Miguel Ángel Ordóñez
Hay directores que cuentan con un especial gusto para añadir a sus películas un score que rinda culto a la melodía, un tipo de cine sensible y épico que se convierte en terreno abonado a partituras que cultivan lo bucólico, piezas sensibles o grandilocuentes de fuerte raigambre emocional que hacen las delicias del aficionado medio. El australiano Simon Wincer es uno de ellos. Su nombre en la dirección es sinónimo de trabajo musical amable y distintivo. Compositores australianos como Brian May (“The Last Frontier”), Mario Millo (“The Lighthorsemen”) o Bruce Rowland (“Pharlap”, “Lightning Jack”), de la talla internacional de Basil Poledouris (“Lonesome Dove”, “A Quigley Down Under”, “Free Willy”, entre otras), Marvin Hamlisch (“D.A.R.Y.L”), David Newman (“Operation Dumbo Drop”, “The Phantom”) y jóvenes compositores como Hummie Mann (“P.T.Barnum”) o Eric Colvin (“Monte Walsh”), han dado de lo mejor de si mismos con este algo simple, pero hábil artesano preocupado por cultivar un cine de paisajes abiertos donde el músico explora territorios emocionales desde un prisma honesto y elocuente.
El compositor de Detroit Laurence Rosenthal, con el que Wincer ya había colaborado en algún episodio de la serie “El joven Indiana Jones”, es el encargado en esta ocasión de acompañar la historia de una familia australiana que vive de su granja, aislados del mundo exterior y cuya felicidad, con la llegada de una hija perteneciente al primer matrimonio del padre, será puesta a prueba tras sacar a flote algunos secretos enterrados en el pasado.
El score de Rosenthal es deliberadamente “old fashioned”. Acudiendo a las cadencias y formas que sustentaban el intrincado paisaje psicológico de uno de sus grandes trabajos, “The Miracle Worker”, Laurence establece como modus operandi el empleo de una simple escala diatónica, sobre la que construye un dulce compendio de temas que invitan a la calma, al sosiego, patrones bajo cuyo sustrato el compositor pretende estimular a la reflexión, a la introducción sutil de pautas tensas y frías que abocan a elementos represivos, a la falta de comunicación entre los integrantes de la familia. Una tensión que Rosenthal insinúa en bellísimos cortes como “The Cave Painting” o “You Looked For Me” y que expone mas abiertamente en pasajes como “The Fire” y “The Hatchet”.
Dos temas principales, ambos de tono melancólico, permiten a Rosenthal potenciar el drama como elemento cardinal de la obra. Sin asociarlos a personajes, sino mas bien a situaciones, el primero se expone al inicio de la edición en “Willy Nilly”, la encantadora granja que sirve de corolario a un determinado estilo de vida, idílico y feliz. Un tema con cierta dosis de magia sobre el que se solaparan componentes inocentes y gráciles con la llegada de la hija del anterior matrimonio del padre (“Lara Arrives”). Una melodía que tiende a mostrarse noble y sólida (“The Dingo”). Junto a la misma, el tema de amor con un hiperromantizado empleo de la cuerda se expone arrebatador y nostálgico (“The One I Love”, “Dad´s Home”, “Meeting”), y que secundado en ocasiones por el piano otorga un cariz de marcada tristeza a los acontecimientos (“You Looked For Me”).
Rosenthal introduce elementos que suavizan el carácter dramático de su música. Una divertida y vitalista danza emerge en el espléndido “Driving Lessons”, mientras que el desarrollo de la acción en Australia le permiten el empleo del didjeridoo, especie de trompeta del norte de la isla que puede considerarse uno de los instrumentos mas antiguos del mundo y el principal de los aborígenes australianos. Precisamente la presencia de uno de estos sirve de excusa para su utilización en “Wise Aborigine”, sirviendo de cierre al poético y lírico “The Cave Painting”.
“The Echo of Thunder” es un buen score que revela la personalidad de su autor, un trabajo que asalta los mecanismos fariseos de la música cinematográfica actual. Anacrónico en unos tiempos que corren dominados por texturas unidireccionales, Rosenthal dirige su mirada al pasado, a aquellos días de vino y rosas que hoy han perdido toda su vigencia. Culpas del progreso, el enemigo máximo de la memoria.
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