Manuel E. Díaz Noda
Hollywood se encuentra en un momento en el que, como sucediera en la década de los años 30 y 40, la música de cine está siendo redefinida no por los compositores estadounidenses, sino por las nuevas voces que llegan del extranjero y que no sufren de esa contaminación formularia en la que han caído la mayor parte de los músicos de la industria. Entre esas voces podemos reconocer con orgullo la presencia de Alberto Iglesias, un músico extraordinariamente personal, que ya ha marcado con su impronta el cine español y que desde hace varios años ha ido abriéndose un hueco en ambiciosas producciones internacionales, entre las que destacan sus trabajos para “El Jardinero Fiel” y “Cometas en el Cielo” (por las que recibió sendas nominaciones a los Oscar en 2006 y 2008). Ahora el reconocimiento del compositor donostiarra fuera de nuestras fronteras se ha visto incrementado gracias a su extraordinario trabajo en la cinta de Tomas Alfredson, “El Topo”, que sumada a las excelencias de su partitura para “La Piel que Habito” cerraba un año 2011 extraordinario en la carrera del compositor otorgándole su tercera nominación a los Premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Basada en una de las más populares novelas de John LeCarré, que ya había contado con una reputada adaptación televisiva en 1979, dirigida por John Irvin y protagonizada por Sir Alec Guinness, esta nueva versión respeta aspectos básicos de la obra literaria como la ambientación temporal en plena guerra fría, así como una estética propia de los años 70. Debido a esta característica anacrónica, “El Topo” es una película que va en contra de los patrones imperantes del cine moderno. Con un guión basado más en el subtexto y la insinuación que en la acción constante o el subrayado narrativo, un ritmo pausado, y una puesta en escena detallada y meticulosa, austera y sucia, que entabla distancias con sus personajes y sus emociones, evitando forzar la empatía del espectador con los protagonistas, la música que acompañara a esta historia no podía caer en los vicios narrativos del cine contemporáneo. Es en este punto donde entra Alberto Iglesias.
Tomas Alfredson ha confesado su predilección previa por el compositor y su interés por trabajar con él, consiguiendo con esta producción la oportunidad idónea para lograrlo. Iglesias se adentra así en un ambiente de intrigas, corrupción, engaños y traición donde su música, como la cámara, debe moverse con austeridad, distancia y cautela, aunque sin desestimar ciertas referencias genéricas. En este sentido es muy loable su capacidad para mantener las constantes de su estilo musical bajo cierta patina de cine de espionaje. El arranque de la partitura (con el tema “George Smiley”, definitorio del personaje principal interpretado por Gary Oldman) nos hace pensar en una partitura de corte jazzístico, tan habitual en las cintas del género (impresión que se reitera en temas como “Safehouse” o “Karla”, integrada junto a otros particularismos de la partitura). Sin embargo, al igual que la propia película, que utiliza esquemas de las cintas de espías y la referencia a la Guerra Fría como excusa para narrar la angustia existencial de los personajes, elementos referenciales como este sonido jazzístico o la influencia eslava para describir al personaje de Irina ejercen realmente de tapadera para adentrarnos en un tipo de composición basada más en la atonalidad y la creación de ambientes que en la recreación de un aparato melódico que subraye cada giro narrativo (lo que se evidencia en temas como “Wichcraft”, “Alleline and Bland on the Roof”, “Safehouse”, “Anything Else”, “Circus”). En este sentido la música de “El Topo” guarda no pocas concomitancias con la partitura de Alexandre Desplat para “El Escritor” y a la que parece hacer ecos directos en temas como “Islay Hotel”. Sólo en contadas ocasiones, y ya entrando en el tramo final de la película, se opta por elevar el tono e insuflar tensión y ritmo a la escena (“Easterhase”, “Control and Westerby”), pero sin romper con la coherencia establecida a lo largo de toda la estructura previa de la composición. No podemos hablar por lo tanto de una partitura que se imponga a la imagen e intente captar la atención del espectador en todo momento, sino más bien lo contrario, una composición discreta, cerebral, que apenas deja ecos conscientes en la memoria del espectador, pero que al igual que George Smiley, sabe moverse con sigilo, sin desvelar su jugada ni anticipar ningún movimiento hasta que no ha colocado cada una de sus fichas en el tablero. Iglesias concluye su trayecto sin aspavientos ni triunfalismos, sino regresando al tono introspectivo inicial de acuerdo al agridulce epilogo que cierra esta historia.
Con respecto a la orquestación, Alberto Iglesias siempre ha sido muy preciso y cuidadoso en este apartado, jugando con la austeridad de instrumentos, que aquí aportan un juego casi en blanco y negro con la orquesta a través del predominio del piano y las cuerdas, encargándose principalmente el viento metal (trompeta y clarinete) de aportar color a la música. Llama también la atención la capacidad de Iglesias de insertar de manera discreta pero eficaz elementos modernos (un leve toque de sintetizador en “Safehouse”, una breve aparición de guitarra eléctrica en “Alleline and Bland on the Roof”) en una partitura de pulsión clásica. Estos elementos hacen que su escucha aislada pueda resultar apagada o demasiado sobria en un primer momento, pero se trata sin duda de una partitura estimulante que va ganándose al oyente poco a poco, seduciéndole con su elegancia, su cuidada orquestación y su desarrollo acompasado.
25-enero-2012
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