Ignacio Garrido
Lleva el aficionado ya más de unos cuantos años clamando al cielo de forma agorera el fin de la música de cine "tal y como debería ser", entendiendo siempre por esto último esa acartonada visión del mundo que nuestros abuelos, luego nuestros padres y ahora indefectiblemente nosotros, tenemos de todo lo cambiante a lo que cuesta acostumbrarse o al menos de todo hacia lo que miramos recelosamente por suponer un nuevo esfuerzo de comprensión. Los cambios suponen desafíos, retos ante nuestra - generalmente - acomodaticia postura ante la vida. En el arte, y aquí se incluye la música de cine como tal, el cambio es sin embargo "raison de etrè", uno de sus factores endógenos más acusados, una facción crucial de su ADN que le permite sobrevivir (a costa del cine del que parte en el caso que nos ocupa) adoptando modas y evolucionando con ellas al tiempo que por sí misma crea avances en las propias modas o incluso las genera.
Así pues, es fácil para el seguidor de la música de cine o al menos de ciertos compositores a ella dedicados (este sería otro tema a desarrollar), mirar atrás dentro de la disciplina y encontrar valores compositivos o nombres afines al gusto adquirido y determinado en gran parte por la niñez y adolescencia transcurridas ante el visionado de las películas que nos han enganchado de modo irremediable a la banda sonora. Pero no lo es tanto mirar hacia atrás y apreciar trabajos que no postulan las convenciones habituales de cualquier género cinematográfico en su aspecto sonoro, aun cuando se trate de obras destacadas y rompedoras dentro de dicho campo. Se trata de una lacra de arrastre perpetuo el quedarse tan sólo con lo que "suena o se parece a" todo ese pasado de gloria al que nos aferramos en un obtuso intento de no cambiar mínimamente la perspectiva, de no confrontar el reto de descubrir lo nuevo, de no movernos con los cambios, de no cabalgar las olas. No, el aficionado a la música de cine tiende a ser por su propia configuración temporal, un monolítico ejemplo de empecinamiento estilístico, donde no hay cabida para avances o experimentaciones de ninguna clase, aún obviando con esta postura que la banda sonora misma se ha consolidado a lo largo de toda su historia gracias a la fagocitación y regurgitación de todas las vertientes musicales expresivas posibles, con los consecuentes cambios en sí misma y haciendo de su propia condición mutable un rasgo cardinal de identidad.
Es fácil pasar por alto que Elmer Bernstein o Bruce Broughton pusieron la misma música a westerns que a aventuras espaciales o que Miklos Rozsa musicó igual el género negro en los cuarenta que los viajes en el tiempo del final de su carrera en los setenta, pero parece merecedor de antorchas y linchamiento que Zimmer adopte una postura similar a la hora de abordar una de romanos remozada ("Gladiator") del mismo modo que acompaña a un superhéroe moderno ("The Dark Knight") o la acción victoriana ("Sherlock Holmes"). Es fácil pasarlo por alto, porque para el aficionado mayoritario, como para nuestros abuelos y nuestros padres como se apuntó arriba, "todo tiempo pasado fue mejor". Y sobre todo es fácil pasarlo por alto, porque se considera bueno todo lo que "suene a", pero todo lo contrario a cualquier cosa (si el epíteto actual o contemporáneo se añade, la fórmula rara vez falla) que "no suene a".
Estas evidentes taras se potencian hasta el infinito con la confusión entre gusto y calidad. Lo que me gusta es bueno (porque, qué diablos, si me gusta a mí tiene que ser bueno, que uno nunca tiene mal gusto, ¿no?), ergo lo que no, ha de ser malo. Orquesta-bueno, sintetizador-malo, sinfonismo-bueno, diseño sonoro-malo, melodía-bueno, ausencia motívica-malo, diatonismo convencional-bueno, atonalidad-malo, coros-bueno, vocación camerística-malo, vocación camerística-bueno, si es acústica, malo, si en ella hay experimentación o electrónica de cualquier clase, y así hasta la náusea. Esto no debe llevar a error, que aceptemos parcialmente alguno de estos opuestos dicotómicos no excluye de un prejuicio global y generalizado hacia cierto tipo de sonido que, al menos, no comulgue con alguna de las reglas de seguridad mínimas a las que agarrar nuestro oído y nuestro seguimiento de la película en cuestión a la hora de vernos guarecidos por esas normas básicas que le adjudicamos ciegamente a la narración audiovisual: asociación de leit-motiv, ambientación étnica-localista, fisicidad de la acción, potenciación emocional y similares.
Y esto se corrobora con la increíble aceptación de productos que, a sabiendas de este concepto unidimensional que caracteriza a gran parte del público oyente o mínimamente atento a la música de cine, triunfan hasta dentro del circuito especializado del que formamos parte: "Avatar". Creación sonora deficiente y reiterativa hasta la médula, dentro de un film que llegó con vocación revolucionaria, rupturista y como un - supuesto - paso adelante dentro del género al que parcialmente se adscribe (y con esto nos acercamos a "La Amenaza de Andrómeda", disculpe el lector el retraso) esta aventurilla pseudo-ecologista; una ciencia-ficción de pacotilla, con una banda sonora de pacotilla de fondo. Habrá incluso quien no sólo pase por alto y tolere el plagio y autoplagio constante de Horner para con la cinta (amén de su nula originalidad conceptual global), sino que los defienda en un gesto de autoafirmación suma de las propias limitaciones auditivas y como acto corolario de la negación total ante cualquier avance mínimo de la banda sonora, la carrera del músico o tal y como se ha vendido dicho producto, dentro del séptimo arte.
Esta postura marca la línea de salida opuesta hacia trabajos como "La Amenaza de Andrómeda", auténtica obra, esta sí, revolucionaria y genial tanto a nivel narrativo como audiovisual. Una cinta de ficción científica, como gustaba de tildarse en los setenta, más que de ciencia ficción, donde las aportaciones al género a la, por entonces todavía robusta cinematografía norteamericana comercial de calidad, viene preludiada por uno de los mejores escritos de Michael Crichton. Un producto extraño y audaz, que no sólo soporta el paso del tiempo con envidiable salud, sino que todavía sostiene fascinantes lecturas y presenta una vigencia plena en su puesta en escena. Así pues, para un largometraje con evidente vocación de entretenimiento, pero de marcado tono científico y realista, la aproximación sonora convenida por el director, el siempre reivindicable Robert Wise, fue la del extrañamiento total. La intrusión de un elemento exógeno (un virus mortal alienígena) en la tierra, se ilustraría por una homóloga intrusión sonora de inasibles cualidades sintéticas. La idea (y plena consecución del objetivo dado el resultado final) era lograr la creación de un tapiz sonoro absolutamente desconocido hasta la fecha, una ambientación musical única, nueva, desasosegante e inquietante, que no permitiera en ningún momento identificar la amenaza con ninguna idea musical preconcebida. De este modo, la realización documental de la cinta quedaría soslayada en ciertos momentos claves por una banda sonora absolutamente contraria a los cánones, donde la experimentación electrónica y los sintetizadores serían las únicas voces del comentario incidental.
El encargado del desafío sería Gil Mellé, autor proveniente de la televisión con estudios modernistas de la mano de Edgar Varèse a sus espaldas. Aprendizaje que mezclaría con su pasión por el jazz y su interés en la música electrónica, eclosionando en la creación del primer álbum de jazz electrónico de la historia en 1968, de título "Tome VI", interpretado por el conjunto del compositor, los Jazz Electronauts. Un currículo que marcaba a fuego su elección para la película de Wise.
La edición discográfica, felizmente alumbrada por Intrada con unas ajustadas mil quinientas copias, permite corroborar desde su inicio la mencionada negación del aparato orquestal del score, dando paso a la mutación (al igual que el virus de la cinta) de la sonoridad de los instrumentos acústicos empleados y reconvertidos en fascinantes efectos y pulsiones. De este modo y creando asimismo nuevos aparatos como el Percussotron III para generar una nueva gama de sonoridades, la audición se abre con "Wildfire", donde diez pianos procesados electrónicamente permutan una serie de ritmos polimétricos que se conjugan creando una pista nerviosa y ágil que anuncia las claves necesarias para entender lo que ha de venir y deja entrever, asimismo, el cáliz de música concreta del que va a beber la obra en todo momento.
"Hex" deviene en uno de los experimentos más fascinantes de la creación. En ella se ofrece un juego intertextual donde seis flautas alteradas intervienen en un diálogo ambiguo y superpuesto, casi un efecto de reverberación que ilustra las seis caras del hexágono que representa la forma básica del cristal que los científicos buscan a través de un potente microscopio durante esta escena, saltando a más y más aumentos al tiempo que la música se reconfigura con cada nuevo salto. "Andromeda" será la encargada de identificar con una constante pulsión electrónica la amenaza del virus, al tiempo que la pasión jazzística del autor se percibe en las anárquicas intervenciones de bajo y percusión que aumentan la sensación de extrañamiento sobre la pieza.
En "Desert Trip" encontramos uno de los pasajes más contundentes, un derroche de ritmos asimétricos en continua evolución que recupera en su segundo tramo las ideas iniciales de "Wildfire" para culminar en un crescendo sintético explosivo, mientras que "The Piedmont Elegy" denota una acusada sensación de desolación, al mostrar el pueblo arrasado por el efecto del virus alienígena, donde el juego de dinámicas sobre el motivo de la amenaza es lo más destacado. Por otro lado el momento más distendido del conjunto aparece en "Op", durante el paso de los protagonistas a los niveles sucesivamente inferiores y de mayor seguridad del complejo de investigación, donde la música opera como símil de la limpieza biológica que sufren gracias a su sonoridad electrónica cristalina.
"Xenogenesis" emplea contrabajo y piano alterados mezclados con una amalgama de sonidos que ilustran el ataque de epilepsia de uno de los personajes frente a la imposibilidad de identificar la forma de detener el virus, dando lugar a un corte de carácter alucinógeno y amorfo, que oscila entre la agresividad contenida (punteada por efectos percusivos) y una creciente tensión electrónica. "Strobe Crystal Green" culmina la banda sonora con su sección más extensa y espectacular durante el bombardeo del virus con Rayos X, primero con un violento choque de texturas rítmicas en crescendo y colisión, dando paso a un intercambio politonal del Percussotron III. Luego de la recuperación y variación del material rítmico de "Wildfire" (con la aportación de unos bizarros pizzicatos para bajo alterado), este se amplifica, conjuga y acelera hasta un clímax insostenible que cierra el disco de modo extasiante.
Con el paso del tiempo y la invasión de la, en general, barata, poco elaborada y nada inteligente electrónica que asola la música de cine desde hace décadas, este trabajo puede pecar de algo ingenuo si se le atiende superficialmente, pero su propuesta intrínseca perdura desafiante y robusta, pletórica de ideas, cargada de fascinación e inventiva como sólo las grandes creaciones son capaces de ser acreedoras. Experiencia sensorial donde las haya, "La Amenaza de Andrómeda" se trata más de una isla sin apenas continuidad estilística lógica dentro de la música de cine, dado lo extremo de su concepción y empleo, pero cuyas singulares propuestas vuelven a resonar hoy, gracias a su recuperación por parte de Douglass Fake, llenando un importante vacío discográfico de ideas a las que tangencialmente se adscribirían de un modo u otro numerosos trabajos de los setenta y comienzos de los ochenta como "La Reencarnación de Peter Proud" y "La Fuga de Logan" de Jerry Goldsmith, "El Resplandor" de Wendy Carlos e incluso del que llegan ecos a obras como "Crash" o "Existenz" de Howard Shore.
Breve, quirúrgica y brillante, "La Amenaza de Andrómeda" de Gil Mellé quizás nunca llegue a considerarse una obra maestra reconocida de la música de cine (al igual que "Planeta Prohibido" de Louis y Bebe Barron o "Blade Runner" de Vangelis, por poner un par de ejemplos colindantes) por su marcado carácter y génesis anti-convencionales, tanto como por su plena ejecución electrónica carente de melodías y aparentemente de estructura, así como por tratarse de una banda sonora dificultosa, compleja y exigente en su apreciación sonora externa a las imágenes. Pero superadas las barreras del disfrute auditivo común y con la más sana de las curiosidades por bandera, desde estas líneas no puedo dejar de recomendar encarecidamente, al menos, su conocimiento y experimentación de primera mano a todo aquél que no la conozca. Unos, temo que los más, apenas terminarán de escuchar sus escasos veintiséis minutos, pero con suerte a otros, los menos posiblemente, se les abrirá la puerta a un fascinante nuevo mundo sonoro, único e irrepetible, plagado de sensaciones indescriptibles.
16-mayo-2010
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