Miguel Ángel Ordóñez
“Leones por corderos” es cine doctrinal en estado puro. Redford reflexionando sobre el miedo de la sociedad americana al terrorismo y sobre las guerras planteadas para defender la posición predominante de la primera potencia mundial. Éste, plantea sabiamente los puntos en conflicto y pretende, con su discurso, mover las conciencias de sus conciudadanos. Para ello recurre al viejo truco de filmar, casi en tiempo real, tres hilos narrativos (dos de ellos de “despacho”) donde involucra a los estamentos que influyen sobre la opinión pública. Por un lado el medio académico, donde un profesor (el mismo Redford) intenta inculcar los valores de cambio a un alumno aventajado. Por otro, acudiendo a la propaganda de un nuevo plan bélico que un senador americano (Cruise) expone a una afamada periodista (Streep). Por último, enfrentándose al cuerpo a cuerpo, al campo de batalla en Afganistán, ese cementerio donde los soldados, enviados por el alto mando como corderos, deciden luchar con espíritu de leones.
Una película que permite reflexionar a su vez sobre la función de la música cinematográfica. El cine no deja de ser un arte formado por un conjunto de disciplinas que se ponen a su servicio. La fotografía, el montaje, la dirección artística, el sonido, el guión, la interpretación, la producción, la música… unen esfuerzos para la consecución de un único fin, compacto, homogéneo. Desde ese punto de vista todos los elementos son necesarios para la perfecta armonía del todo. Ahora bien, en determinadas películas y dependiendo de factores ya sean subjetivos o meramente objetivos, hay disciplinas a las que se dota de una presencia e importancia mayor respecto del conjunto, siendo percibidas desde una posición jerárquica por el espectador. En una película de época la dirección artística deberá aportar un ingrediente necesario de autenticidad básico para hacer creíble la historia, mientras en una película de formato teatral, la interpretación y el guión serán la base sobre la que se sostenga la función.
Con ello, existen toda una serie de cintas donde algunas disciplinas funcionan como materias que se sitúan en un plano meramente estético dentro de su empleo obligatorio y necesario (la música es una de las contadas disciplinas que en abstracto no es vital para la realización de una película). En “Leones por corderos”, la raíz del relato se centra deliberadamente en la interpretación y el guión, de suerte que la fotografía, el montaje o la música podrán ser más o menos llamativos sin que el discurso se vea resentido en exceso.
Como les comentaba hace bien poco con motivo de la reseña de “En el Valle de Elah”, Mark Isham se encuentra en ese peligroso filo de la navaja que en términos cualitativos puede desembocar en un salto mortal al vacío creativo. A medida que le han crecido los encargos, ha ido disminuyendo proporcionalmente su talento (más allá de sus limitaciones de base). Aquí, Isham parece perdido ante el ampuloso discurso de Redford. Su cine-denuncia relega a la música a una labor de acompañamiento, de modo que Isham debe conformarse con esa funcionalidad estética de la que hablaba (mostrar sutilmente aspectos que la trama no sitúa en primer plano o al menos no condicionar decisivamente la interpretación de la escena).
El problema radica en que Isham no parece sentirse cómodo con el aislamiento al que Redford le somete. Principalmente, porque se limita a centrarse, con un pobre empleo de recursos, en subrayar aquello que de por sí es obvio. Frente a la casi completa nulidad de música en las dos parcelas fílmicas que se centran en las conversaciones de despacho (algún colchón de cuerdas con discreto acompañamiento coral subraya los momentos álgidos del discurso de Cruise y Redford, al menos aquellos donde se apela a la lucha por la defensa de las ideas), Isham nos machaca insistentemente con un score ambiental donde prevalecen las percusiones electrónicas para enfrentarnos a la idea de violencia y peligro que sufren los soldados en pleno campo de batalla. En todo momento se observa la absoluta falta de necesidad de recalcar lo evidente, más aún cuando los bruscos cambios de escenario realizados por Redford a través del montaje, logran provocar el contraste de la lucha dialéctica con la meramente física. Es por ello, que el horizonte estético donde Isham debería haberse situado es suplantado por la contraproducente colocación de la música en un plano de necesidad. Más aún cuando “Leones por corderos” demuestra ser el tipo de película que debería optar simplemente por la inclusión de música en aquellos momentos que, “físicamente”, ésta lo demande.
Cuando Redford abandona sus conversaciones de salón y la película afronta mecanismos puramente cinematográficos (aquéllos donde el discurso es sustituido por una auténtica planificación visual, por ejemplo los últimos diez minutos) es donde Isham se muestra más acertado. No porque su discurso sea especialmente atractivo en términos musicales, sino porque logra emocionar con ese limitado discurso tonal, sencillo, aportando un emocionante crescendo de cuerdas para el climax de la cinta (que no es cuestión de desvelar). Sobresale simplemente porque ha llegado el momento en el que la música alcance una condición de necesidad, adquiera en una palabra, sentido. Frente al discurso rodado desde una estética documental que ha prevalecido en las ¾ partes del filme, Redford busca la empatía del espectador (toma partido), enfrentándonos a la muerte en directo, al espíritu guerrero de los peones de una guerra movida desde despachos.
“Leones por corderos” es un score que necesitaba subrayar diez minutos de película, de forma eficaz y honesta (en ese punto no puede haber quejas hacia la labor de Isham). El mal endémico del actual cine americano (exportado a muchas otras cinematografías, incluida la española) tiene lugar cuando se intenta aislar a la música cinematográfica en un ghetto funcional donde poco o nada contribuye su valor artístico. En “Leones por Corderos”, Isham se limita a dar continuidad al montaje en paralelo de los tres hilos argumentales a través de sus austeras notas, y lo que es peor, pretende, en vano, dinamizar una trama discursiva poniendo el máximo empeño en que los 85 escasos minutos de película no parezcan excesivos. Con ello contribuye a crear impostura dentro de una cinta que por momentos consigue hablarnos de verdad y a la cara.
26-noviembre-2007
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