Gorka Cornejo
El cine de Pedro Almodóvar, casi como un subgénero autónomo, ha ido construyéndose en base a un fluido tráfico de conexiones y referencias a otras películas, propias y ajenas, que sirven de marco contextualizador de sus narraciones, su dramaturgia y su poética, tanto como de fuente de inspiración y retroalimentación. Paralelamente al afianzamiento de ciertas constantes u obsesiones personales (la necesidad de una catársis oral como expiación, el protagonismo de la ficción como método para interpretar e incluso soportar la realidad, la fabulación verborréica como construcción de certezas), Almodóvar ha ido demostrando que su forma de ser original es volver constantemente a los orígenes, entablar un diálogo bidireccional con la tradición (individual y colectiva) y avanzar profundizando, repitiendo, reformulando.
Lo cual no significa que con cada una de sus películas haya logrado superar a la anterior, ya que quien se arriesga bien puede errar el paso, como, desde nuestro punto de vista, ha ocurrido con su esperadísima última obra, “Los abrazos rotos”, una película río, como bien dice su director, con la que ha pretendido contar demasiadas cosas, apoyándose en demasiados personajes, algunos poco o mal esbozados, mezclando como viene siendo habitual tonos y géneros diversos, todo ello incorporado a una estructura general de homenaje al cine, a la profesión de director, de narrador de historias. Planteamiento complejo, ambicioso, propio sólo de quien ha conseguido filigranas narrativas como “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, “¡Átame”, “Hable con ella” o “La mala educación”, pero que no termina por cuajar prácticamente en ningún momento, demostrando cómo a veces el Almodóvar director supera con creces al Almodóvar guionista.
Cómplice y colaborador esencial en esa construcción de un mundo auto-referencial sólido, Alberto Iglesias se ha convertido en la horma del zapato de un Almodóvar cada vez más seguro de sus posibilidades, entre otras cosas gracias precisamente a haber dado con el músico ideal, y por ello mismo más libre a la hora de construir sus imbricadas historias, tejidos hechos de muchos mimbres diferentes que requieren de un compositor capaz de aportar un ingrediente básico, la coherencia, el andamiaje al que el espectador necesita agarrarse para seguir sin perderse ni distanciarse (auténtica bestia negra de la narrativa almodovariana) la caprichosa deambulación argumental y emotiva de unos guiones que, no por personales deberían dejar de valorarse con la objetividad que todo análisis cinematográfico requiere. Si el director ha ido progresivamente reconociendo la necesidad de que sus películas descansen en un poderoso y protagónico discurso musical incidental (en una progresión paralela a la transformación de su estilo, de la comedia dramática de tintes paródicos al drama pasional con apuntes de comedia, y así hasta alcanzar el film noir), Iglesias ha sabido adaptarse a las particularidades de Almodóvar sobre todo en lo que respecta a la expresividad e inmediatez que su cine pide a la música, más teniendo en cuenta la habitual competencia que supone la presencia de canciones y piezas preexistentes.
Así, como apuntábamos en el ensayo que dedicamos a este respecto, podríamos decir que Iglesias ha aproximado su música a las características esenciales de la canción almodovariana (melodía fácil y retentiva, incorporación de esquemas musicales cercanos a la música popular –tango, bolero, paso doble, zarzuela, copla-) mientras que Almodóvar ha “incidentalizado” su tendencia a usar canciones, incorporándolas de manera ya no sólo diegética, y eligiendo, en muchas ocasiones, piezas instrumentales (que Iglesias tiene en cuenta y en torno a las cuales ha llegado a concebir gran parte de su propio discurso incidental).
“Los abrazos rotos”, por un lado, es la constatación de esta tendencia, su lógica continuación, pero por otro lado siembra la sospecha de estar aproximándose peligrosamente al agotamiento de la fórmula. Iglesias, por primera vez en su ya larga colaboración con Almodóvar, hace de un tema musical ajeno, en esta ocasión el “A ciegas” de Quintero, León y Quiroga, el leit-motiv más destacado de su partitura. El donostiarra, no sólo se ha encargado de adaptar y orquestar la versión cantada por Miguel Poveda, sino que utiliza la melodía de esta hermosa copla en varios momentos clave de la película. Existe otro tema, éste sí de su puño y letra, con el que el compositor describe el ingrediente principal de la película, la relación de amor pasional que se establece entre los personajes de Lena (Penélope Cruz) y Mateo Blanco (Lluís Homar), el llamado “Tema de amor ciego”. Sin embargo, aunque puede tratarse de una estrategia conscientemente buscada, “Los abrazos rotos” está muy lejos de la estructura temática claramente jerarquizada y la contundencia monolítica (si bien diversa e incluso heterogénea) de anteriores colaboraciones, lo cual no ayuda precisamente a dotar de unidad a un relato que fluye y fluye sin contención, sumando líneas argumentales, alusiones, ideas, detalles, que no se definen ni terminan por encajar en la troncalidad del discurso. El “Tema de amor ciego”, si bien repetido en no pocas ocasiones, queda un tanto diluido en la película, incapaz de ofrecer una idea globalizante. La presencia de al menos otros dos temas o motivos recurrentes (la frase con que arrancan “Encuentro” y “Final”, y la melodía que parece adscribirse a la soledad de Mateo Blanco en “El sabor de tu boca” y “Los abrazos rotos”) y otras ideas secundarias (el saxofón como ingrediente de suspense y extrañeza, la sonoridad exótica de las escenas rodadas en Lanzarote), enriquecen el discurso del compositor pero todo ello queda disperso en su aplicación.
Abunda un planteamiento de música incidental circunstancial, un tipo de comentario muy pegado a las imágenes, al latir de cada una de las secuencias, como corresponde, por otra parte, a toda música de género que se precie. Encontramos a un Iglesias con ganas de experimentar con la instrumentación (ejemplar el espléndido órgano Hammond de “Dona sangre”, acompañado por esa nerviosa e inquietante percusión; curioso al menos el duduk que se relaciona con las escenas que transcurren en Famara), de salirse de los patrones que se esperan de él. Empujado por Almodóvar a recrear ambientes cada vez más enrarecidos e inscritos en el más puro thriller, el discurso del compositor se vuelve a veces insípido, excesivamente atmosférico, sobre todo al confiar más en los timbres y colores que en las frases reconocibles (“La visita de Ray X”, “Llamadas telefónicas”, que recuerda no poco a la partitura de “Todo sobre mi madre”, “Habitación con amante”). Cuando Iglesias abraza ciegamente esa escritura agitada y furibunda para cuerdas rabiosas y pasionales (“El espía atrapado”, magnífico, “Caída, recogida y rayos X”, “Pasillo del tiempo”), logra, como siempre, momentos de gran fuerza y belleza, demostrando que ésa sigue siendo la música más pertinente para el cine de Almodóvar, que la fórmula funciona, aunque se esté convirtiendo en cliché. La búsqueda de nuevos sonidos y texturas aplicados a idénticos patrones, pueden estar motivada por una reacción sincera y orgánica a la especificidad de la película. Pero también puede entenderse como la única solución ante la necesidad de tener que decir lo mismo.
26-marzo-2009
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