Miguel Ángel Ordóñez
Adaptación de una de las historias televisivas escritas por Rod Serling para “Playhouse 90” estrenada el 11 de octubre de 1956 (como lo fueron también al año siguiente “Vencedores y Vencidos”, con guión de Abby Mann o “The Miracle Worker”, de su colega William Gibson, todas ellas con exitosa traslación posterior a la gran pantalla), “Réquiem por un Campeón” cuenta la historia de un veterano boxeador que debe encontrar un nuevo sentido a su vida tras abandonar el ring, dividido entre la lealtad a su representante (Jackie Gleason) y preparador (Mickey Rooney) y la necesidad de emprender un nuevo camino como monitor en un campamento de niños. A pesar de que tras su estreno televisivo la obra obtuvo 5 Emmys, Serling estaba a esas alturas bastante decepcionado con el medio que le había encumbrado. Autor de fuerte conciencia social, la presión de los anunciantes había reducido a la mínima expresión su feroz crítica al tema del linchamiento por motivos raciales en obras como “Noon on Doomsday”, y alterado los diálogos para evitar herir sensibilidades políticas en “The Arena”, lo que le condujo a resguardarse bajo la coartada del fantástico con la creación de “The Twilight Zone”.
La oportunidad de volver al cine tuvo lugar con la versión de “Requiem for a Heavyweight” que en 1961 preparan el productor David Susskind, especialista en temas controvertidos como el racismo, la transexualidad y la Guerra de Vietnam, y el director Ralph Nelson, quien debuta en la gran pantalla. De gran complejidad dramática en su concepción, la cinta resulta poco polémica ya que la representación de la corrupción en el deporte o su final, pesimista y oscuro, no traducen ninguna crítica sustancial. En “Requiem for a Heavyweight”, Serling reviste la historia de un boxeador acabado con los ropajes metafóricos de una narración de interés humano sobre el fracaso de una vida que no ha sido más que el inútil reflejo de una continua pelea en la lona. Es una lástima que la desigual y moralizante dirección de Nelson, director tan sobrevalorado como poco talentoso, no contribuya a ofrecer lo necesario a una historia cuya atmósfera será mejor dibujada en la posterior “Fat City” por John Huston (basada en una novela de Leonard Gardner). La determinación que le falta a su director parece sobrarle, sin embargo, a un elenco de actores del que destacan, con luz propia, dos cómicos, Mickey Rooney y Jackie Gleason, que bordan su papel de perdedores y que devoran, literalmente, a un Anthony Quinn, torpe y bonachón, que deambula sobreactuado y falto de profundidad.
Laurence Rosenthal (quien recibe su bautizo cinematográfico de la mano de Susskind en “A Raisin in the Sun”, tras haber trabajado en su producción teatral “Rashomon”), inicia su breve pero trascendente comentario sobre un espléndido plano subjetivo que retrata la decadencia profesional de Mountain Rivera (Quinn) tras la pérdida de su último combate (a manos, nada menos, de un joven Cassius Clay), con la introducción de un envenenado acorde disonante y un procaz juego tímbrico de metales y percusiones (“Main Title”) de incuestionable valor. Tras arranque tan insuperable, Rosenthal, en irremediable cuesta abajo, traza, a partir del empleo de dos colores bien diferenciados, el escenario sobre el que sitúa su tropa de perdedores. Por un lado, la inocente actitud de Rivera ante la vida, que contrasta con la violencia que gasta en el cuadrilátero, implica la pérdida de su propia dignidad, enfrentado a la caricaturización de su faceta deportiva vestido de indio en patéticos espectáculos de lucha. Los peligros de ese entorno mucho más cruel y pernicioso que su larga dedicación al mundo del boxeo (lo que propicia la principal moraleja del guión), son avistados por Rosenthal a través de un jazz de armonías claustrofóbicas y rítmicamente neoyorquino (con los “cambios de acordes” de Gershwin como premisa sustancial). En contraposición, la posibilidad de acabar como monitor de un campamento de niños, su sueño de conseguir una pareja estable que ame su fondo bondadoso sin reparar en un rostro curtido por los golpes, huele a folletín desgastado. Rosenthal acrecienta ese escenario idílico a través de un vals de ascendencia vienesa, cínico e hinchado de cuerdas, que introduce en forma de falsa diégesis, como símbolo de una broma pesada, de una aspiración inútil. En definitiva, lo que viene a representar es el puñetazo más atroz que Mountain sufrirá en la vida (“First Date”).
Si a Rivera, la sociedad le niega una oportunidad, una reinserción, a la familia Younger de “A Raisin in the Sun”, la comunidad blanca de un modesto barrio de clase media de Chicago le limita su derecho al progreso económico. Traslación de la primera obra teatral escrita por una mujer de color, Lorraine Hansberry, en Broadway, y llevada a la gran pantalla con sobriedad y eficacia por el canadiense Daniel Petrie, quien obtuvo una mención especial en Cannes por este trabajo, la película es un drama social protagonizado íntegramente por actores negros, de entre los que Sidney Poitier consigue una sólida caracterización como el hombre que no se resigna a que sólo los trabajos de segunda sean para su raza. Quiere un mejor futuro para su hijo y lucha para superar los escollos que le impone la sociedad americana de la época. Su madre (Claudia McNeil), que resulta adorable y fiel a los principios de una familia que se ha sostenido por cinco generaciones en una nación racista, carga con el peso de unos hijos rebeldes a los que intenta inculcar sus principios morales.
Extraña fusión de drama teatral (la música tiende puentes de unión con un subgénero bien alimentado por North en los 50) y de friso multicultural de raíces americanas y africanas, la partitura de “Un Lunar en el Sol” se sustenta sobre dos bloques temáticos que se construyen sobre frases ascendentes y gestos estilísticos tomados de los “espirituales negros”. Con ellos, Rosenthal despliega un comentario semántico que encajonado sobre un relato de naturaleza discursiva, recubre de dignidad la lucha diaria por la supervivencia de una familia negra en un medio adverso. Ese tema, “el de la dignidad” (“Main Title”), cuya progresión armónica será imitada un año después en los títulos de crédito de “The Miracle Worker”, se ve asociado al sueño de Travis (Poitier) por una vida mejor. El segundo embrión temático, el “motivo del padre”, núcleo secundario de todo el score (“Memories of Big Walter”, “$10.000,00 Check”), apela a los principios familiares y a la unión de sus componentes frente a las tensiones y disputas derivadas de la lucha por mejorar económicamente. Punto débil de la narración, Petrie apuesta por ofrecer una lectura demasiado maniquea entre amor y dinero como epicentros del intento de esta familia por alcanzar la felicidad.
Esa concepción dicotómica de la realidad, en tanto eterna lucha de principios opuestos, se ve acompañada por un diseño tímbrico que tiende a enfrentar el color empleado en los temas centrales, ceñidos al hogar familiar (una americana apoyada en cuerdas y vientos que, en ocasiones, como en “New House” alientan ese germen que viene a marcar el estilo de compositores como John Williams), del que respira un mundo exterior, raramente visitado por la cámara, que aparece articulado sobre el empleo de una música diegética de corte jazzístico y urbanita, relegada a espacios como clubes nocturnos y bares que son habitados por embaucadores (“Kitty Kat Club”). Rosenthal introduce, por otro lado, ritmos de corte africano, a través de una superposición de timbres sustentados en percusiones y voces, con el ánimo de representar la vuelta a las raíces, la huída de ese entorno hostil, que la hermana de Travis aspira a conseguir con la ayuda de un joven estudiante nigeriano (“Meet Joseph Asagai”).
Dos buenos ejemplos del primer Rosenthal (el más interesante, ya que su carrera con los años ha sufrido un profundo desplome hacia el convencionalismo debido a una preocupante falta de progresión y adaptación de su estilo a otros marcos y épocas, para dejar al descubierto las propias limitaciones de su discurso), ambos títulos demuestran, a través de una auto impuesta paleta de colores, la capacidad del compositor para sugerir numerosos estados de ánimo y dotar a la trama, a través de ellos, de un fuerte componente dramático. De esta manera, el autor de “Furia de Titanes” emerge como privilegiado exponente de un cine comprometido y de raíces teatrales con el que viene a demostrar su maestría como cronista de la desilusión, su habilidad para ofrecer la melancólica lectura de una América confusa y rural avergonzada de sus propios estigmas sociales.
6-diciembre-2010
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