Miguel Ángel Ordóñez
Thomas Newman ilustra el perfecto ejemplo de la evolución artística que han sufrido los mejores compositores que ha dado la música de cine en los últimos 20 años, talentos que demostraron tener algo nuevo que contar o que lo han hecho utilizando un lenguaje renovado. Como Goldenthal y Shore, Newman es un auteur reconocible, imaginativo, siempre personal, cuya situación ha virado drásticamente debido a la importancia de las estadísticas en el cruento cine comercial americano de nuestros días. Convertidos en sombras de lo que fueron (basta echar un vistazo al “Hugo” de Shore, tan manierista y endeble, sostenido sobre una cansina sucesión de patrones rítmicos que ocultan el trazo, la caligrafía, el nombre), todos estos grandes maestros parecen haber claudicado ante un mundo incapaz de recordar sus hazañas. Desertores, ahora se limitan a cumplir expediente, a pasar página, esperando el proyecto que les ayude a despertar de su hibernación. Montados a lomos de su lustrosa bicicleta suben el puerto con el pelotón de cola, respaldados por un palmarés impecable, enarbolando sus derechos a una pensión vitalicia. Como marqueses en sus castillos de naipes, asisten al desfile de mediocres que venden bocatas de mortadela a precio de caviar a un público ansioso por alabar la nueva moda que luce el traje del emperador. Ya no reviste ninguna importancia morir de pié como los grandes, a no ser que de verdad se sea uno de ellos. Sólo queda un héroe.
El otrora autor de obras maestras incontestables como “The Good German” o “American Beauty”, santo y seña de toda una generación llevada al cadalso de manera prematura, a la francesa, parecía reducido a pieza de museo en los últimos años, relegado a una insulsa deja vu artística alimentada por los amigos de siempre, esos que nunca fallan en los momentos de apuro y que te dan el golpe de gracia en los verdaderamente desesperados. Para llevarnos la contraria, en el 2011 asistimos a nada menos que cinco proyectos (uno de ellos pendiente de estreno en España) con su firma. Oportunidades perdidas. De la vigorosa excentricidad como recurso manifestada en “La Deuda”, nada queda en la anodina y vulgar “Destino Oculto”, donde sus gélidas texturas modernas, sin alma, disfrazan un guión estúpido y manipulador. Para el sleeper del año, “Criadas y Señoras”, esa sobrevalorada memez sobre barbies estiradas y negras adorables, Newman pretende recuperar posiciones en la industria. El trabajo es tan ineficaz e irrelevante que desnuda aún más las costuras de una cinta que huele a burguesía hortera y ultraconservadora acudiendo a misa los domingos.
Con “The Iron Lady”, afortunadamente, Newman da muestras de una ligera mejoría, a pesar, y ahí radica la sorpresa, de tratarse de una obra menos personal, una mixtura de ambientes sintéticos, a veces estratificados en capas de sonidos (“Grand Hotel”), sobre una propuesta orquestal de fuerte musculatura y reminiscencia elgariana: neomodernismo electrónico vs. conservadurismo ceremonioso. Aunque las dos cualidades puedan entrar en contradicción, ésta no se produce porque Newman, inteligentemente, subordina ambas a las funciones estéticas, les otorga una estricta función utilitarista. Parece no tener esa necesidad, avasalladora en otras ocasiones, de enarbolar el pendón del galgo y salir zumbando para sentirse libre de ataduras. De ese maximalismo sale triunfador porque, además de gustarse, Newman pasa de un mundo a otro con elegancia, con ese aire que da la distinción y el saberlo perfectamente. Deambulando entre naturalezas muertas, es decir los cuadros narrativos de esta insoportable película sobre la vida y milagros de una inofensiva Margaret Thatcher, imaginada con pañuelo a la cabeza, chochona y comprando leche en un súper por una Meryl Streep con aires de divismo, Newman arranca como siempre, anclado en bases arpegiadas y pizzicati de maderas sobre, esta vez, una mínima célula motívica de dos notas asociada al personaje (“MT”). Con ello recrea un ambiente neutro y distanciado respecto de la líder conservadora mostrándola como mujer anónima, un retrato personal sumamente alejado de la figura política en la que se adentra de manera más superficial y épica. La táctica permite, sin ninguna sutileza, un ejercicio de manipulación atroz del que se sirve su directora para divagar largo trecho sobre la naturaleza humana de una primera ministra trivial que en lugar de gobernar aspira a entonar un alegato feminista barato, de folletín.
Aunque la escritura de Newman sea precisa y exquisita, a uno le queda la sensación de que no acaba de sentirse a gusto con los tempos empleados. A veces demasiado despacio, otras demasiado aprisa, parece buscar posibilidades para sacar de su música lo que nunca tuvo ni hubiera querido tener. Pero a pesar de que estéticamente la obra resulta dispersa y algo estereotipada, Newman saca buen partido a sus interpretaciones (no cabe duda que a ello contribuye su orquestador, el compositor J.A.C. Redford), en cortes como “The Great in Great Britain”, “Swing Parlament” y especialmente “Discord and Harmony” (las más elgarianas del repertorio). Otras veces asoma en él una nueva y misteriosa tendencia populista, ya insinuada en “La Deuda”, que desemboca en una insólita pieza de rock sinfónico (“Community Charge”) tan vistosa como irrelevante. A la vista de estos acontecimientos, “La Dama de Hierro” no deja de ser una obra moderna en metros clásicos, pero no tiene intención de ser una nueva reinvención de su autor, ni significar en lo posible el comienzo de un nuevo pensamiento musical ni una muda de piel. Al contrario, encorsetada en este olvidable biopic parece, más bien, aludir a deformaciones y caricaturas, a un no se sabe qué capaz de respirar como drama cotidiano, thriller político, filme feminista y comedia romántica sobrenatural. Demasiados géneros como para tomarse todo en serio.
10-febrero-2012
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