Miguel Ángel Ordóñez
Resulta inevitable emocionarse ante el primer gesto consciente que Helen Keller (Patty Duke), sorda y muda al año de nacer tras sufrir una meningitis, realiza para comunicarse con su entorno. Que la hazaña la consiga una mujer medio ciega (Anne Bancroft), con un carácter difícil y un pasado traumático, es coherente porque sólo alguien que proviene de las entrañas de la oscuridad es capaz de ofrecer la luz al que no ve. Sobria y sincera, “The Miracle Worker” es la sencilla crónica de cómo una maestra enseña a un ser humano, terriblemente cautivo, el don de la palabra, de la comunicación. El que espere una función lacrimógena destinada a conmoverse a base de golpes de efecto y ternurismo explícito, recibirá a cambio un durísimo proceso de aprendizaje entre bofetadas y caricias, un viaje educacional perseverante e inmisericorde.
Si Arthur Penn alcanza su cima como director desde el espléndido relato de William Gibson y una no acreditada Helen Keller, Larry Rosenthal logra lo propio en el campo musical gracias a la dimensión emocional que alcanzan sus personajes a partir de una muy personal utilización de parámetros como el color, la relación espacio-tiempo y la multifunción temática. De este modo, Rosenthal envuelve la trama con un vaporoso tejido orquestal compuesto de maderas, cuerdas en legato (respirando un brumoso aire impresionista), arpa y celesta, instrumento, éste último, que asume un papel central al representar la inocencia de Helen y que, acompañado de un distorsionado timbre electrónico, acentúa su incapacidad para comunicarse, esas tinieblas que habitan su indescifrable mundo interior. A resultas de ello, la obra se ve dominada por un evocador tono nostálgico que recuerda los postulados de ese viaje iniciático emprendido por otros adolescentes en un pueblo del sur tan clasista y racista como el de Tuscumbia, el de la contemporánea “Matar a un Ruiseñor” de Mulligan.
Manejando con habilidad las coordenadas del tiempo y el espacio, Rosenthal pone especial énfasis en que su partitura, elegante y contenida, no caiga en la fácil tentación melodramática de remarcar en exceso las emociones, de hundirse en el sentimentalismo. El autor no sólo limita su paleta de recursos (la obra se ancla sobre postulados relativamente sencillos y avanza mucho más allá de sus iniciales premisas), sino que restringe a lo estrictamente necesario lo que necesita ser subrayado y el tiempo en que debe hacerse, de modo que cada una de sus intervenciones adquiere un significado cualitativo que contribuye a elevar la historia a estadios emocionales cada vez más complejos (no resulta extraño, por esta regla de tres, que el compositor ignore, en términos musicales, escenas tan determinantes como la primera clase de civismo que Anne imparte a Helen al enseñarla modales en la mesa, operación tentadoramente “manipulable” en manos menos expertas).
Si existe un punto a destacar en la clase magistral que Rosenthal nos imparte a lo largo de los trece segmentos musicales de los que consta “El Milagro de Anne Sullivan”, es sin duda, el cómo a partir de una cierta ambigüedad temática, sustentada sobre la hábil interrelación del material expuesto, puede trasladarse a la audiencia una profunda visión dramática de los personajes. La presentación de su tema central (“Helen Alone”) supone toda una declaración de intenciones: Helen corre por el jardín de la casa arrollando a su paso la colada tendida. En la carrera, alza los brazos jugueteando con el aire que se filtra entre sus dedos, mientras su madre, atenta a cualquier traspié, la sigue con gesto compasivo. La música traduce no sólo el estado anímico de la joven, sugiere su soledad y su camino por un laberinto de oscuridad interior y exterior, sino que alimenta la piedad de su progenitora, la necesidad de ayudarla, equiparando dos mundos de sufrimiento y dolor a través del amor. La imagen es profundamente conmovedora y no es un determinado color o una forma musical o estilo el que genera esta atmósfera única, sino que se consigue a través de la sensibilidad poética y la vehemente expresividad del conjunto musical.
El tema no sólo remite a ideas como el aislamiento de Helen o al dolor materno, sino que, además, establece una profunda conexión emocional entre ambos personajes. Veamos, ahora, un nuevo ejemplo de este ejercicio de anfibología temática. En el viaje en tren que conduce a la profesora desde Boston al pequeño pueblo sureño de Tuscumbia, Anne sueña con una traumática infancia donde su hermano Jimmie muere en el orfanato a pesar de sus constantes atenciones. Rosenthal enfatiza la pesadilla con glissandos de cuerda, staccatos al metal y una siniestra célula motívica al piano, confiriendo a la escena una fuerte dosis de alienación. Sin embargo, una vez establecidos los primeros contactos con Helen, los recuerdos de su niñez aparecen contaminados por la presencia del tema central, lo que se traduce en una interesante idea relacionada con la superación del pasado. Rosenthal sugiere, como no puede ser de otra manera a través de esta conexión, que la vida ha reservado a Anne una segunda oportunidad para redimirse, estableciendo una relación de causalidad entre ambos traumas.
Sólo cuando Anne es consciente de la necesidad de separar a Helen de su entorno familiar para poder adentrarla en los secretos de la comunicación, Rosenthal introduce un nuevo motivo, una conocida nana infantil, que se asocia a la relación entre profesora y alumna, insinuando una reeducación no exenta de mecanismos ligados a la maternidad (“To the Garden House”). A diferencia del tema que une a Helen con su madre biológica, la nana representa su apertura al mundo, el don del entendimiento, al que accede gracias a la constancia, exigencia y disciplina de su tutora (“Epilogue: Helen and Annie”), la llave que conecta emocionalmente a unos personajes hasta entonces muy alejados el uno del otro. El clímax de la cinta, el momento en que se produce esa conexión intelectual, es subrayado por Rosenthal a través de la frase recurrente del tema central una octava más aguda (“The Miracle”): mientras para Helen se abre un nuevo mundo de comunicación alejado de la seguridad materna, Anne logra la redención superando el complejo de culpa que la persigue desde la muerte de su hermano.
Rosenthal demuestra en “El Milagro de Anne Sullivan” una admirable capacidad para asociar estímulos y sentimientos, valiéndose para ello de tenues líneas temáticas y de un diseño colorista que emergen como una sencilla guía para la transmisión de emociones. Las cualidades onomatopéyicas que otorga a ciertos pasajes musicales: el movimiento de las ruedas del tren que conduce a Anne Sullivan a Tuscumbia (“The Train”), o los primeros juegos de la maestra para atraer la atención de Helen (“Doll and Ladder”), provocando con todos ellos una especie de “mickymousing tímbrico”; no son más que un vehículo sobre el que anclar una historia que necesita adoptar los puntos de vista de Helen y de Anne, mostrar sus emociones más ocultas y hacer partícipe de ellas al espectador. Comunicar desde la incomunicación. El resultado es una obra única en la carrera de un autor que jamás volvió a rayar a tan gran altura. No en vano, estamos hablando de uno de los scores favoritos de compositores tan poco sospechosos como Alex North y Johnny Mandel. No seré, desde luego, quien les enmiende la plana.
3-junio-2010
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