Miguel Ángel Ordóñez
Yakuza es un término acuñado en Japón para definir a la mafia organizada. Pero los antecedentes se remontan varios siglos atrás. En plena época de samurais, en el siglo XVII, surgen unos mercenarios a sueldo de los señores feudales (shogun) llamados kabuki-mono (conocidos comúnmente como “los locos”) que representaban el lado oscuro de los míticos guerreros. Con la caída del sistema feudal, los kabuki-mono se vieron condenados al pillaje y a funcionar como bandidos acuñando el término de “ronin” o guerrero sin profesor samurai. En pleno siglo XVIII y con su asociación en bandas aparecen los temido yakuzas, con un estricto código de honor, su concepto de lealtad al grupo y su iconografía en forma de tatuajes. Hoy día en la moderna sociedad japonesa siguen funcionando una veintena de clanes con un enorme poder económico derivado de la extorsión a empresas y pequeños comerciantes que viven bajo su protección. Permitidos durante siglos, en 1992 se promulgó una ley que los mantiene al margen de la legalidad, funcionando como mafia tal como la conocemos en sus antecedentes italianos.
Esta explicación es importante para conocer las verdaderas intenciones de una producción cinematográfica que en un primer momento, en 1974, contaba como baluartes principales con Lee Marvin y el director Robert Aldrich. Desavenencias con el actor y la indudable e importantísima carga romántica del filme llevaron a la definitiva contratación de Robert Mitchum en el papel de Harry Kilmer y de Sydney Pollack en la dirección tras las dotes mostradas por este en películas de trasfondo amoroso. En el fondo “The Yakuza” es un western contemporáneo, una película de gansters con una particularidad propia: la cultura japonesa, sus raíces y sus sentimientos de responsabilidad y honor en torno a una historia de amor imposible que se convierte en la catalizadora de las acciones del triángulo protagonista. Un bellísimo filme gracias, por encima del siempre funcional Pollack, aquí en estado de gracia a la hora de reflejar emociones contenidas, a un guión magníficamente entretejido por uno de los enfant terrible del cine americano: Paul Schrader, a partir de una historia concebida por su hermano Leonard, quién vivió muchos años en Japón y contrajo nupcias con una nativa del país.
La contención emocional, el enraizado código deontológico y la profunda espiritualidad de un pueblo sometido a las fuerzas inexorables del destino son la piedra angular del trabajo realizado por Dave Grusin. Con “The Yakuza”, se inicia una de las relaciones músico-director más sugerentes de la historia cinematográfica, que les ha llevado a colaborar en 9 ocasiones más, siempre con resultados admirables. Es curioso como una sección instrumental lleva el peso en cada trabajo de la pareja. Como el clarinete en “Tootsie”, la guitarra en “Havana”, el piano en “La Tapadera” o la voz en “Los Fabulosos Baker Boys” (donde Pollack ejercía labores de productor ejecutivo), en “The Yakuza” son la madera y la percusión los encargados de ilustrar, que no acompañar, la historia. Un ejercicio que opta por enfrentarlas de manera fluida y natural, sin contraponerlas bruscamente. El amor perdido, las tradiciones (madera) frente al crimen ritual, la venganza, el cumplimiento del deber (la percusión).
El score cuenta con una magia y un atractivo singular enraizado en una sucesión de secuencias ejemplares desde el punto de vista musical. Un paseo por las calles de Tokyo donde Harry recuerda su pasado, aquel al que ha de enfrentarse como trama central en una historia que pronto olvida la anécdota del rescate de una pareja de novios que es la que ha condenado al protagonista al reencuentro con sus propios fantasmas, a través de los dulces acordes de una flauta y el punzante contrapunto del piano (“Tokyo Return”). Un maravilloso tema central donde la flauta de Jerome Richardson, sobre efectos a la guitarra de Lee Ritenour, acompañan a la cuerda, reflejo de las huellas tatuadas sobre la piel símbolo de valentía, lealtad y marginalidad que acabarán asociados al propio Harry, un Yakuza occidental (“Main Title”). El agridulce encuentro con la amada perdida, una dolorosa y romántica pieza apoyada sobre un venenoso saxo, un tema de amor que surge de las entrañas del propio tema de Harry al vivir en él su obsesión por Eiko (“20 Year Montage”). La oscuridad bajo control, la desazón enraizada en el shakuhachi, la contradicción implícita en la encrucijada del honor (“Night Rescue/Amputation”), el avance del odio frente a la equilibrada naturaleza de la muerte, como acto no como consecuencia (“Get Tanner”, “Final Assault”). O el tributo a la misma, convirtiéndola en un macabro ejercicio espiritual, basado en el empleo seco, brusco del shakuhachi, percusión exótica y cuerda, confrontando la violencia a una armoniosa visión oriental del destino, nunca visto anteriormente en una escena de acción (“The Big Fight”).
Harry realiza un viaje iniciático desde la luz a la oscuridad a medida que la razón de ser de sus miedos, la verdad oculta en el pasado, se le revela. El score viaja desde posiciones románticas y abiertas (occidentales) hacia la introspección (se orientaliza). Un guerrero en busca de la redención que acaba comprendiendo el sinsentido de su desgracia como el fluir natural de las cosas, convertido él mismo en un Yakuza, adscrito a un código deontológico en desuso que da sentido real a su existencia. Grusin lo hace suyo. Partiendo de un camino de luces encuentra el suyo propio entre las sombras, descendiendo a los infiernos donde Harry acaba instalándose.
Una de las mejores ediciones de FSM, donde incluso el bonus track (maravillosa source music) adquiere una dimensión mágica.
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