Miguel Ángel Ordóñez
John Huston, director personal y visceral donde los haya, puede alardear de haber retratado mil y un géneros pasando de puntillas por sus mecanismos definidores, por aquellas características que rigen su pertenencia a un campo u otro. Dejando a un lado las ecuestres aportaciones y los paisajes semidesnudos que pueblan su acercamiento al Oeste americano, punto de partida de sus magníficas “El tesoro de Sierra Madre”, “La roja insignia del valor” y “Vidas rebeldes”, el director se enfrentó dos veces a un género al que regaló sendas visiones provocadoras y astutas: un retrato antirracista y trágico narrado con aplomo (“The unforgiven”) frente a una parodia insólita de narración libre y arriesgada (la que nos ocupa “The Life and Times of Judge Roy Bean”).
Situada en su filmografía entre la magnífica “Fat City” y la irregular “El hombre de Mackintosh”, segunda de las colaboraciones del trío Foreman-Huston-Newman, “El juez de la horca” es una extravagante propuesta narrativa que destila gran parte del humor negro que siempre acompañó al de Missouri. Sirva de ejemplo la presentación con la que Huston abre sus “Memorias”: "Ninguna de mis esposas han sido ni remotamente parecidas a las otras….. y ciertamente ninguna de ellas se parecía a mi madre. Forman un grupo heterogéneo: una colegiala; una dama; una actriz de cine; una bailarina y un cocodrilo". No resulta extraño que el salvaje Oeste retratado en “El juez de la horca” traspase todos los límites imaginables de ponderación y riesgo. Una película canalla rodada con un vitalismo y una sorna impropia de un caballero de 66 años, dinamitación de un género perpetrado por un guionista llamado a labores mayores (John Milius) y cuyos destrozos en el guión provocaron su enemistad con Huston. Porque, en el fondo, éste demuestra no estar interesado en las pautas de comportamiento de sus personajes, sino en sus códigos morales, echando la vista atrás sobre un paisaje sublimizado donde todo es posible por rocambolesco que sea: la adopción de un oso con fijación por la cerveza; el ahorcamiento de un pistolero racista incapaz de aceptar su sentencia porque la ley “no recoge que sea delito matar a negros y mejicanos”; la infamia desternillante de un villano único, Bob "el malo”, pistolero albino (magistralmente retratado por Stacy Keach) que demuestra su falta de escrúpulos bebiendo directamente de una cafetera hirviendo o indicándole a uno de los alguaciles tras haber matado a un caballo, que “se lo cocine muy hecho y con cebollas”.
Los dos western de Huston tampoco han tenido un tratamiento musical anclado en los cánones del género. Frente al fornido y violento mesticismo introducido por Tiomkin en “The Unforgiven”, el compositor francés Maurice Jarre se aleja de sus étnicas incursiones de naturaleza mejicana (de entre las que destaca su redonda “Villa Rides!” y en menor medida “The Professionals”), para realizar un trabajo que lleva indudablemente su sello y que sólo vagamente sitúa la historia en una geografía concreta (Texas). Tan insólita como el filme, la música de Jarre presenta una clara irregularidad, logrando sus mejores momentos cuando el relato tiende a mitificar a los personajes (“Justice”), mostrando cierta indolencia en los pasajes mas cómicos y sorprendentes de la acción.
Gracias al tono fronterizo del filme (Méjico se ha mostrado siempre apropiado a las armonías del francés), Jarre adopta para la ocasión su personal sentido del ritmo y el color (inquebrantable a lo largo de su extensa carrera, salvo excepciones como la claustrofóbica y reivindicable “The Collector”). Esos compases deudores del vals clásico, tan definidores de su estilo, forman la base de los temas que acompañan al mítico Roy Bean (figura rescatada del olvido por Wyler en “El forastero”) o al garboso oso borracho que adopta (impagable ese montaje burlón donde la canción “Marmalade, Molasses and Honey” interpretada por Andy Williams, retrata el creciente amor entre María, Roy y el oso, con una estética propia de los 70), constituyéndose en los leitmotiv más identificables del score. Simples y poco elaborados, Jarre tampoco rehuye de establecer una serie de motivos secundarios que complementan la acción y cuya naturaleza considero discutible, pues bordean la frontera de la comedia quedando despojados de la sutil doble lectura, puestos al servicio de la acción que no de la ética moral del personaje, incidiendo en exceso en la parodia, convirtiendo a los protagonistas en simples caricaturas de una época, despojados del indudable respeto que Huston demuestra por ellos (lo cómico reside en el ejercicio de mitificación al que son sometidos, llegando incluso sus voces procedentes de ultratumba a salpicar la acción): Bob "el malo" es retratado con agresiva percusión sobre glissandos en las trompas (figuras ya aplicadas por Jarre en su “Red Sun”) (“Bad Bob”) o el reverendo Lasalle con un sarcástico himno para trombón y órgano (“Reverend Lasalle”).
Mucho más interesante se muestra Jarre en la aplicación de los alienígenas sonidos que abren y cierran la cinta, prólogo y epílogo donde enmarca Huston la historia de su juez. Primero reflejando el tono inhóspito del Río Pecos (“Judge Roy Bean´s Theme”), posteriormente otorgándole el componente mítico a Bean en la escena final del incendio (“Justice”), demostrando con sutileza que el período de florecimiento de la ciudad ha dejado paso, de nuevo, al árido y descarnado paisaje inicial.
Primera de las colaboraciones de Maurice Jarre con Huston, “El juez de la horca”, dentro de su destacable acabado, puede considerarse la menos interesante de todas. Una relación de creciente interés que nos regalará tras la oscura y compleja “El hombre de Mackintosh”, una de las grandes obras del francés, “El hombre que sería rey” (me niego a utilizar el absurdo título aprobado por la censura española), punto de encuentro satisfactorio de dos personalidades que retratan con toque magistral la exaltación del triunfo en el fracaso, huyendo del discurso explícito para lograr la última gran película de aventuras que descansa en la sabiduría del contador de historias, muy lejos de las nuevas incursiones que en este género han perpetrado posteriormente los que José María Carreño define como hijos de la Coca-Cola y la televisión.
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