una atmósfera jazzística que ayuda a incentivar el clima de constante seducción (por las carreras, por las mujeres) que acompaña a la figura del protagonista. Cabe destacar en el conjunto, la hermosa melodía de “Bellagio Vista”, que será reutilizada años después por Grusin en “La Chica del Tambor”, así como las piezas de samba y bossa nova que, a modo de música diegética, ofrecen un divertimento anacrónico en un film que no termina de arrancar.
De todos modos, no se puede decir que Dave Grusin se viera perjudicado por el escaso éxito popular de la cinta. Aquellos, son los años de “La Chica del Adios”, “El Cielo Puede Esperar”, “Justicia para Todos”, “Campeón” y “El Jinéte Eléctrico” (The Electric Horseman) (1979), su siguiente colaboración con Pollack y la que es quizás una de las más reconocidas películas del director. Un film donde además del habitual Redford, recupera para esta historia ambientada en el mundo de las competiciones de rodeo, a una Jane Fonda cuya presencia le ayuda a crear un clima ideal para denunciar la corrupción existente en la llamada “América profunda”, poniendo en solfa la propia esencia del sueño americano, representado aquí por un Redford que interpreta a un antaño exitoso jinete que, pasado su momento de gloria, tiene que conformarse con anunciar cereales. Fonda abordará el de una periodista con la que vivirá una tórrida relación de amor. Una película que siguiendo los derroteros de “Jeremiah Johnson”, denuncia el maltrato a los animales (Redford, al comprobar que ha sido drogado, secuestra a un caballo con el que comparte anuncio, emprendiendo una huída hacia el Oeste) y toma partido por el retorno a los valores naturistas de la sociedad.
Dave Grusin comparte en este film protagonismo con el gran “countryman” Willie Nelson, quien inunda la banda sonora de su inconfundible voz sureña y raspada, haciendo honor a su título de trovador de las andanzas de los vaqueros (inolvidable el clásico “My Heroes Have Always Been Cowboys”). El score de Grusin es en sí mismo, otra de esas frivolidades anacrónicas que tanto gustan a Pollack: una extraña mezcla de sonidos disco- funky fusionados con elegiacos pasajes orquestales para describir el Oeste americano, requiriendo su asimilación, altas dosis de implicación en la trama y otras tantas de condescendencia con el libertinaje creativo de la época.
La importancia del poder de la prensa tras el escándalo Watergate, se ve fielmente reflejado en films como “Todos los Hombres del Presidente” o “Network”. La particular visión de Pollack queda plasmada en “Ausencia de Malicia” (Abscense of Malice) (1981), donde una joven periodista (Sally Field) trata de revelar la identidad de los asesinos de un líder sindical, acosando al principal sospechoso del crimen, el hijo de un jefe mafioso ya fallecido. Paul Newman da vida a un implacable fiscal, sustituyendo a su amigo Robert Redford en el papel protagonista (esta actuación le reportaría una nominación al Óscar).
En pleno estallido creativo, Dave Grusin (quien ese mismo año componía la obra maestra “En el Estanque Dorado” y colaboraba activamente con Stephen Sodheim en “Rojos”), escribe una acertada, pero algo intrascendente, música urbana, resultando a todas luces menos excéntrica que algunas de sus incursiones en los 70, destacando especialmente por el hermoso tema de amor para la incipiente relación entre la periodista y el acusado.
En 1982, “Tootsie” va a suponer el espaldarazo definitivo a la carrera del cineasta. Su enorme éxito popular sólo puede explicarse por su atrevido mensaje disfrazado de comedia al uso. Hay que recordar que nos encontramos en plena “era Reegan”, una época donde la moral americana se muestra especialmente “sensible” con cualquier tipo de propuesta extravagante. Pollack se salta esa “censura oculta” y gracias a Dustin Hoffman, inconmensurable en su doble papel de Dorothy y Michael Doorsey, un actor fracasado que desesperado decide hacerse pasar por mujer para lograr la oportunidad que tanto se le ha negado, logra la película más taquillera del año y obtiene 10 nominaciones al Oscar (premio para Jessica Lange incluido). "He sido mejor hombre contigo como mujer de lo que nunca había sido con una mujer como hombre". En la esencia de esta frase encontramos una ácida crítica a la doble moral americana e incluso al excesivo proteccionismo hacia la mujer, convirtiéndola así en un juguete reivindicativo de unos y otras.
Dave Grusin, acostumbrado a las rarezas de Pollack, se sintió especialmente cómodo dibujando con su música el eclecticismo de un Nueva York que adora a Dorothy y pisotea a Michael. Saxo, guitarras eléctricas, “jazz fusion contemporaneo”, en la base de ese aliño encontramos un score que engancha desde sus créditos de inicio (“An Actors Life (Main Title)”), donde se presenta el divertido leitmotiv que acompañará las andanzas de Hoffman a lo largo de toda la película (apoyada también en la excelente canción de los Bergman (Alan & Marilyn) “It Might Be You”, nominada igualmente al Premio de la Academia).
MEMORIAS DE AFRICA: CENIT Y MADUREZ
Cuando Hollywood quiere dar un Oscar a alguien, al final lo termina dando. Corre el año 1985 y la hora de Sydney Pollack ha llegado. Tras ignorar sus diez nominaciones de “Tootsie”, el Premio se lo reporta “Memorias de África” (Out of Africa): once nominaciones y siete Oscar, incluyendo el de mejor película y director.
Pollack vio en la autobiografía de la escritora danesa Isak Dinesen una oportunidad única para volver a la naturaleza, a dibujar personajes melancólicos y reflexivos que huyen de la gran ciudad, de sí mismos, ansiando encontrar la paz rodeados de la virginidad incorrupta de un entorno salvaje (como hicieran en el pasado el propio Jeremiah Jonson o el protagonista de “El Jinete Eléctrico”). Aquí, es Meryl Streep (dando vida a la escritora), la que se encarga de trasladarnos mágicamente al corazón de Kenya, una metáfora del suyo propio, dividido entre el amor rutinario con un viejo amigo (Klaus Maria Brandauer) y el apasionado junto a un solitario cazador británico (Robert Redford), quien necesita el amor tanto como huir de él para vivir su vida sin “estorbos” emocionales. Épica e intimista, contemplativa y reflexiva, amén de su gran elenco de interpretaciones, “Out of Africa” es el fruto del trabajo superior de tres profesionales: del pulso narrativo que imprime Pollack a su historia, de la admirable fotografía de David Watkin y de la exquisita e inolvidable partitura de John Barry.
Todos estos ingredientes parecían destinados al Oscar y el destino quiso que Grusin no saboreara las mieles del éxito tras sus diez años de colaboración ininterrumpida (sus compromisos cinematográficos en “Enamorarse”, la serie Hospital Central o las inminentes “Los Goonies” e “Ishtar” lo impidieron). El memorable trabajo de Barry se sustenta en un íntimo y romántico tema de amor para la relación imposible entre Streep y Redford, se complementa con el optimismo de un tema secundario que refleja los avatares de la pareja, y acaba por cerrarse sobre un triste y melancólico motivo asociado a la muerte de Redford, al amor perdido (merece destacar la delicada interpretación a piano de éste que podemos escuchar en el corte "Have You Got a Story for Me"). A la postre, un trabajo con el que Barry volvía al África de “Nacida Libre” (por cuya partitura también ganó el Oscar) y que suponía la consagración de un estilo lírico y elegante que supo desarrollar en los 80 con obras como “En Algún Lugar del Tiempo”, “Francés” o “La Gran Ruta Hacia China” (alcanzando su cenit con “Bailando con Lobos”). La deuda con Grusin se cobraba tres años más tarde, al alzarse con el Oscar por “Un Lugar Llamado Milagro” (a las órdenes de Robert Redford), un score puro “tex-mex” arropado por elegantes orquestaciones e inolvidables pasajes líricos.
Al año siguiente, Sidney Pollack se plantea seriamente la posibilidad de producir películas ajenas, no dirigidas por él, de ayudar a jóvenes realizadores a tener su primera oportunidad. Así, surge “Los Fabulosos Baker Boys”, una entrañable película del debutante Steve Kloves, protagonizada por los hermanos Bridges y por el prototipo de la mujer deseada de los 80, la diva de la belleza y la sensualidad Michelle Pfeifer. Una historia de relaciones humanas donde el jazz juega una parte fundamental, sentido homenaje a los músicos de night club y piano-bar. Como productor ejecutivo, Pollack no puede encargar el score a otro que no sea Grusin, cuyos inicios musicales están íntimamente ligados a los personajes de la trama.
Tras producir “Presunto Inocente” con Harrison Ford y “Pasión sin Barreras” con Susan Sarandon, Pollack acomete su siguiente proyecto: la apreciable “Havana”, de nuevo con Redford como protagonista. En ésta, injustamente criticada, revisitación de la idea y el espíritu de “Casablanca” (film que marcó a Pollack en su juventud), sobresale la estética con la que se plasma el aire decadente de una Habana en pleno declive bajo la dictadura de Batista, antesala de la revolución y la subida al poder de Castro.
Redford interpreta a un jugador que de repente descubre que su vida es sólo un castillo de naipes, al enamorarse de la mujer (Lena Olin) de un líder revolucionario (Raul Juliá). "Afectaría a mis principios si los tuviera" confiesa el personaje, que al igual que el Dick de “Casablanca”, evade la política al defender posiciones de neutralidad, aunque finalmente tome partido por una causa justa.
Pollack define el trabajo de Grusin para “Havana” como “uno de los mejores scores que he escuchado en una película, en toda mi vida”. La afirmación no es gratuita, puesto que la música de Grusin te traslada, con sólo cerrar los ojos, al malecón, al verdadero corazón de la salsa, del son cubano. Su esplendoroso tema central, con Arturo Sandoval a la trompeta, nos descubre la realidad de un país y una cultura que está a punto de cambiar para siempre. Grusin también nos deleita en “Havana”, además de con impagables solos de piano en los que desarrolla el tema central, con el mejor tema de amor de toda su carrera: un motivo de corte morriconiano donde la cuerda suena con una pasión electrizante. Un trabajo sin fisuras, ejemplarmente utilizado durante el film, que le llevará a una triple nominación: Oscar, Globos de Oro y Grammy.
En 1993, Pollack rueda, tras comprar los derechos de la adaptación del best-seller de John Grisham, ”La Tapadera” (su mejor novela hasta la fecha, junto a la inédita cinematográficamente hablando, “El Rey de los Pleitos”). A pesar de que en un principio, en sus intenciones no está acometer directamente el proyecto, a medida que el elenco protagonista se forma (Cruise, Hackman, Harris, Hunter), Pollack cambia de opinión y pone a prueba su capacidad para conducir un equipos de estrellas.
El film denuncia la corrupción de los grandes bufetes de abogados que utilizan su imponente presencia y sus enormes bibliotecas para esconder una realidad cruel y sangrante, la del blanqueo de dinero proveniente de negocios turbios. Ambientada en Memphis y retomando, en espíritu, la coartada de “Los Tres Días del Cóndor”, la cinta presenta a un joven, brillante y ambicioso abogado (Cruise), recién graduado en Harvard, que ansioso por enterrar su pasado y brindar a su esposa un futuro estable y feliz, entra a trabajar en un bufete de renombre. Su pequeño país de las maravillas se desmorona cuando el FBI le muestra pruebas irrefutables de la corrupción y los asesinatos que se esconden tras el bufete. Guiado por una reacción moral y ética muy propia del sentimiento americano, toma la decisión de destapar la trama, poniendo en peligro su propia vida.
Rodada con un envidiable sentido del ritmo, recuperando las virtudes del thriller que él mismo revisitó en los setenta, “La Tapadera” nos presenta a un Pollack y a un Grusin en plena madurez. El proceso de creación de la partitura es todo un reto para el músico. Ante la gran cantidad de géneros que conviven en la cinta (drama, acción, intriga, romance), Grusin se plantea, en un primer momento, llevar a cabo un “tour de force” orquestal. Bloqueado, esboza los problemas de la composición a Pollack quien encuentra la solución: “escribe primero los temas a piano para cada secuencia y después añadimos la orquesta”. Es aquí cuando ambos descubren que no existe mejor hilo conductor entre todas las subtramas de la cinta que el empleo de ese único instrumento. Una solución, a priori discutible, finalmente original e indisociable desde entonces de la propia naturaleza de la cinta. El piano es Memphis, es el motor del personaje de Cruise y es el catalizador de la narración gracias a la elaboración de un original sonido percusivo capaz de establecer un ritmo acelerado en las secuencias de acción o de oscurecer la trama. Como complemento, Grusin emplea una voz femenina para idealizar a la mujer de Cruise durante la secuencia de la infidelidad, y varios extractos de música diegética caribeña que son incorporadas al desarrollo de la historia en las Bahamas. Sólo la iluminación de John Williams con “La Lista de Schindler” impiden a Grusin alzarse con un merecido segundo Oscar.
Curiosamente, será Williams quien vuelva a interponerse en su camino en 1995. “Sabrina”, sirve a Pollack, de nuevo, como excusa para rendir tributo al cine clásico, en este caso a la cinta dirigida cincuenta años antes por Billy Wilder. Harrison Ford retoma con pulso el papel de Bogart, pero lamentablemente, ni Julia Ormond hace olvidar a Audrey Hepburn, ni Greg Kinnear está a la altura de William Holden en un papel de galán seductor, anecdótico en el resto de su carrera.
El porqué Grusin y Pollack no trabajaron juntos se desconoce. Lo cierto es que el compositor se halla en fase de semiretiro, trabajando para el cine casi por compromiso y en films menores y de escaso éxito (“The Cure”, “Siempre queda el Amor”, “Selena” o “Mullholland Falls”). Con Williams retirado temporalmente de la composición (lo anuncia tras ganar el Óscar por “La Lista de Schindler”), su participación en este “Sabrina” supone toda una sorpresa, regalándonos una romántica y preciosista partitura cuya calidad está muy por encima de lo ofrecido por la cinta, que si bien, es correctamente ejecutada por Pollack (quien se reserva un papel secundario en la película), termina condicionada por su inolvidable precedente. Aún así, la película resulta divertida, y analizada en su contexto (Pollack acaba de perder a uno de sus hijos en un accidente de avión) supone el intento de superar esa pérdida irreparable, la primera parte de su terapia.
Williams acomete el score como el de un cuento de hadas, introduciendo un acertado leitmotiv, llave de toda la partitura, al que complementa con divertidos motivos secundarios y excelentes arreglos para clásicos como “La Vie en Rose”, o un homenaje a la música de la Edad de Oro del cine en la secuencia de la gran fiesta en el jardín de los Larrabee. “Sabrina” supone, al fin y al cabo, la oportunidad para Williams de retomar la comedia romántica sin pretensiones con la que comenzó a hacerse un nombre en los años 60 (“Penélope”, “Cómo Robar un Millón y…”, “¡Cuidado con el Mayordomo!”).
En 1999, Sidney Pollack se enfrenta definitivamente a sus fantasmas con “Caprichos del Destino” (Random Hearts). Aquí, Harrison Ford interpreta a un policía que acaba de perder a su mujer en un dramático accidente de avión y que descubre que ésta le era infiel con el esposo de una importante congresista, Kristin Scott Thomas (en el mejor momento de su carrera, tras “El Paciente Inglés” y “El Hombre que Susurraba a los Caballos”). El dolor les unirá en una relación tormentosa, apasionada, obscena para ambos al sentirse culpables por olvidar la muerte y no la traición. Un muy interesante film, que decae por una innecesaria subtrama policial en la que está implicado Ford. Aún así, su estética otoñal y el tratamiento de los personajes, convierten a “Caprichos del Destino” en una cinta reivindicable. Grusin acomete la que es su despedida oficial de la composición para el cine (posteriormente realiza varios “cameos musicales”, por definirlos de alguna manera, en telefilms olvidables como “Dinner With Friends” (2001) dirigido por Christopher Reeve, y en las recientes “Recount” y “Dinner Out” (2007), esta última de Mark Rydell). En este trabajo, Grusin parece querer recuperar la esencia de toda su trayectoria: el jazz, que tanto amaba Pollack, la salsa, el uso del piano o las orquestaciones propias de los 70, se dan cita en la partitura. Un score hipnótico y seductor, en el que participan nombres ilustres como los de Terence Blanchard y Arturo Sandoval a la trompeta y la diva de la canción Diana Krall.
Tras esta película, Pollack se pasa a la interpretación, colaborando con compañeros de profesión (“Eyes Wide Shut” de Stanley Kubrick, “Cold Mountain” o “Breaking and Entering”), ambas de Minghella, o la interesante “Michael Clayton” de George Clooney), hasta que en el 2005 rompe su inactividad tras la cámara con un documental sobre su amigo el arquitecto Frank Ghery “Sketches of Frank Ghery” y con su última película, una especie de anexo a un libro cuyo epílogo escribió en 1999 con “Caprichos del Destino”.
Con “La Intérprete” (The Interpreter) (2005), se adentra de nuevo en la trama de cariz conspirador que ya transitara en “Los Tres Días del Cóndor”, adaptada a los nuevos cánones del género. Otra vez rodeado de actores de prestigio (Penn y Kidman), la cinta da vida a una intérprete en las Naciones Unidas que accidentalmente escucha un plan para asesinar al dictador del ficticio país de Matobo. Un agente del servicio secreto (Penn), se encargará de la investigación del caso y se convertirá en el protector de Kidman. El film supone una oportunidad extraordinaria de explorar los escenarios reales de la sede de la ONU en Nueva York, no empleados en el cine desde “Con la Muerte en las Talones”, además de una denuncia encubierta de la corrupción de los líderes de África (en este caso, son muchos los paralelismo con Zimbabwe y su líder Robert Mugabe).
Uno de los detalles que llama la atención en esta película es la frialdad con la que Pollack recrea la trama, algo a lo que contribuye la opresiva y, en ocasiones excesivamente plana, partitura de James Newton Howard. Su score, especialmente opaco y distante, no deja de ser por ello menos efectivo, fundamentalmente en la introducción de un canto africano asociado al dolor de un pueblo sometido a su dictador (antecedente de su trabajo para “Diamante de Sangre”) o en la íntima melodía entregada al personaje de Kidman. Quizás Sydney Pollack hubiera merecido un final cinematográfico más lustroso, pero siempre nos quedará su cine comprometido, su irónica mirada, su retrato de personajes solitarios en busca de un lugar en el mundo. Un cineasta con conciencia política y alma de jazz.
CRITICAS DE PELICULAS DIRIGIDAS POR POLLACK EN SCOREMAGACINE 1968: The Scalphunters
1968: The Swimmer
1975: The Yakuza
1999: Random Hearts
2005: The Interpreter
17-junio-2008
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