Miguel Ángel Ordóñez
En ocasiones el personal manejo de la cámara o una determinada estructura narrativa, incisiva y descarnada, marcan tan nítidamente el camino a seguir por el comentario musical que ejerce de guía del relato, que no cabe otro. Esa música acaba tan asociada a la imagen que parece formar parte natural de ella, haber nacido fruto del mismo parto y a la misma hora. Eso sucede en “Men in War”, drama bélico con aires documentalistas dirigido por Anthony Mann y apoyado en una ficción desgarradora. Con la guerra de Corea como telón de fondo, la cámara de Mann se agazapa contra las rocas buscando evitar el fuego, se mantiene a la altura de los hombres cuando marchan, de manera que el espectador se siente parte de una patrulla abandonada en mitad de la nada, comparte sus vivencias y su desorientación. Mann presta atención a los momentos de temor, miedo y pánico de los soldados, sus reacciones naturales, los rostros perlados de sudor del compañero, la camaradería y el coraje que demuestran, la arena del camino, las altas hierbas que cierran la perspectiva, la muerte que les amenaza, la tensión que provoca un enemigo sanguinario, sigiloso e invisible, llevando al paroxismo el bosquejo de ideas planteadas en la fordiana “La Patrulla Perdida”. A diferencia de Mann, que no se separa de sus personajes y aspira ser uno de ellos, Bernstein los interpreta utilizando el paisaje. Incide en la tranquilidad de un día de verano, en medio del campo, entre trigales, pájaros e insectos, lo que invita a los hombres al descanso y al reposo, pero también, a través del uso de acordes inquietantemente perturbadores, potencia una sensación de vigilia angustiosa porque la muerte anda suelta. Un lugar que podría ser cualquiera de este mundo, un paisaje que podría ser el mismo hogar al que estos hombres anhelan regresar, un hogar que podría ser devastado por esa misma guerra.
Desde un punto de vista musical, el compositor de “Los 7 Magníficos” describe este próximo/incierto paisaje a partir de una ráfaga ambivalente de contradicciones. Mientras una parte de su comentario traduce concesiones a la épica militar en un tema central, muy a la moda en su versión vocal (“Men in War Theme”), que destila rudeza, masculinidad, vigor y heroicidad; la otra funciona como su reverso sacando a la luz la fragilidad emocional (que logra minar la capacidad de respuesta) de unos soldados enviados al matadero y a los que poco o nada importa la gloria. La pieza “Sounds of War”, dominada por ritmos sincopados con acentos cayendo en lugares insospechados, marca el punto álgido de esa violencia que convierte a los hombres durante el conflicto bélico en marionetas absurdas de la valentía, ese momento en el que el ánimo de supervivencia les convierte en perros. Construida sobre un andamiaje polirrítmico que contiene frenéticos estallidos de metal y percusiones de gran musculatura, en un corte donde alternan con pasajes de estatismo y cuasisilencio, la pieza ha pasado a ser una marca de fábrica en la carrera de Bernstein, reapareciendo en su última etapa creativa, la de los 90, en no pocos momentos conectados a una acción condicionada por un artificioso despliegue pirotécnico (véanse a modo de ejemplo “Skating & Drowning” para “The Good Son”, el análogo “Battle” de la rechazada “Gangs of New York”, o el arranque a metales de “West Fights” incluida en “Wild Wild West”). En contraposición a este ejercicio de inútil virilidad, Bernstein construye para la gran parte de su corta obra (poco más de media hora) una música que condensa toda la sobria parafernalia de la serie B, esto es, un ataque estrictamente camerístico que, a diferencia de aquella, no viene marcado por limitaciones presupuestarias sino por una decidida autocontención creativa. Es un sabio recurso que infunde hiperrealismo a partir de la combinación de elementos metafóricos y sinestésicos.
Una escena resume perfectamente esas intenciones (corresponde al corte “Forest of Mines”). Mientras los soldados andan a través de un bosque minado, Bernstein emplea maderas lo que sugiere el sonido de los pájaros más allá del obvio riesgo que corren. Esta aproximación naturalista, sin atisbos aparentes de misterio, es diseñada para brindar una atmósfera sónica que tiene más de implícita que de explícita. El espectador puede ver y sentir el peligro sin necesidad de que quede reforzado, la tensión se enfatiza mucho más que si la música hubiera seguido descriptivamente la acción. En una escena sin diálogos y con muy pocos efectos sonoros, ésta irrumpe anclada sobre una contradicción: sugiere la belleza del entorno y consigue resaltar con ella y por contraste, el miedo y la muerte que envuelven el lugar. Para fortalecer la metáfora, Bernstein acude al desarrollo sinestésico de los timbres en una composición para 4 chelos, maderas, percusión y piano. Los chelos tocan una figura repetida que es suavemente oída en la distancia. Piano y arpa responden con un ligero glissando como la suave brisa que recorre las hojas de los árboles. El xilófono repite una nota en forma de ostinato que sugiere ingredientes de naturaleza confusa. Todos estos elementos mimetizados con el paisaje se detienen ante la irrupción de un solo de flauta. No existen pretextos melódicos, sólo el vago e inquietante resuello que parece provenir de una pesadilla infantil, una belleza gélida y enigmática. Entonces, los trémolos de los bajos y el suave ritmo acompasado de las percusiones, en un pulso frenético y nervioso, impactan de bruces sobre la audiencia como lo hace sobre los soldados. Una mina va a explotar y la música nos recordará que este paisaje forma parte de una guerra.
A pesar de desenvolverse en los terrenos de la tonalidad, el lenguaje empleado por Bernstein está repleto de una gratificante modernidad: la utilización de motivos en cascada que se ven transformados a lo largo de la composición, el manejo de ritmos sincopados que insinúan juegos bitonales, la introducción de momentos deslumbrantes de simplificación melódica o de insospechadas asperezas armónicas, remiten a una híbrida escritura alejada de las convenciones propias de una industria dominada en 1957 por un paisaje envejecido proclive a preservar la cultura musical del romanticismo tardío como en un ámbar. Bernstein demuestra en esta partitura ser un compositor enormemente sensible e imaginativo que sitúa sus gritos y susurros con un cuidado extraordinario para mantener al oyente en un estado de tensa fascinación. Se diría que prepara una música de resonancia americana que lucha por trasladarse a prudentes fronteras francesas (imitando la atmósfera de ritual de Messiaen, un claro antecedente de la magistral “Birdman of Alcatraz”) y rusas (creando un universo en paralelo al primer Stravinsky y al lenguaje despojado y de tonos sombríos del Shostakovich post-stalinista), como si hubiera encontrado un pasaje secreto que le permitiera habitar un mundo tridimensional. El resultado es una de las obras más honestas e importantes de su autor, el incuestionable triunfo de una austeridad relegada, en nuestros días, a un segundo plano por el empeño provinciano con el que algunos exigen la habitual inyección de la anestésica y efectista ambrosía sinfónica. Como si la audiencia fuera la bella durmiente y el príncipe un acólito zimmeriano a punto de besarla.
27-octubre-2011
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