Gorka Cornejo
“La Piel Que Habito”, lejos de ser un cambio en la filmografía de Almodóvar, llama la atención precisamente por su clarísima naturaleza continuista. Nada hay en ella que a un conocedor de la obra del manchego pueda resultar inédito o desconcertante. Es, eso sí, una nueva confirmación de los derroteros que viene tomando un director muy consciente de sí mismo y de la repercusión de su cine, derroteros en espiral que, como gráficamente ilustran los títulos de crédito de su última película, tuercen y rizan sus constantes cinematográficas, su ADN, hacia un ensimismamiento producto del éxito, que no está reñido con la depuración, el crecimiento, la madurez o el dominio absoluto de la técnica y la estética, o al menos de su técnica y su estética. El cine de Almodóvar se ha ido espesando en virtud de la multiplicación de referencias propias y ajenas, cinematográficas, literarias, plásticas y musicales, como una red expansiva de círculos concéntricos que seleccionan y fagocitan ítems culturales, hasta el punto de hacer del apropiacionismo una de sus características más definitorias. Los argumentos, las historias, son meras estrategias que hilvanan, con dificultad o maestría, nudos dramáticos elementales, pulsiones obsesivamente repetidas a lo largo de su filmografía, cuya superficie se reviste de capas circunstanciales como el pasaporte de un viajero profesional se va llenando de estampas. Sus películas no son obras aisladas ni mucho menos autosuficientes, pues por ellas corre una sangre prestada que a su vez fertilizará futuras intertextualidades. El eclecticismo al que obligadamente se refiere Almodóvar en sus declaraciones, no es más que el resultado lógico de esta forma de nutrición omnívora que produce películas arborescentes, densas, tupidas, lo que no implica profundas, para las que el director ha encontrado un público fiel que satisface su apetito de modernidad deglutiendo esa masa compacta de heterogeneidades y ensayando formas caseras de dendrocronología.
Pese a su apariencia rupturista, en gran medida fomentada por la campaña de promoción, en “La Piel Que Habito” reencontramos a unos personajes atrapados, esclavos de sus instintos, que se castigan por ceguera o desesperación, que tratan de huir de un destino o un pasado cruel e inexorable. El giro estilístico hacia un tono autodefinido como de terror psicológico se efectúa a unos niveles que no parecen afectar a la esencia de los mecanismos que mueven a los personajes, y es a esta esencia a la que alude principalmente Alberto Iglesias, que prolonga sin demasiadas innovaciones sus anteriores colaboraciones con el director. A estas alturas queda claro que Iglesias no va buscando tanto músicas específicas que puedan identificarse de forma unívoca con sus correlatos cinematográficos, como el desarrollo de un vocabulario propio al que se le van añadiendo sustantivos y adjetivos, en un ejercicio acumulativo de capas e ideas que se aproxima al modus operandi del director. Sin llegar a tratarse de partituras sin personalidad ni intercambiables, lo cierto es que no aspiran tanto a la demarcación de una estrategia individual, apostando por una multiplicidad de maniobras que desdibujan o debilitan la cohesión.
El proceso de oscurecimiento, de acercamiento al noir, que ha ido experimentando el cine del manchego, ha provocado un paralelo reforzamiento de la incidentalidad en la música de sus películas, evolución que, en lo tocante a Iglesias, arrancaba en “Carne Trémula” y alcanzaba su cénit en la espléndida “La Mala Educación”. En su última película asistimos a un nuevo ejemplo, especialmente ilustrativo, de cuán necesaria es la música para Almodóvar a la hora de cimentar sus inverosímiles verosimilitudes cinematográficas. Dividida en dos claras partes, siendo la segunda una explicación de la primera, su peculiar estructura obliga al espectador a presenciar unas situaciones dramáticas, al límite, sin haber tenido la oportunidad de identificarse con los personajes. Por ello es tan necesario que Iglesias ponga toda la carne en el asador desde el arranque (“El Cigarral”), enigmático, habilísimo, sometiéndonos a una exposición incesante de pulsos e ideas que invocan los referentes necesarios de tensión e inquietud y crean una física sensación de presagio. A las habituales cuerdas borrascosas con las que el compositor tiende siempre a sugerir la zozobra y las pasiones desbocadas, se añade un piano romántico que suaviza y atempera el desasosiego.
La protagonista absoluta de la partitura es Vera (Elena Anaya), una enigmática mujer-experimento confinada contra su voluntad por el doctor Ledgard (Antonio Banderas), un hombre traumatizado por la pérdida de su esposa que investiga la creación de una piel perfecta, irrompible, ignífuga. La arriesgada decisión de postergar toda información sobre los hechos y razones que llevan a ambos personajes a esta situación, obliga a Iglesias a convertirse en la voz de la mujer, describiendo al menos tres estados diferentes y simultáneos: la soledad (el comienzo de “Los Vestidos Desgarrados”), la espera (“Tema de Vera”, “La Pared Transparente”) y la desesperada necesidad de libertad (segunda parte de “Los Vestidos Desgarrados”, “Una Patada en los Huevos”).
Este último material, sobresaliente por su bravura y vehemencia, es un préstamo que Iglesias toma de su obra “Cautiva”, pieza que inspiró y dio título a su primera colaboración con el coreógrafo Nacho Duato en 1993, una herencia que podría perjudicar al compositor a la hora de enfrentarse a los reglamentos de las diversas academias e instituciones premiadoras (Goyas, Globos de Oro, Oscars), que especifican la imposibilidad de ser considerables aquellas bandas sonoras con un porcentaje determinado de música no original. La pertinencia de la recuperación de este magnífico material, tanto a un nivel expresivo como argumental (Iglesias, en sus comentarios sobre la obra original, mencionaba conceptos como “escenario amoroso”, “irracionalidad”, “la razón oscura” y “la potencia de la sinrazón”, mientras que Duato explicitaba en su puesta en escena elementos de cariz masoquista), ahuyenta la hipótesis de que el reciclaje pueda interpretarse como un episodio de crisis creativa o un escollo en la colaboración entre ambos artistas. Resulta interesante contemplar este hecho a la luz de la evolución del conflicto entre música original y preexistente, todo un leit-motiv del cine de Almodóvar.
Dos flashbacks, uno para cada protagonista, imprimen una fractura en el relato y la música de Iglesias se retrae, pasa a un segundo término, cede espacio a las canciones (Concha Buika). El silencio musical (el de la música narrativa) prepara al espectador para una segunda parte más sombría. El predominante ingrediente científico del argumento, así como el peso de la tecnología, muy presente ya en “Los Abrazos Rotos” (cámaras de vigilancia, pantallas que miran al observador), lleva al músico a incorporar elementos no muy habituales en su paleta instrumental, como las bases rítmicas electrónicas (“El Asalto del Hombre Tigre”, “En el Calor de la Noche”, “Rojo y Negro”), un recurso distanciador que contrasta con la alta temperatura de su escritura más pasional, así como efectos de contundencia orquestal englobados en piezas de inédita incidentalidad (“El Asalto del Hombre Tigre”) en los que Iglesias coquetea con los clichés más manoseados de la música de acción hollywoodense, tratando, valiente y eficazmente, de reanimar el encefalograma plano de los patrones rítmicos más machacones mediante rasgos suficientes de aliento personal. Son abundantes, sin embargo, los minutos en los que la música pierde contundencia, se desinfla, vagabundea como una corriente neutra, no especialmente imaginativa, abusando de un efecto como de oleaje, con frases aisladas por breves silencios y esporádicos brochazos de intensidad (“Prometeo Encadenado”, “Libertad Vigilada”, “Duelo Final”).
La partitura se cierra, como es costumbre, con un bloque-resumen de gran exhibicionismo preciosista (“Créditos. La Identidad Inaccesible”) en el que Iglesias retoma el tema de Vera, inmutable a pesar de las apariencias, y el material agresivo del comienzo, extendiendo el protagonismo del piano romántico. Sin embargo es una idea circular falsa, añadida por convención, puesto que no hay conclusión ni catársis. Almodóvar prescinde del melodrama en su última escena, funde a negro quebrando la inercia del espectador que desea ver más, ser testigo. “La Piel Que Habito” vuelve a demostrar que a Almodóvar le interesa cada vez menos el cierre, el relato tradicional, y cada vez más el verso suelto, el collage, la aplicación de capas y capas de elementos, como las vendas en las esculturas a imitación de Louise Bourgeois con las que Vera sobrevive mientras rumia su venganza. Y esto dificulta la elaboración de una partitura narrativa compacta, que se ve obligada a tender a lo centrífugo y a la dispersión.
4-septiembre-2011
|