Miguel Ángel Ordóñez
No le falta razón a John Scott cuando afirma que: “Ningún compositor puede decir que ha llegado realmente a Hollywood hasta que no le han rechazado una partitura”. Muchos de los considerados “grandes” han pasado por ese difícil trance. North, Herrmann, Goldsmith, Morricone, Mancini y un largo etcétera han visto como algunos de sus trabajos han quedado reducidos a cenizas al no cumplir con las expectativas fijadas por los ejecutivos que les contrataron. Nada extraño si tenemos en cuenta que como profesión liberal, la misma está sujeta a las normas del propio mercado (el que paga, decide, por mucho que no sepa discernir el grano de la paja).
Lo cierto es que los aficionados a la música cinematográfica, trascendiendo los límites de la mera función de “arte aplicada” que determina la naturaleza resultadista de este tipo de composiciones, demandan con inusitado interés una serie de partituras que, alejadas de su función de enlace emocional con el público de las salas de cine, no pierden un ápice de su vigencia cuando se trata de emocionar al oyente que se acerca a ellas otorgándoles una más que legítima condición artística. Si la música de cine posee un valor intrínseco, independiente, acompañe o no a una imagen de referencia, poco importará que no haya cumplido con su función original si se la considera disfrutable al margen de aquella armazón que la condiciona.
Frente a la práctica habitual, llevada a cabo por sellos de indudable prestigio, de rescatar material no usado finalmente en la película para destinarlo a su presentación discográfica, así como el, no ya tan habitual, de presentar el score rechazado junto al definitivo (a bote pronto me vienen a la memoria publicaciones de FSM [“The Appointment” con trabajos de Barry y Legrand], Varese Sarabande [“Author Author!” con la partitura de Grusin y la de Mandel, o “Neighbors” con Bill Conti y Tom Scott como participantes del affair] e Intrada [“The Seven-Ups” con la música de Don Ellis y la desechada a cargo, otra vez, de Mandel]), el sello Varese acomete una de sus ediciones más ambiciosas hasta la fecha: la presentación de tres de las partituras rechazadas del maestro Elmer Bernstein, con fechas de producción que abarcan las tres últimas décadas de su carrera.
Resulta inevitable establecer comparaciones. Lo primero que llama la atención al escuchar el principal reclamo de la presente edición, “Gangs of New York” (2002), es que Bernstein diseña un paisaje conceptual, una estructura arquitectónica, que guarda correlación con la posterior aportación realizada por Howard Shore. Si la obra de Bernstein es rechazada, ello no parece obedecer a un desencuentro estético entre el compositor y su director, sino más bien musical. Ni que decir tiene, la principal dificultad a la hora de trabajar con Scorsese radica en su obsesivo interés por introducir canciones del período en la práctica totalidad de sus películas, testimonios vivos de la cultura popular, relatos en movimiento de un pasado, presente en la memoria colectiva. El Nueva York inmerso en luchas civiles, en la guerra del nativo contra el inmigrante, el subversivo Nueva York corrupto y racista, ese universo quebrado entre el paganismo y los albores de una nueva era, descansa en las manos de Scorsese y su brazo ejecutor, Shore, sobre una pirámide de temas que remiten al lumpen. La voz de los desheredados se alza contra cualquier modelo que implique sofisticación. Un ecléctico calidoscopio de sonidos tribales que separa la ciudad próspera del barrio destinado a aquellos que necesitan de la fuerza bruta para sobrevivir al mañana. La voz de un mundo primitivo, por civilizar, sujeto a una instrumentación popular (percusiones, flautas, voces….) donde Shore contribuye con la introducción de un obsesivo leitmotiv de siete notas que insufla un cierto dramatismo hermético a esa voz en off que hace las veces de vencido cronista que examina sus cruentos orígenes.
A la vista de las pruebas, es aquí donde no parece encajar el discurso de Bernstein. Su partitura, predominantemente irlandesa (el eco de la gaita remite a “The Field” en su “Main Title”), contiene todos los puntos cardinales deseados por Scorsese a tenor del resultado final: conexión de la violencia al empleo de las percusiones, voz femenina que se constituye en desgarrador testigo de estos tiempos turbulentos (en la versión final el director acude a un tema de Jocelyn Pook para alcanzar el objetivo), piezas semidiegéticas que concretizan la filiación de los personajes e introducción de un leitmotiv que es revisitado a lo largo de la partitura (aquí de cuatro notas y que escuchamos a la gaita, a las trompas, a la flauta o en las ondes martenot) y que ejerce de hilo conductor del relato. Sin embargo, Bernstein parece tener claro que entre manos dispone de un material de ficción de primera y a pesar de ser consecuente con la trama gracias a una contención sombría, oscura, turbia, no puede evitar ser brillante. Hay ciertos pasajes en su “Gangs of New York” de un nivel musical de auténticos quilates y eso parece traicionar el primitivismo, la visceralidad, buscada por Scorsese. Si tomamos como ejemplo el mejor tema del disco, “Battle”, y lo comparamos con el empleado en la versión definitiva -“Shimmy She Wobble” de Othar Turner-, se evidencia que Bernstein construye una pieza que, cimentada sobre un ostinato del leitmotiv central donde los metales ejercen de contrapunto a las percusiones (con el sempiterno “Men in War” en el horizonte), remite al enfrentamiento de dos ejércitos gloriosos y no a la violenta y obscena lucha de dos clanes sujetos a un código de conducta prehistórico. La pieza resulta demasiado épica para la sangrienta y sucia disputa de apertura. Opinión personal con la que no se pretende juzgar el valor intrínseco del material musical de partida (no cabe duda que Bernstein gana por goleada) pero sí entender la motivación de Scorsese a la hora de pensar en lo que mejor ayuda a su película (aunque lamentablemente dé lugar a anacronismos tan absurdos como el final de esta pieza en el montaje final, de un anacrónico modernismo absurdo y vulgar).
Musicalmente, Bernstein demuestra encontrarse en una madurez creativa envidiable. Desprovista de cierta variedad temática, lo que convierte la escucha de este “Gangs of New York” en un esmerado y paciente ejercicio contemplativo, el compositor nos regala, sin embargo, instantes sublimes donde manifiesta un tremendo conocimiento del oficio. Así, consigue una obra repleta de armonías modernas, contemporáneas, donde la restricción y contención auto impuesta en su paleta de colores se compensa con la movilidad y el dominio en el desarrollo vertical del material dramático. Donde menos interesante se muestra es, paradójicamente, en aquellos momentos en los que afloran elementos tan personales e intransferibles -una suerte de clichés estéticos- que desdibujan la atrevida apuesta conceptual (por ejemplo, cuando el rancio tradicionalismo rural de “Rambling Rose” asoma la cabeza tras el corte “Trolley”). Con todo, y pese a la irregularidad de ciertos pasajes, Bernstein alcanza a emocionarnos cuanto más introspectivo se vuelve (recordando por momentos la mirada desamparada del condenado de “Birdman of Alcatraz”).
Si en “The Journey of Natty Gann” (1985), cinta que explora la crisis de los años 30 en los que una joven de 15 años emprende un arriesgado viaje en busca de su padre, James Horner nos ofrece un recital de temas nostálgicos que se apoyan en un uso noble de la americana tradicional (a caballo entre las posteriores “Fields of Dream” e “In Country”), articulando su trabajo sobre un omnipresente y pegadizo tema central, Bernstein apuesta por convertir esta road movie en una exaltación del paisaje norteamericano, un híbrido entre la América de Huck Finn (la armónica de “Wild” huele al Sur y a su mezcolanza cultural) y la de las altiplanicies del Oeste salvaje, en un viaje que se forja a través de los ritmos sincopados que marcan su dinámico tema central (“The Journey”).
Hay algo en “Natty Gann” que huele a fórmula. Bernstein parece no encontrar un término medio con el que captar la atención del oyente ya que bascula, en exceso, entre la americana de sus westerns pasados y la introspección aburrida de numerosos pasajes sombríos acentuados por las ondas martenot. Ni siquiera las piezas diegéticas, sensuales alardes de un swing añejo y vernacular (“2m5”, “6m4”) que salpica espontáneamente la grabación, logran redimir de la sensación de deja vu estilístico que impregna todo el trabajo. Cuando finalmente se decide a apostar por la emoción, a través de un sencillo pero efectivo tema para guitarra y cuerda (que emerge en “Snow”), parece demasiado tarde. No cabe duda que en contra del maestro juegan las complicaciones derivadas de la falta de entendimiento con los productores ya que Bernstein tuvo que rehacer en tres ocasiones todo el trabajo (muestra de esos descartes y de los cortes alternativos compuestos, la presente edición dedica casi 25 minutos al final del disco 4).
A finales del siglo XVII, en los tiempos de la llegada de los puritanos al Nuevo Mundo, el reverendo de una estricta comunidad de Boston, se enamora de una atrevida mujer de ideas progresistas cuyo marido ha desaparecido en un naufragio. Esto provoca las críticas entre sus vecinos, que la siguen considerando una mujer casada hasta que se demuestre el fallecimiento del mismo. Cuando se queda encinta, la severa comunidad cuáquera en que vive la juzga y encierra, obligándola a llevar la marca del adulterio consigo. Éste es el argumento de una de las obras más reconocidas de la literatura norteamericana, “The Scarlet Letter”, trasladada a la gran pantalla por Roland Joffe en 1995. La constatación del fanatismo religioso, la apasionada historia de amor imposible entre la puritana ardorosa y el predicador lujurioso, emergen como postales de un tiempo congelado en manos de un Barry vulgar por lo afectado de su discurso. El score se edifica sobre el eco de rituales indios (“Bailando con Lobos” de cuerpo presente), colchones de cuerdas que simulan atmósferas claustrofóbicas y una prolífica dosis de almibarado romanticismo. Cóctel letal para una cinta aburrida y fallida que en lugar de centrarse en estas almas a un paso de arder en el infierno, se recrea en generar ambientes propicios para una larga siesta en compañía de la discografía completa de Andreas Vollenweider.
La partitura rechazada de Bernstein tiene todo aquello de lo que carece la de Barry: riqueza, desarrollo y profundidad. Se hacen incomprensibles las razones artísticas que llevaron a descartar el trabajo de Bernstein, porque en realidad nos enfrentamos ante una de sus mejores obra de toda la década de los 90 (época, todo sea dicho, donde no lograría reverdecer laureles pasados). El compositor de “Los Siete Magníficos” articula el score alrededor de tres continentes narrativos que le ayudan a describir: la colonia de estrictos irlandeses que llega para asentarse en el Nuevo Mundo, a la pícara puritana y su actitud independiente, y el fervor inquisitorial y religioso de sus convecinos. La adscripción irlandesa de la comunidad viene reflejada por un leitmotiv de cuatro notas que emerge en el “Main Title” y que apoyado en la gaita (“Ship”) será el mismo que Bernstein introducirá, años más tarde, en “Gangs of New York” (no se me ocurre mejor ejemplo de leitmotiv maldito). Utilizado como efecto-llamada, de esas cuatro notas partirá el tema de Hester, melancólico y flexible, adquiriendo con el desarrollo de la trama y la progresión emocional del personaje un arrebatador cariz romántico, consecuencia de sus encuentros amorosos (“Confession”, “Lovemaking”).
Junto a este maravilloso tema, Bernstein se adentra, a medida que avanza el metraje, en un sombrío y oscuro universo de introspección que alcanza sus mejores momentos cuando los coros masculinos, exhibidos en “Red Bird” (como contrapunto de la voz femenina, representación de Hester), alcanzan protagonismo y fuerza. Sobre las identificables notas del Dies Irae, Bernstein confronta el espíritu libre de su heroína al adocenado puritanismo religioso de los colonos empleando para ello técnicas propias del tenebrismo barroco (recordemos que estamos en pleno siglo XVII), a través de la fusión de luces (cuerda) y sombras (voces), o del uso de un crescendo dramático (al utilizar el color, pasa del blanco a toda una gama de negros y grises) que tiene su corolario en el violento y ejemplar “Battle”, uno de los más rotundos cortes de acción del maestro (aunque en sus primeros compases calque los pasajes iniciales de “The Pace That Kills”, perteneciente a “True Grit”).
Sólo queda aplaudir la iniciativa de Varese al recuperar tres obras hasta ahora perdidas (obviemos el lamentable bootleg que circulaba de “Natty Gann”) de uno de los grandes compositores que ha dado la música cinematográfica. Un trabajo irregular pero de un atrevimiento insólito, manjar exquisito que no siempre encuentra su punto de sazón (“Gangs of New York”), una obra formulista resuelta con oficio y profesionalidad (“The Journey of Natty Gann”) y una partitura importante, compleja y astuta, profunda y absorbente (“The Scarlet Letter”) constituyen un menú lo suficientemente suculento como para darse un auténtico festín.
28-julio-2008
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