David Serna
Por mucho que se repita y se insista en ello, no deja de sorprender el apabullante nivel que Jerry Goldsmith alcanzó en la segunda mitad de la década de los 70 en más de una docena de bandas sonoras que permanecen impolutas entre las más admiradas por los muchos seguidores del maestro y, prácticamente, por cualquier aficionado a la música de cine. Si a uno le preguntan por sus cinco partituras favoritas de Goldsmith, invariablemente siempre surge un “Alien”, un “Star Trek”, un “The Boys From Brazil”, un “Islands in the Stream”, un “The Omen” e incluso otro tipo de banda sonora menos famosa pero tan extraordinaria como las demás, caso de “The Great Train Robbery”, “Capricorn One” y hasta una de las más infravaloradas, “Magic”, en parte porque hasta que Varèse Sarabande no la editó en su selecto club no había manera de acceder a ella exceptuando aquellos seis temas recogidos en el legendario (y ultracopiado por todos) “Tribute to Jerry Goldsmith” que ponían la miel en los labios sin dejar endulzar plenamente el ansioso paladar de los aficionados. La edición limitada de Varèse suplió una de tantas lagunas pendientes para los coleccionistas y casi completó (“casi” puesto que esa joya llamada “Players” aún sigue inédita) el cupo de genialidades compuestas por el autor de “Patton” en aquella época, tan rebosantes de inteligencia, fuerza y sentido del espectáculo.
El espectáculo de “Magic”, a diferencia de obras como “Star Trek”, no reside en grandes melodías o temas de acción ejecutados por una ampulosa orquesta, sino en la manera en que Goldsmith asimila el argumento de la película (la inquietante historia de un ventrílocuo y la extraña relación que mantiene con su muñeco) y minimiza sus recursos musicales en función de quiénes son los personajes y lo que hacen. Aunque sea una simple criatura de madera y trapo, Fats tiene tanto protagonismo en la película que Goldsmith no se basta con tenerlo en cuenta: su presencia modifica el rumbo de la música agrietándola y desviando su aparente tranquilidad hacia lo macabro y terrorífico. La paranoica relación vital que Corky (Anthony Hopkins) mantiene con su muñeco, un alter ego cuyo vínculo existencial muta de los escenarios a la vida real, provoca que Goldsmith interrumpa lo que debiera ser el desarrollo “normal” y “previsible” de la partitura (música melódica y radiante para el romance que Corky mantendrá con una vieja amiga, temas más intrincados y complejos para exteriorizar su locura…) haciendo que Fats se constituya en una representación de lo maligno. ¿Cómo lo hace? Asociando el sonido de una armónica (y en menor medida del piano) al muñeco y logrando que la obsesiva repetición y variación de un par de notas, sopladas con insistencia y mala uva, se entrometan en los acontecimientos, deformándolos y haciéndolos menos tranquilos de lo que parecía insinuar la melodía principal.
Porque, en efecto, el tema principal de los créditos (“Main Title”) sería una melodía sugerente y de lo más apacible de no ser por la aparición, antes incluso de su arranque, de la armónica, de unas inquietantes cuerdas y del siempre latente piano: una melodía que perfectamente podría definir la personalidad de Corky (una aparente normalidad bajo la cual parece esconderse algo) y que desprende hasta un cierto aroma sureño, que la armónica resaltaría aún más de no ponerse de parte de Fats ya antes de que comience la película, aportando una sensación de intranquilidad a la cristalina placidez de la música y sonando nuevamente al final de la pieza. No volverá a escucharse una sola nota hasta pasados 13 minutos, momento en que la historia necesita puntualizar algo que las imágenes ya muestran pero cuya importancia debe adelantar la música: el instante en que Corky y Fats, acabado el espectáculo de magia que puede conducirles a actuar en un programa de televisión, se ponen a hablar a solas en su camerino. Es evidente que Corky o está divirtiéndose con su muñeco o puede tener algún problema mental. Si la música fuera juguetona, el espectador se decantaría por lo primero. Pero aunque el tema acaba siendo aliviador y bello, la reaparición de la armónica y las cuerdas no hacen más que confirmar lo siniestro y macabro del asunto, en una pieza de tan sólo 22 segundos que no viene recogida en el disco de Varèse pero resulta más que pertinente en la asociación de esa música a los personajes.
La negativa de Corky a que la compañía de televisión que le va a contratar le haga un reconocimiento médico y su posterior huida de la ciudad queda ilustrada por Goldsmith mediante una música para cuerdas más tensa y nerviosa (“Corky´s Retreat”), que adelanta todo lo malo que está por venir, aunque rebaja su intensidad cuando Corky visita el pueblo en el que se crió y vuelve a sonar su tema (el de los créditos). El hecho de que la armónica se entrometa en la melodía, subrayando su ejecución en las cuerdas, es revelador: Corky y Fats siempre han sido y serán la misma persona, por lo que resulta coherente que el instrumento que caracteriza a Fats forme parte de la música de Corky. Tal asociación asoma de nuevo cuando el ventrílocuo y su muñeco se instalan en un hostal cercano a un lago (regentado por el antiguo amor de Corky, ahora casada) y éste sigue actuando como si viviese permanente sobre los escenarios, haciendo que Fats le hable desde su maleta (“Didn´t Remember Me”). No obstante, tras la reaparición de la armónica y las cuerdas, Goldsmith sorprende con un tema de amor para Corky y Peggy Ann (Ann-Margret) cuando ella revisa un álbum de fotos después de haber alojado a su inquilino en una casita cercana al lago. Utilizando piano y cuerdas con diferente intensidad (incluso la propia armónica en “Memories”) y cogiendo las cuatro primeras notas del tema principal, Goldsmith expresa en varias secuencias un amor imposible (ese que nunca tuvieron, ese que parece que no tendrán ya que ambos piensan que el otro no le ha reconocido y ese que, a la postre, Fats nunca aprobará) hasta encauzar el love theme hacia su momento cumbre.
Una vez Corky abusa de la ingenuidad de Peggy conquistándola con uno de sus trucos de cartas, llega uno de los grandes momentos musicales de la película y una de las escenas mejor musicadas de toda la filmografía de Goldsmith (“Appassionata”). Mientras se besan y hacen el amor con una bellísima exposición en las cuerdas del love theme, el compositor irrumpe en su pasión volviendo a ponerse del lado de Fats cuando el montaje se interesa extrañamente por el muñeco, sentado de espaldas al dormitorio en la habitación contigua, en tres inquietantes planos cada vez más cerrados y Goldsmith permite que Fats se apodere plenamente del tema de amor, deformándolo y haciéndolo cada vez más tenebroso con las acotaciones de la armónica en lugar de mantenerlo encendido y apasionado. El compositor resuelve la escena de la mejor manera posible (la hace intensa y romántica hasta que el espectador comprueba que Fats jamás consentirá esa relación) y demuestra, una vez más, lo cinematográfica que resulta la buena música de cine: aquella que hace más entendible para el buen oyente (el buen espectador ya lo sabe) que una música compuesta para una película, al margen de que pueda escucharse fuera de ella, es, ante todo, cine. Y lo consigue con pleno conocimiento de causa: basta visionar la secuencia sin sonido para darse cuenta de que la música, más que en ninguna otra escena del filme y de otros muchos filmes, alberga no sólo el peso emocional que envuelve y excita a los personajes sino más del 50% de la información de la que el espectador necesita disponer.
Asumido que Fats no puede conducir a nada bueno, su aparición en pantalla no dejará de ser subrayada por Goldsmith con la armónica o el piano, pero siempre a partir de ese par de notas con las que juguetea para estropear y entorpecer el curso de los acontecimientos, ya sea la relación entre Corky y Peggy (brevemente al final de “Let´s Take Off”, cuando llega a su habitación y se pone a hablar con el muñeco) o incluso la propia carrera profesional de Corky ante su descubridor, Ben Greene (Burgess Meredith), cuando éste le encuentra hablando a solas con Fats y se ofrece a ayudarle (“One Chance”). A partir de aquí, la influencia del muñeco será aún mayor en lo que está por suceder (aplíquese lo que ocurre con Fats mirando por la ventana en “The Lake” o, muy especialmente, lo que él mismo protagoniza en la magnífica y memorable escena de “Duke´s End”) y que nadie va a tener la indecencia de destripar aquí (lógicamente, más allá de lo que pueda derivarse de un corte titulado “Duke´s End”…), teniendo en cuenta lo poco o nada vista que es la película (malamente editada en España, sin respetar el formato original y sin opciones de subtítulos) y lo realmente curiosa y simpática que resulta, escrita por el grandísimo William Goldman (“Butch Cassidy and the Sundance Kid”, “Marathon Man”) y dirigida por un Richard Attenborough cuyas películas posteriores, siempre ambientadas con buenas partituras, difícilmente hayan alcanzado nunca un nivel de entendimiento y aplicación musical tan grande como el logrado en “Magic”, filme y banda sonora urgentemente a reivindicar.
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