Miguel Ángel Ordóñez
Hay personas que se valen de recursos musicales o que eligen el cine o la literatura para crear, a partir de ellos, sus propias obras, pero la gran mayoría convierte las experiencias de la vida en el heredable panegírico de su rutina. A pesar de ello, es esa obra que construimos día a día la que determina el camino que escogemos. Tetro, Angelo Tetrocini de nacimiento (Vincent Gallo), decide rechazarla porque no es más que el recuerdo frustrado de un pasado maltrecho por las heridas inflingidas en el seno familiar. Tras huir del hogar, prefiere olvidar y empezar de cero. Como él, Coppola ha hecho lo propio con su obra. Pocos restos quedan en “Tetro” del empaque y la magnitud de su cine, como tampoco los había en su anterior “ejercicio” autoral, donde proclamaba orgulloso su juventud sin juventud. A los 70 años ha decidido reinventarse, sentirse más personal, sin entender que la personalidad no tiene que ver con la profundidad de lo secreto y lo cifrado.
“Tetro” es un intento de hacer una película a lo Almodóvar sin haber entendido una palabra de su discurso. Una ópera desmedida, pantagruélica, que acaba en opereta bufa contagiada por una irreverente desnudez expositiva, un folletín carente de fuerza y nulo de argumentos dramáticos. Con algunos personajes bordeando el sonrojo (Carmen Maura), resulta lamentable como, tras un planteamiento decente, la película desemboca en un melodrama manierista que recurre a la pretenciosidad, al agobiante blanco y negro del presente frente al color del recuerdo pasado y doloroso, para así poder echar en cara al curtido espectador crítico que no sabe apreciar los silencios, el arte de la luz cegadora de una bombilla, la divina comedia del absurdo oculta tras obras teatrales de principiantes, el exceso, el buen cine y todas esas gaitas.
Lo mejor que le ha pasado últimamente a este Coppola travestido de Benjamin Button, caprichoso, infantil y europeizante (en el peor sentido del término), ha sido su casual encuentro con el músico argentino de ascendencia judía Osvaldo Golijov. Tras el ambiguo romanticismo de su magnífica “Youth Without Youth”, a la que pretendía otorgar cualidades operísticas para rescatar la trama de su irracional superficialidad, Osvaldo consigue crear en “Tetro” justo el efecto contrario. La música logra minimizar la hueca profundidad que destila su egocentrismo subversivo de “todo a cien”, despojar de su grandilocuencia a este maniqueo estudio sobre la familia (Coppola y sus “lugares comunes”), desteatralizar las vidas gastadas de estos príncipes de la confusión. A través de un elegante intimismo nostálgico, Golijov convierte en humanas a estas prosopopéyicas marionetas de la mediocridad, las insufla emoción, les ofrece una vida en colores, una melodía tarareable sobre la que apoyar su dodecafónica existencia.
Es una pena que Coppola no haya querido arrojarse, sin condiciones, en los brazos del compositor argentino. Todo lo que en la edición discográfica se escribe desde la “verdad”, entiéndase, con esa intención de llegar al corazón de la audiencia a través de ingredientes nuevos que suenan a viejos pero se sienten únicos, se traslada a la gran pantalla con el encaje del tartamudo, amputando sus frases, fusilando la capacidad de tallar las aristas picudas del perfecto diálogo de besugos en que se ha convertido, a la media hora, esta trágica tragedia griega. Coppola lo sabe y parece molestarle que el destino de Golijov sea conducir su rarísima película hacia un punto donde convergen lo inteligible y lo convencional. Pero el argentino cumple su labor con creces y logra trasmitirnos cómo detrás del destello fugaz de un farol (“Main Title”) o del reflejo prodigioso de un glaciar (“El Glaciar”) [tema coral, conectado a una luz penetrante y tormentosa de la que Tetro sólo conseguirá liberarse en un final tan absurdo como catártico (“Bernie Sees the Lights”)], se esconden los miedos del protagonista, esos remordimientos que acompañan su retiro forzoso desde la muerte de su madre en un accidente de tráfico.
Y es que aunque el personaje, en manos de Coppola, se esfuerce por parecer antipático, sordomudo, estúpido y arbitrario, Golijov nos recuerda que una vez fue hombre, amigo, hermano, compañero. A través de una prodigiosa escritura jazzística para grupo de cámara (bandoneón, piano, saxo, guitarra, bajo, soprano), el argentino presenta una hermosa melodía asociada a Tetro (“Love, Angie”) que nace sobre un papel amarillento y una mirada blanca, la carta que Bennie guarda de su hermano tras varios años de separación. Tema que acumula tensiones armónicas a medida que el personaje evoluciona (en un fecundo ejercicio de interiorización), emerge cristalino, lleno de luz, mágico y evocador en los créditos finales, marcando el nacimiento de un nuevo Angelo, libre de secretos y ataduras. Ese giro transparente hacia la sencillez, no sólo expositiva sino creativa, domina la visión del personaje de Miranda (Maribel Verdú) bajo una ráfaga previsible pero efectiva de acordes a la guitarra, pero también el recorrido que el compositor realiza por las calles de un Buenos Aires decadente, donde acude al tango (tan en consonancia con este vodevil porteño) para guiarnos a través de sus vías trasversales y su rancio aliento a colonialismo. Dos de ellos, de creación propia (“Last Round”, con Cortázar en mente, y “Carlo & Naomi”, el primero perteneciente al segundo movimiento de una obra de mismo título compuesta en 1996 para dos cuartetos de cuerda e incluida en su grabación para EMI: “Yiddishbbuk”), provocan momentos de excelente entendimiento entre cineasta y músico, abrazando escenas que fluyen a través de una extraña poesía, con el vigor del lunfardo teatral y misterioso. Y es que, a estas alturas, no hace falte que les diga que con “Tetro”, Golijov nos ofrece, así, sin despeinarse, la mejor partitura cinematográfica del año (desbancando a otro fantástico trabajo, el del australiano Christopher Gordon en “Mao´s Last Dancer”). Una obra que no necesita de los alardes artificiales a los que recurre Coppola (sus juegos fotográficos, esos engalanados encuadres fijos), para convertirse en un encargo personal y maduro que esconde ese arte que encierran todas las cosas pequeñas.
25-enero-2010
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