Miguel Ángel Ordóñez
Aquella frase que daba título a la autobiografía del legendario Miklos Rozsa, “doble vida”, podría aplicarse a multitud de compositores que la pertinaz corriente popular se ha encargado de adscribir a un bando determinado, el de la música seria vs. el de la ligera, muchas veces de manera injustificada. Sin duda, el caso de Henry Mancini resulta curioso por su patronímica afiliación al llamado easy listening (vulgar refrito de música accesible y popular con vocación de ser interpretada por orquestas en salones de baile). Curioso, porque se tiende a confundir su estilo clásico, coquetamente fresco y atrevido, con una música fácil y digerible (términos usados comúnmente de manera peyorativa). No cabe duda que Mancini abrió las puertas de la música cinematográfica al gran público, demostrando las posibilidades comerciales de la edición discográfica de bandas sonoras, pero no deja de ser cierto que esas publicaciones explotaban las innumerables piezas que el maestro neoyorkino componía en forma de diégesis. Un compositor al que sobrevinieron los laureles del triunfo gracias a su participación en un género, la comedia, cuya revolución de base en los 60 (tendente a la realización de películas más mordaces, pícaras y de soterrado ingrediente sexual, en un intento por retratar verazmente la vida en pareja, principios anteriormente explorados con más gracia por maestros como Hawks y Wilder), debe mucho a la elegante aplicación de un universo musical de naturaleza popular y melódica que Mancini se encargó de establecer en punto de referencia del género. Pero, no debemos olvidar que los primeros pasos de Mancini en el cine, tuvieron lugar en las cintas de terror que realizara la Universal mediados la década de los 50, ni que su dilatada carrera se cimienta en obras de todo tipo, cintas que si lo permitían demostraban la capacidad camaleónica, dramática y experimental de este genio musical.
Esa filiación, casi fóbica, de Mancini a la comedia (hasta el punto de asociar irremediablemente su imagen al género), es la principal razón de su participación en esta paródica “Sin Pistas”. Un filme que explora con indudable gracia la irreverente teoría de otorgar la capacidad deductiva y el sagaz apetito detectivesco al secundario Dr. Watson (Ben Kingsley), frente a la cómica y ebria condición de actor descerebrado del héroe por excelencia de Conan Doyle, Sherlock Holmes (Michael Caine). Sherlock ejecuta un papel diseñado por el verdadero y anónimo héroe, el Dr. Watson. Un híbrido de comedia y thriller que permite a Mancini moverse con soltura dentro de un clasicismo ligero y victoriano, repleto de elementos cómicos.
Para ello, respeta los cánones clásicos del género detectivesco, situándose en el plano del espectador y empleando leitmotivs asociados a personajes, con los que pretende fijar la atención en los hechos, ayudar a posicionar esta vieja historia de buenos y malos en el subconsciente del público. Se limita, pues, a seguir a la perfección a la trama, sin interés por adelantar acontecimientos, subrayando y describiendo lo que el espectador observa, adoptando su punto de vista.
El indudable protagonista es Holmes, personaje al que otorga el tema central de la cinta (“Main Title”), una alegre y vivaz melodía que entronca con el sainete, con la teatralidad de la propia interpretación de Caine, fusionando su condición de héroe victoriano con su posición de destartalado actor que desempeña un papel. Mezcla, por tanto, componentes discretamente épicos con elementos puramente cómicos, potenciando los componentes que de engaño, de farsa, ostenta el personaje. Si Mancini describe fielmente a Holmes, también se luce en la aplicación de un tema sibilino, oscuro y amenazante para el malvado Moriarty (“Enter Professor Moriarty”), o con la introducción de otro de cariz romántico y fugaz asociado a la bella Leslie (“Pretty Young Thing”), aquí con una sutil utilización del contrapunto sonoro, al confrontar su condición ingenua y angelical (principios en los que basa el tema) a su verdadera naturaleza descocada y vulgar (Holmes observándola en ropa interior a través de la cerradura de su habitación). Aquí, el engaño, la estafa, a diferencia de su inserción en la célula motívica de Holmes (forma parte de la raíz del tema), se establece con la contraposición de la música asociada al personaje y las imágenes construidas por Eberhardt.
Un cuarto tema, pleno de comicidad y apoyado en la madera (recurso habitual en el compositor), es aplicado por Mancini a la sucesión de pesquisas que afronta Holmes para desenmarañar el misterio (“Super Sleuth”, “Clueless”, “Woo”). El “tema de las pistas”, de cariz burlesco, pone al descubierto la nula capacidad deductiva del personaje, sirviendo de base a la contraposición entre el verdadero detective (Watson) y el embaucador actor (Holmes). Genialmente establecido en el subconsciente del espectador, su utilización acaba por acompañar los momentos más divertidos y cómicos de la historia, aquellos donde la ligereza de la deducción se contrapone al verdadero avance en la investigación (el que realiza Watson, sin subrayado musical alguno).
Resulta curioso, como el verdadero héroe de la trama, el Dr. Watson, carece de tema propio. Con ello, se logra potenciar la sensación de desamparo, de confinamiento a un segundo plano, que define al personaje. Tan sólo al final, cuando Holmes le da el protagonismo merecido, informando a la prensa de su naturaleza heroica y necesaria para la resolución del caso (situándolo en primer plano), Mancini construirá una melodía noble y heráldica que le identificará como protagonista real de la trama (“My Friend Watson”).
Sin tratarse de una obra sobresaliente en la carrera de Mancini, este “Sin Pistas” nos demuestra su indudable talento para el dominio del lenguaje cinematográfico. Una obra sencilla y eficaz donde prima el buen gusto, ingrediente necesario para conseguir la complicidad del espectador en esta simpática e irreverente cinta.
3-diciembre-2007
|