Miguel Ángel Ordóñez
En 1924 el director Fritz Lang y el productor Erich Pommer eran enviados por UFA, el mayor estudio alemán, a Estados Unidos para analizar las nuevas técnicas cinematográficas del mercado americano. El impacto que causó en el cineasta la llegada al puerto de Nueva York una oscura noche de octubre, con vistas a enormes rascacielos y millares de ventanas iluminadas, supone la génesis de su más costoso proyecto para el estudio, la megalómana “Metropolis”, historia urdida por su mujer, la guionista Thea Von Harbou, donde una ciudad futurista es sostenida por una clase obrera que vive en su subsuelo sometida a la dictadura de las máquinas, peaje necesario para la digna vida de las elites. Aunque Lang se desmarcó de ella en numerosas ocasiones, su ideario germánico le sirvió pocos años después para ser considerada una de las obras de referencia del nazismo, la alegoría de una nueva Alemania que en plena República de Weimar se hallaba sumida en profundas luchas sociales y económicas. Hitler las borraría de un plumazo con la constitución del Tercer Reich tomando como modelos culturales a Wagner y al cine de Lang y su esposa. Muestra de ello, el antisemitismo de Thea Von Harbou emerge en la película con el diseño de una estrella de David que preside, en forma de orla, la creación del hombre-máquina, el híbrido destructor de la mismísima raza humana.
Aunque como señala H.G.Wells la película administra una proporción inaudita de sandeces, estereotipos y banalidades, resulta uno de los filmes más inmortales de la historia del cine, quizás porque su acción parte de un llamativo conglomerado de aspectos arrancados del expresionismo (la relación padre-hijo, la escenografía del mundo subterráneo), de la nueva objetividad (el interés por el futuro y las máquinas) y de la literatura más insustancial. Por encima de todo, “Metrópolis” es recordada por la concepción de su director artístico, Otto Hunte, al que el mismo Buñuel dedica una glosa de entusiastas halagos cuando dice que “el cine se convertirá en el intérprete fiable de los más osados sueños de la arquitectura”. Sin embargo, no puede obviarse en un análisis más crítico la simpleza de su discurso simbólico. Aunque Lang da rienda suelta, como en “Los Nibelungos”, a una ambientación estilizada, la cinta carece de una base con verdadero sentido, apenas se sostiene. Como apunta Michael Töteberg, entre las temerarias máquinas y los grandiosos edificios se mueven personas que no parecen sacadas de la vida real sino de las novelas ilustradas románticas.
Amigo personal de Thea Von Harbou, hasta el punto de pasar ambos (añadiendo sus respectivas parejas, Charlotte Linding y Fritz Lang) las noches culturales del Berlín de los años 1920, el músico Gottfried Huppertz lleva a cabo en “Metrópolis” un flamante trabajo que puede incluirse entre las mejores partituras creadas para el cine mudo. En ella se muestran no sólo avances inauditos hacia la narratividad con el establecimiento de multitud de puntos de sincronización respecto de la imagen, sino un ferviente deseo de organizar la composición en base a leitmotiv y citas a otras obras musicales (el Dies Irae y La Marsellesa, por ejemplo), estableciendo alrededor de esa estructura una remarcable relación entre los temas individuales y el contexto dramático en el que son aplicados. Pero también, la partitura despierta especial interés por ser hija de su tiempo, de ese ideario pangermánico con el que Von Harbou alienta el nacionalismo de una sociedad en bancarrota moral, abierta de carnes a una asfixiante crisis financiera, ansiosa por alimentarse con la sangre de los que hacen fortuna en un país que sufre una deflación brutal (si en 1923 el marco se cambia a 7.3 dólares, pocos años después un dólar supone más de 6 millones de marcos, lo que contribuye a que los extranjeros compren por un puñado de monedas, grandes propiedades en la Alemania prenazi).
En la cultura musical del Berlin de 1927 cohabitan tres movimientos estéticos que obtienen una fiel traslación en “Metrópolis”, tendencias todas ellas de las que Huppertz saca partido ideológico, politiza acorde a las aspiraciones nacionalistas de Von Harbou. El expresionismo, representado en las ideas atonales y dodecafónicas de Schoenberg y sus acólitos, tiene una breve irrupción en el ideario musical de la película a través del empleo de rítmicos ostinatos y de acordes resueltos en ligera tonalidad disonante como respuesta autómata, deshumanizada, al mundo de las máquinas, a esa representación de la nueva objetividad (“Maschinen”, “Maschinenhalle – Moloch”) que respira en los límites de la tonalidad. Frente a ella, la música del momento, las Zeitopern u óperas de la gente trabajadora opuestas a esa vieja aspiración del ideal teutónico burgués, aplican ritmos provenientes del foxtrot y el jazz, estética entronizada por un movimiento cultural-popular centroeuropeo que jalea obras como el “Jonny Spielt Auf” de Krenek o el “Hin und Züruck” de Hindemith. Esa moda es introducida por Huppertz para ejemplificar el mundo de vicio y depravación que nutren los lupanares de la clase alta en Yoshiwara (“Der Schmale – Autofahrt”, “In Rotwangs Salon”, “Der Tanz”), alimentando con ello, quiera o no, las razones que llevan al ministerio de propaganda nazi a las órdenes de Goebbels a calificar esas obras de “música degenerada” en los años 30, mostrando la puerta de atrás a expresionistas como Schoenberg, modernistas como Hindemith o judíos como Krenek y Weill que ponen rumbo urgente a los Estados Unidos.
Frente a ese universo de corrupción moral, la historia del joven rico que quiere salvar a los trabajadores de la opresión y que se enamora de una idealista cristiana, es asociada por Huppertz a un rancio Romanticismo wagneriano, con los bronces puestos al día según el ideario finisecular straussiano y con gotas de melancólica añoranza en un uso de la cuerda muy mahleriano. Ese traje de costuras tan arias sumerge la obra en tal procesión de glorificantes acordes mayores que el oyente queda exhausto ante el petulante ejercicio de manipulación al que se le somete: todo suena pulcro y estético, canonizante, brillante y seco, libre de impurezas, lo que lleva a éste a preguntarse si fue antes el huevo o la gallina, si “Metrópolis” es la génesis de la estética cultural del nazismo o son Von Harbou y Lang, con su brazo ejecutor Huppertz, los que ofrecen un panegírico redentor a una sociedad a punto de ahogarse en un océano donde flota una ilusoria tabla de salvamento. Sea como fuere la sensación final dista una cuarta del éxtasis. Y es que frente a las atronadoras notas que ascienden en agudos hacia el infinito, el suelo tiembla bajo nuestros pies implorando por una decena de acordes dudosos.
20-junio-2011
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