Alberto Iglesias y El Cine de Pedro Almodóvar
No cabe duda de que Pedro Almodóvar pertenece a ese grupo de directores de cine para los que la música, no es sólo una parte integral sino esencial de su manera de contar historias. Y es precisamente este rasgo esencial de su naturaleza como cineasta, el de ser narrador por encima de todo, el que explica que progresivamente haya ido necesitando más y más de la música como herramienta indispensable en el acto de narrar. En esta evolución, a lo largo de la cual la música ha pasado de poseer un espacio acotado pero sin funcionalidad específica más allá de lo referencial a convertirse en refuerzo indispensable de la armazón de sus películas, hay un nombre clave, el compositor Alberto Iglesias, con quien Almodóvar ha logrado una compenetración artística irrefutable.
Desde el momento en que un director de cine disfruta del control total sobre su obra, sea como privilegio ocasional o como conquista histórica del cineasta-autor, consecuencia del desmantelamiento del star system industrializado, la colaboración sistemática con guionistas, actores, directores de fotografía o músicos pasa a convertirse en un acto creativo en sí mismo. De entre todos los colaboradores de los que se rodea un director de cine, el compositor ha sido generalmente el más susceptible de convertirse en ese ayudante íntimo, inseparable e insustituible sin el cual no cabe imaginarse una obra firmada por el director en cuestión. Esta característica, común a directores tan diversos como Federico Fellini, David Lynch, Theo Angelopoulos o Steven Spielberg, por citar solo unos pocos ejemplos, la encontramos también en Almodóvar y por ello es necesario preguntarse en qué medida su colaboración con Iglesias ha contribuido a alterar su forma de hacer cine o incluso a reconfigurar su estética cinematográfica.
¿Cuál es el secreto del éxito de esta colaboración? Hay para esto, como en todo, al menos dos tipos de respuestas: las que apuntan hacia las cualidades individuales de cada uno de los implicados (es decir, por un lado, el gusto o la querencia y necesidad de cierto tipo de música por parte de Almodóvar, y por otro la capacidad de adaptación de Iglesias a un universo artístico ajeno (1)) y aquéllas que se basan en aspectos teóricos generales que aluden a una teoría de la música de cine o, mejor dicho, a la música del tipo de cine que hace Almodóvar. En el presente estudio trataré, siquiera muy someramente, de compaginar ambas explicaciones empezando por éstas últimas.
La verdad de las mentiras “El artificio es un elemento esencial en el cine. Nunca haré un cine naturalista porque para mí el cine siempre ha sido la representación de una cosa, no mirar esa cosa tal cual y mostrarla tal cual. El artificio está representando una emoción y la representación es lo que me fascina”. Pedro Almodóvar (2)
Esencialmente, el cine de Almodóvar siempre ha perseguido con mayor o menor fortuna los esquemas del género melodramático, al principio de una forma paródica, pero a medida que avanzó su filmografía, el director se fue mostrando progresivamente más proclive a tomarse en serio las tramas de sus películas, los dolores y las pasiones de sus personajes, dejando atrás la emulación con fines grotescos y desestabilizadores y optando por su propia recreación del género. Los ingredientes que su personalidad ha añadido a lo que genéricamente se considera un melodrama, provienen del eclecticismo de sus gustos cinematográficos (por no citar también los literarios y musicales): desde John Waters o Paul Morrissey a Douglas Sirk o William Wyller, pasando por el neorrealismo italiano, la escatología moral de Luis Buñuel y la emocional de R. W. Fassbinder, el melodrama almodovariano se nutre principalmente de una genealogía de narradores que tienen en común la convicción de que la realidad en sí misma no interesa, cinematográficamente hablando, si no es mediante su representación, es decir, previa falsificación y manipulación. Almodóvar no busca el realismo sino la verosimilitud de la representación, la verdad dramática, y para ello el camino idóneo es el subrayado de la irrealidad, la recreación visual y sonora del artificio. La música cinematográfica, como elemento irreal por antonomasia (puesto que además de artificial es abstracta), es un ingrediente esencial en la creación de esa mentira verosímil de forma que cuanto mayor sea el soporte emotivo y sentimental que proporcione a la película, mayor será la suspensión del descreimiento, auténtico objetivo prioritario del melodrama.
A esto debe añadirse una consideración especial que se deduce de la propia evolución de los géneros cinematográficos: tras haber logrado institucionalizarse, mediante el constante ejercicio posibilitado por una industria potente y bien engrasada como la norteamericana, los postulados estéticos del melodrama, el western o incluso el musical han debido someterse a una adaptación a los tiempos actuales y a sus espectadores, lo cual primero ocasionó un cine de reacción, basculando hacia los extremos estéticos opuestos, pero después ha vuelto a asentarse, dejando atrás esa voluntad de ruptura e iconoclastia, configurando un panorama internacional de modos, versiones del modelo troncal, islotes de autoría que conviven, interactúan y se retroalimentan. La música del melodrama ha ido transformándose con la voluntad de alejarse de los modelos clásicos, de los Steiner, Newman, Kaper, etc., enfriándose, constriñendo su tradicional expansionismo expresivo, optando por formas más sutiles y también más débiles de aplicación. Por poner un ejemplo claro, podríamos establecer una diacronía de la forma de narrar o mostrar un beso entre dos amantes felices: del romanticismo redundante y puramente sinfónico se pasó al silencio o la excesiva cautela, llegando a resultar sospechosa la menor evidencia de buscar la empatía emotiva del espectador. Directores como Almodóvar han ayudado a actualizar los términos de la relación entre narración y música, volviendo a ocupar ésta niveles de importancia sólo conocidos en el cine clásico, pero habiendo adoptado formas expresivas renovadas.
Suele decirse que el primer melodrama propiamente dicho de Almodóvar es “Tacones lejanos”, pero ya en “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, en “Matador” y en “La ley del deseo” encontramos algo más que rasgos melodramáticos; de hecho las citadas películas muestran a la perfección ese abandono paulatino de la hilaridad como objetivo al que nos hemos referido antes y cómo a Almodóvar, sin renunciar del todo a los toques de comedia, le interesa cada vez más llegar al corazón de los espectadores, emocionarlos con sus historias de amores y desamores, desgarros, abandonos y demás truculencias. Incluso en “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, abiertamente una comedia de enredo, está presente en todo momento un subtexto dramático, un flujo de seriedad que vertebra la película (y que de hecho hace más efectivo lo cómico, como en toda gran comedia). Lo que sí hay de novedad en “Tacones lejanos” es una mayor intensidad dramática, algo que con la excepción de “Kika” ha ido aumentando en su posterior filmografía. A partir de “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, paso a paso, lenta pero imparablemente, Almodóvar caminará hacia un melodrama menos paródico, abandonando la mimesis desestabilizadora a favor de una reinterpretación (quizá no del todo consciente) del género, en un ejercicio de perfeccionamiento de su estética que Fran A. Zurian define gráficamente como “un ejercicio de limar aristas” (3) . Una de las aristas que irán progresivamente desapareciendo es el relativo al tratamiento de la música o, mejor dicho, las músicas.
Contrariamente a lo que se puede pensar, el cine primerizo de Almodóvar es muy silencioso desde el punto de vista musical, plagado de largos vacíos, durante los cuales la trama no para de complicarse, se salta de un escenario a otro, de una secuencia cómica a otra de intenciones dramáticas, de un diálogo desenfrenado a un monólogo interior. En sus primeras películas, las presencias musicales, cualquiera que fuese el motivo explícito o implícito por el que se incluyeran, no van más allá de ser mensajes cifrados, enunciados con los que Almodóvar se hace presente como autor/recolector, que enriquecen el texto y el subtexto de sus historias pero cuya articulación se basa en la yuxtaposición. Es como si habláramos de lo pictórico de la obra de un cineasta que se limita a fotografiar pinturas. Frente a esto, encontramos posteriormente a un Almodóvar estructuralmente musical, donde la música ha adquirido una clara funcionalidad subordinada: en nuestro ejemplo, el cineasta que fotografiaba cuadros ha pasado a componer pictóricamente sus encuadres.
La posterior filmografía de Almodóvar muestra a un director cada vez más consciente de su necesidad de música para contar con mayor convicción, contundencia y libertad las historias que le apasionan, algunas muy cercanas a lo imposible, otras más probables pero siempre sazonadas por toques de gran melodrama y frases definitivas. La música ofrece un andamiaje perfecto sobre el que construir el drama, en primer lugar porque un buen diseño musical equivale a dotar de signos de puntuación a un párrafo sin puntos ni comas, pero también por su capacidad de conectar íntimamente con el espectador, individualizar el mensaje audiovisual, sintetizar las emociones primarias expuestas, identificar al público con los personajes y por último homogeneizar el conjunto de la película.
Es importante entender esta evolución como una necesidad natural en Almodóvar, necesidad de comunicarse, de llegar mejor y más directamente al público (a un público cada vez mayor); el espectador no es ya el receptor accidental de un cine hecho como divertimento personal, como exteriorización de unas inquietudes culturales o incluso ideológicas, sino el destinatario objetivo al que Almodóvar quiere dirigirse y en quien piensa ya desde el momento en que escribe sus guiones, planifica su puesta en escena y estructura el montaje. Tener presente al público en todo momento define la forma de hacer películas y es por esto que Almodóvar irá acercándose a la filosofía (o incluso ética profesional) de directores como Hitchcock, cineastas que han logrado combinar sin renuncias ni estridencias estilo y comercialidad.
La apariencia del decir “El cine de Almodóvar llama mucho a un tipo de melodismo que está relacionado con la esencia tan narrativa y apasionada de su cine, necesitada de comunicación. La música, por tanto, tiene que tener la apariencia del decir”. Alberto Iglesias (4)
Es bien sabido que uno de los rasgos de autoría de Almodóvar es su tendencia a la utilización no diegética de músicas preexistentes, entre las que figuran canciones y piezas instrumentales de las más variadas procedencias y estilos. Desde un punto de vista estético y cultural, es un hecho que ha motivado interesantes ensayos sobre las influencias que han configurado el universo del director y las consecuencias comerciales que el éxito de sus películas ha provocado. Pero lo que nos interesa ahora no es la importancia del bolero, la copla o el pop underground, sino en todo caso su presencia y función dentro de la banda sonora de las películas en su coexistencia con la música incidental, cada vez más necesaria para Almodóvar.
La música no original o preexistente posee, aplicada en la película, una rotundidad comunicativa que se ve enriquecida no ya por el propio texto y contexto fílmico, sino por las connotaciones culturales y subjetivas que tanto el director, como cada uno de los espectadores, aportan a las piezas. Una partitura original tiene mayor flexibilidad para adaptarse a las necesidades exactas de cada película, pero es una obra nueva, desconocida, y por tanto es comprensible que un director tan ávido de conexiones directas entre el público y sus obras como lo es Almodóvar, prefiriera incluir un bolero de Chavela Vargas antes que una pieza original, quizá igualmente poderosa y dramática, pero nunca del todo comparable en cuanto a la inmediatez con que expresa su contenido (5). Además, no podemos olvidar que una de las razones por las que Almodóvar incluye canciones en sus películas es por lo que dicen, por su valor literario. La música original, si es incidental, sólo puede expresarse a sí misma, sin otra ayuda o referencia que las imágenes y los diálogos.
Sin embargo, en la filmografía de Almodóvar el empleo de canciones y otros materiales preexistentes ha estado en ocasiones enfrentado a la necesidad, cada vez mayor, de una música incidental que discurriera en paralelo a la película. Lo que en otros directores no provoca conflicto alguno, en Almodóvar no siempre se ha resuelto satisfactoriamente; en muchas de sus primeras películas el director parece estar limitado por una desconfianza hacia lo que un compositor cinematográfico pudiera ofrecerle. Así es lógico que Almodóvar prefiriera emplear canciones o piezas de compositores de música autónoma, si bien en ocasiones llega a “robar” músicas de otras películas, sin llegar a acreditarlo (es el caso del tema principal de “Providence”, película de Alain Resnais con música de Miklós Rózsa, que aparece en no pocas ocasiones a lo largo del metraje de “Entre tinieblas”) (6).
Almodóvar no parecía querer música incidental original, y sin embargo la necesitaba; a medida que sus películas abandonan paulatinamente el terreno de la parodia y se adentran, por particular que sea su manera de hacerlo, en los dominios del melodrama, la estructura de sus historias se hace más compleja, sus personajes más ricos en gravedad y en matices. La estética almodovariana se forja mediante la acumulación, de ahí que el collage sea una referencia tan importante, casi fundacional, en su manera de reinterpretar los géneros y desarrollar una voz propia en el concierto cinematográfico. El costumbrismo, a veces alterado por una perspectiva surrealista, la comedia, etc., van sumándose en sus películas a la armazón melodramática que subyace en el fondo de sus narraciones. La consecuencia es la multiplicación de tonos, cierto carácter caleidoscópico o cubista que aleja definitivamente al director de toda óptica realista. Sin embargo, su primer cine es imperfecto estableciendo puentes de comunicación con el espectador, intensamente preocupado como está de ser él mismo, de crear un cine propio, se despreocupa del público, olvidándose de mimar su proceso de lectura. Esta será, quizá, la característica más importante de su evolución como director: el creciente grado de consciencia sobre la importancia de involucrar al espectador en sus películas, la necesidad de que el público no sólo observe sino que experimente su cine. Sin duda alguna, la música es una de las herramientas más efectivas que emplea el cine para lograr esta interacción.
Con las canciones, Almodóvar se gana la empatía del público, pero es incapaz de estructurar con ellas satisfactoriamente la totalidad de sus narraciones. Necesita de otra voz, que no sólo hable sino que diga, y así lo demuestra. En “La ley del deseo”, las canciones “Ne me quitte pas” y “Lo dudo” se convertían en sendos leit-motivs de los personajes de Juan (Miguel Molina) y Antonio (Antonio Banderas) respectivamente. Por otra parte, Pablo (Eusebio Poncela), el protagonista, carecía de representación musical propia, a excepción quizá del tema “El adiós de Gloria” (originalmente compuesto por Bernardo Bonezzi para “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” y reutilizado aquí), que sirve como tema de inicio y tema final y que, si bien aporta cierta estructura circular a la película, más teórica que práctica, no contribuye en manera alguna a explicar los profundos cambios experimentados por el personaje. Pero lo que olvidan algunos al analizar la música de “La ley del deseo” es todo ese otro material incidental, de estilo sinfónico y en concreto dodecafónico, que acompaña la mayor parte de la película. En la música elegida por Almodóvar no hay criterio de unificación, no hay lógica interna ni externa, la música es autónoma, ajena a la película, tiene su propio tempo, su propia estructura, se añade a las imágenes sin otra función que la de tapar el silencio: es más una respuesta al horror vacui que una apuesta narrativa.
En la misma película encontramos otro ejemplo significativo. Los títulos de crédito iniciales llevan música de Shostakovich, en concreto un fragmento de su décima sinfonía, una poderosa pieza orquestal que posiciona al espectador ante lo que parece una historia trágica. El director quiere arrancar su película con fuerza y dramatismo, condicionando a su público. Observemos ahora los títulos de crédito de “La mala educación” (película que presenta no pocos paralelismos con la anterior): se trata de toda una overtura cinematográfica, a la manera más tradicional (7), igualmente enérgica y ominosa, en la que Iglesias presenta el tema principal de la película estableciendo el tono de thriller pasional. Parecen comienzos muy similares y sin embargo la diferencia es abismal: mientras que en “La ley del deseo”, Shostakovich quedaba como un mero apunte que no vuelve a aparecer (ni nada que se le parezca en lo más mínimo), Iglesias continúa lo empezado, siguiendo una compleja y detallada arquitectura musical expone su material melódico (no más de cinco leit-motivs diferentes destinados a representar estados de ánimo, conceptos, incógnitas), somete lo expuesto a variaciones según las alteraciones sufridas por los acontecimientos y desarrolla la historia hasta alcanzar el clímax resolutivo.
Esto es esencial para comprender la evolución de Almodóvar como director: sus películas son ahora mucho más coherentes y compactas porque Iglesias ofrece al espectador un discurso paralelo completo, una segunda voz de narrador que nos ayuda y nos guía en la lectura de la película, a veces compleja y confusa (aunque conviene aclarar que coherencia no es igual a homogeneidad, lo cual casa perfectamente con los gustos eclécticos de Almodóvar). Continuando el símil literario antes apuntado, podríamos decir que gracias a la música de Iglesias, Almodóvar puede permitirse el lujo de cambiar de párrafo, saltar en el tiempo, detener la acción, deleitarse con barrocas oraciones subordinadas, fragmentar su narración, e incluso introducir descaradas digresiones, sin miedo a que el espectador/lector se pierda irremisiblemente, no tanto en la narración como en la acumulación de tonos y emociones. Iglesias es una brújula, una luz guía que permite al director disfrutar más libremente del viaje.
Si analizamos, cronómetro en mano, las películas de Almodóvar, con el propósito de estudiar la naturaleza, ubicación y duración de todos y cada uno de los bloques musicales (ver Apéndice), observaremos una serie de evidencias que deben ser interpretadas en el mismo sentido de lo que venimos diciendo hasta ahora: en primer lugar, a partir de su colaboración con Iglesias, en sus películas hay cada vez más música original incidental. No sólo hay más bloques sino que éstos son más largos. Esto se traduce en al menos dos consecuencias:
Primera: Hay cada vez más metraje expuesto a la acción de la música, porque los bloques musicales son cada vez más numerosos y largos. Esto hace que la música tenga una mayor responsabilidad como recurso narrativo y descriptivo puesto que su presencia en la película es más constante.
Lo explicaremos con dos ejemplos: en el cine del primer Almodóvar la escasa música incidental se utiliza más como ambientación general que como recurso discursivo, empezando por el hecho de que las piezas musicales solían estar compuestas sin pautas temporales, es decir, independientemente de las imágenes y su duración exacta. Así, en “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, Almodóvar echa mano de un escaso ramillete de músicas (algunas originales, otras preexistentes) y las aplica con un criterio maximalista en función de las características generales de las escenas (qué personajes aparecen, qué contexto físico o emocional rodea a los mismos); las músicas equivalen a un solo concepto y éstos se yuxtaponen a las imágenes, estableciendo una comunicación unilateral, donde la música incorpora una idea a las imágenes, pero éstas no inciden en la música, no la alteran, ocurra lo que ocurra, cambie o no el tempo o la dinámica emocional de la escena.
Mientras tanto, en “Carne Trémula”, en la secuencia del enfrentamiento entre los policías Javier Bardem y Pepe Sancho con Liberto Rabal, que retiene a punta de pistola a Francesca Neri, Almodóvar pide a Iglesias que componga una música que, en primer lugar, cubra toda la escena (casi cuatro minutos) y en segundo lugar, vaya incorporando de forma coherente y homogénea los diferentes elementos que participan en su desarrollo: así, la música de Iglesias, comienza de forma muy incidental y percusiva, atiende al montaje y la alternancia de planos, volviéndose más violenta en los instantes precisos en que las acciones de los actores o los diálogos son más intensos, hasta el punto de que cuando Francesca Neri pasa de manos de Rabal a las de Bardem y se establece un contacto visual entre éste y aquélla (que Almodóvar subraya a cámara lenta para insinuar que aquí nace una futura historia de amor), de la música brota una melodía lírica de intensa belleza que dura lo que dura la imagen, para después regresar a la acción. Más tarde, cuando Bardem yace en el suelo herido por una bala, ella vuelve a mirarle a los ojos mientras corre por las escaleras (de nuevo a cámara lenta) e Iglesias retoma la melodía radiante pero con menor intensidad, de forma más pesada, triste, cerrando de forma magistral la secuencia.
En este ejemplo, observamos nítidamente la capacidad de la música original incidental para expresar al mismo tiempo ideas o conceptos múltiples, su adaptabilidad a las necesidades complejas, no ya generales, de la escena. Ahora, una música no equivale ya a un concepto y, sobre todo, entre las imágenes y la música hay un nexo bilateral, ya que la música incide en la imagen pero ésta también repercute en la música, de forma que un mismo bloque de música no podría cubrir dos secuencias diferentes (como ocurre a menudo en el primer cine de Almodóvar).
Segunda: La mayor cantidad de bloques se traduce en una participación más articulada y constante de la música. Como consecuencia, a diferencia de las primeras películas del manchego, en las que había “secuencias” que requerían música, ahora el compositor tiene en sus manos toda una película en la que trabajar, tendrá que considerar su partitura como un todo coherente que responda no sólo a las necesidades concretas de las escenas sino sobre todo a la idea o ideas generales de la película.
La música de cine no es algo a lo que un director pueda agarrarse sólo en los momentos claves confiando en que dará los resultados deseados. Hay que preparar y tratar al espectador para que la música sea efectiva.
En “Mujeres al borde de un ataque de nervios” encontramos boleros, mambos, scherzos humorísticos, pero cuando se trata de presentar a una Carmen Maura destrozada por el dolor del desamor, Almodóvar no duda en pedir a Bernardo Bonezzi una pieza triste y romántica a la manera más clásica y hollywoodense, que emocione y transcriba musicalmente el estado de ánimo de la protagonista. ¿Qué ocurre? La música de la película es tan heterogénea y fragmentaria que el leit-motiv de Bonezzi, repetido en varias ocasiones, aunque pocas, con instrumentación y tratamientos rítmicos diferentes (8), queda desperdigada, inconexa, no funciona como leit-motiv porque el espectador ha perdido las referencias, no ha interiorizado el material melódico. Así, este “tema de Pepa” sufre alteraciones que nada tienen que ver, además, con ella y sus interioridades, sino más bien con las alteraciones físicas que la rodean (el tema es lento y triste cuando camina sola por un Madrid desierto que amanece, agitado y en forma de mambo cuando la protagonista se sube al mambo-taxi, etc.).
Aunque ya en “Átame” y en la inmediatamente posterior “Tacones Lejanos”, observamos sendas bandas sonoras pensadas de forma global, con pretensión de totalidad (no es un dato baladí que tras su colaboración inicial con Bonezzi, el director buscara la implicación de sendos compositores de prestigio como Ennio Morricone y Ryuichi Sakamoto, si bien no puede hablarse de colaboraciones satisfactorias), no será hasta que Almodóvar se encuentre con Iglesias que su cine acabe asimilando y buscando conscientemente que la música aporte algo más que apuntes concretos de información o intensidad, que se convierta en una voz propia, con personalidad y peso, y a la vez en la propia voz de la película.
Así, en “Hable con ella” nos encontramos con una música físicamente presente, estructurada y estructurante, que despliega leit-motivs, los repite, desarrolla y transforma, que evidencia una arquitectura férrea y llega a establecer interconexiones y paralelismos entre escenas: la música que se escucha mientras somos expuestos al metódico y delicado rito del aseo de Alicia por parte de sus cuidadores, regresa en “El amante menguante” coincidiendo con la imagen de Paz Vega tumbada en la cama y cubierta por una sábana, explicitando el nexo metafórico entre ambas mujeres sugerido por Almodóvar. Así mismo, Iglesias dedica un motivo musical, rítmico y angustioso, a la sensación del terror, y lo aplica (debidamente adaptado) a escenas muy diversas protagonizadas por personajes distintos (la escena de la serpiente en la tienda de campaña, la cogida que sufre Rosario Flores, o el viaje en taxi que hace Darío Grandinetti hasta la cárcel cuando escucha el último mensaje de Benigno), creando así una vinculación inconsciente y subterránea entre los diversos hilos del entramado de la película.
¿Qué lugar ocupan en la actualidad las canciones o las músicas preexistentes? ¿Han desaparecido? En absoluto, si bien es cierto que su número ha descendido considerablemente. Pero la clave está en que la motivación para usar material preexistente no parece ser ya la desconfianza hacia la música de nueva creación. Al existir una cobertura total que se encarga de transmitir musicalmente todo lo necesario argumental y emocionalmente, Almodóvar puede añadir, a modo de piedras preciosas que se engarzan con mayor fijeza y que destacan con más brillo, cuantos comentarios musicales desee, sin miedo a perder la homogeneidad estilística. En “La mala educación”, sin embargo, las canciones, también de estilos muy diferentes (recordemos: “Cuore matto”, “Quizás, quizás, quizás”, “Maniquí parisien”, “Moon River” y “Jardinero”) no tergiversan la línea recta de la dirección sino que vienen a sumarse al cuerpo principal de la narración, representada por un Almodóvar más rotundo en su puesta en escena, pero también por un Iglesias omnipotente y omnipresente. El resultado es un Almodóvar más férreo, más directo, y sobre todo, más libre.
Hay además otro factor que explica el éxito de la colaboración entre el director manchego y el músico vasco, así como el evidente perfeccionamiento de los recursos de Almodóvar como director al que venimos refiriéndonos. Quizá porque Iglesias comienza a colaborar con Almodóvar cuando éste ya ha configurado su estilo y lo almodovariano existe ya como una realidad cinematográfica, más o menos pulida pero incontestable, el compositor comprendió que el estilo del director, directo, pasional, que exige del espectador una participación activa, una implicación emocional, requería de una música igualmente directa y expresiva, inmediata, “un formato más parecido a la canción que a la abstracción de, por ejemplo, un Médem” (9), según sus propias palabras. Iglesias, lejos de oponer resistencias estériles, ha interiorizado los gustos musicales del director, modificando ligeramente su forma habitual de hacer música y acercándose formalmente al mundo de la canción y otras manifestaciones de la música popular. Por evitar un catálogo pormenorizado y probablemente aburrido, citaremos sólo estos ejemplos: el tango en “La flor de mi secreto” (concretamente el “tango de Parla”, toda una declaración de principios almodovariana) y en “Todo sobre mi madre”, o el paso doble en “Carne Trémula”, “Hable con ella” y “Volver”. Esta última, quizá por tratarse de la película más “rural” o “manchega” de su director, recurre de forma especialmente sugerente a un lenguaje musical de no pocas similitudes con la zarzuela (basta escuchar si no las piezas “Comida casera” o “Las vecinas”).
Tengan o no una vinculación con formas musicales periclitadas (además de propiamente latinas, como ocurre en estos casos citados) los temas principales que compone Iglesias para Almodóvar son siempre melodías fácilmente retentivas, sencillas y líricas. Con esta aproximación a la canción Iglesias ha eliminado la competición malsana que existía antes en las películas de Almodóvar entre la música original y la preexistente, beligerancia de la que siempre resultaba vencedora la segunda.
Por su parte, Almodóvar ha correspondido a veces incidentalizando las músicas preexistentes, como demuestran los temas “Gorrión” y “Coral para mi pequeño y lejano pueblo” de Dino Saluzzi en “Todo sobre mi madre”, piezas instrumentales que no desentonan en absoluto con la música de influencias argentinas compuesta por Iglesias. Hay en “Hable con ella” otro ejemplo de cómo, gracias a un más detallado diseño musical, la distancia formal y funcional entre música original y preexistente se está reduciendo hasta alcanzar la coexistencia pacífica y la interacción más absoluta. En la secuencia final en el teatro, los bailarines ocupan el escenario por parejas moviéndose al ritmo de un son popular brasileño. Marco y Alicia, que se han cruzado unas palabras durante el intermedio del espectáculo, se miran, a través de un asiento vacío (el de Benigno). Almodóvar cierra así su historia, y es en ese momento cuando la música original de Iglesias, un paso doble que ha ido repitiéndose constantemente a lo largo de la película, surge fusionándose milimétricamente a la pieza diegética del ballet, apoyándose en el mismo ritmo. De esta manera, el tema principal de la película “nace” de lo diegético, del baile/teatro, del escenario, auténtico centro neurálgico del triángulo de personajes que han cruzado por la película. Parece como si Iglesias hubiera compuesto su tema a partir de la pieza preexistente. La naturalidad con la que la música pasa de la realidad diegética del teatro al artificio incidental de los títulos de crédito finales es absoluta. La compenetración entre ambas músicas alcanza así un grado inaudito en el cine de Almodóvar.
No es gratuita la afirmación de que Iglesias compone un tipo específico de música para el cine de Almodóvar. Aunque en sus declaraciones el compositor nunca haya hecho referencia a una voluntad de interconectar musicalmente diferentes películas, más bien todo lo contrario, reconociendo que cada nueva película es un punto y aparte en su colaboración profesional, lo cierto es que un editor musical avezado podría crear una suite musical a partir de las bandas sonoras de las últimas películas del director, demostrando que entre ellas existen no pocos nexos de unión, algunos referidos a las melodías, otros a los ritmos y a las instrumentaciones.
Parece que inconscientemente, Iglesias ha ido configurando una música almodovariana, un universo musical que si bien acepta tratamientos diversos o incluso muy diferentes, conserva siempre una estética, quizá una procedencia común, como si las músicas de las películas de Almodóvar surgieran del mismo lugar. No es descabellado, ya que al fin y al cabo, las historias de sus películas, los personajes, al margen de sus particularidades, poseen el rasgo común de responder a las obsesiones de un mismo creador, el universo de un artista cada vez más personal e inconfundible.
APENDICE La fuente de gran parte de las aseveraciones que hago y de las no pocas conjeturas en torno a la colaboración entre Almodóvar e Iglesias, es el estudio detallado de las películas del director manchego, cronómetro en mano, tratando de medir con exactitud todos y cada uno de los bloques musicales existentes, diferenciando su naturaleza preexistente u original, su condición diegética o incidental y, junto a su duración, describiendo las imágenes que cubren. Los resultados eran datos cuantificables, muy ilustrativos de la noción original que me impulsó a investigar más concretamente. Traducidas a gráficas estas mediciones, encontré que muchas de las conclusiones a las que llegaba podían (de) mostrarse visualmente y decidí incorporarlo como apéndice, como una ayuda adicional.
He seleccionado sólo algunas de las películas analizadas, dos pertenecientes a la etapa de Almodóvar anterior a Iglesias y otras tres de sus colaboraciones, considerándolas suficientes como ejemplo ilustrativo. Las diferencias apreciables son muy sintomáticas de la evolución en el empleo de música por parte de Almodóvar.
Cada una de las gráficas simboliza la duración total de las películas respectivas, y sobre ellas se marcan de color rojo los bloques de música originales y en azul los preexistentes. De esta manera es rápidamente entendible la proporción de presencia musical en el conjunto de la película, así como su táctica de distribución o injerencia sobre ella.
Espero que resulte interesante y sobre todo útil como herramienta de análisis, aplicable a toda película.
ORDEN DE GRÁFICAS (cronológico)
1) ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (música: Bernardo Bonzezzi)
2) Mujeres al borde de un ataque de nervios (música: Bernardo Bonezzi)
3) La flor de mi secreto (música: Alberto Iglesias)
4) Carne Trémula (música: Alberto Iglesias)
5) La mala educación (música: Alberto Iglesias)
...............
...............
...............
...............
...............
© Gorka Cornejo, 2008
(Este ensayo está registrado y es propiedad de Gorka Cornejo. Prohibida la reproducción total o parcial del mismo sin el consentimiento del autor).
(1) Nada desdeñable, sobre todo si tenemos en cuenta que Alberto Iglesias mantiene paralelamente varias “colaboraciones” continuadas con figuras como Julio Medem (quien ha llegado a reconocer que necesita irremediablemente de Iglesias para completar sus películas) o, en el mundo del ballet, con el coreógrafo Nacho Duato.
(2) Declaraciones extraídas de la entrevista concedida a Juan Cobos y Miguel Marías publicada en la revista Nickel Odeon (Nº 1, Invierno 1995).
(3) ZURIAN, Francisco A. (2005): “Mirada y pasión. Reflexiones en torno a la obra almodovariana”. En: Almodóvar: el cine como pasión, Actas del I Congreso Internacional “Pedro Almodóvar”. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
(4) Declaraciones extraídas de una entrevista publicada en el Nº 1 de la revista on-line Babab (marzo de 2000): http://babab.com/no01/alberto_iglesias.htm
(5) Estas son las razones con las que Stanley Kubrick justificó la utilización de piezas preexistentes en su célebre película 2001: A Space Odissey (2001: una odisea del espacio, 1968) y el consiguiente rechazo de la partitura original que compusiera Alex North, decisión siempre respetable, si bien las formas no fueran las apropiadas, ya que el director mantuvo engañado al compositor hasta el mismo día del estreno de la película en Nueva York. Por legendarias que sean película y anécdota, cabe siempre preguntarse si Kubrick tomó la decisión apropiada: North creía que la película, innovadora y rigurosamente original en lo visual, debía ofrecer un universo musical igualmente moderno y alejado a cualquier referencia conocida (o incluso masificada), para garantizar que el público se sintiera completamente perdido, sin esa sensación de bienestar que ofrece al espectador el previo conocimiento de un material musical.
(6) A este respecto creo que es importante conocer las opiniones de uno de sus colaboradores musicales. Bernardo Bonezzi, comentando su relación profesional con Almodóvar, llega a decir: “Cuando hicimos Mujeres al borde de un ataque de nervios tuvimos algunas diferencias creativas. Yo no estaba de acuerdo con la música que él eligió para los títulos de crédito: ¿qué pintaba una ranchera con aquellas imágenes tan fashion? Y cambió mi música en algunas secuencias sin advertirme de ello. En lugar de decirme que tenía problemas con algunos de los temas, me ignoró totalmente y puso músicas sacadas de varios discos. Era muy indeciso y creo que no se fiaba de sus colaboradores”.
(7) En palabras del compositor, “está inspirado en el cine de directores como Elia Kazan, un cine emotivamente fuerte, arriesgado, pero también en la ópera; es ese tipo de música que te dice que el drama empieza aquí y que anticipa el tono general de la película”. (Entrevista realizada a Alberto Iglesias en marzo de 2004 y publicada en la web BSOSpirit: http://www.bsospirit.com/entrevistas/alberto_iglesias.htm)
(8) De forma anecdótica aunque significativa de la gradual toma de consciencia sobre las posibilidades cinematográficas y también metalingüísticas de la música por parte de Almodóvar, quiero recordar que una de las variaciones ejercidas sobre este “tema de amor”, en concreto para la escena en la que Carmen Maura dobla su parte del diálogo de una escena de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1953), está interpretada por una guitarra española solista, en clara referencia a la célebre música original de la película de Ray, compuesta por Victor Young, donde la guitarra era el elemento protagonista. No es más que un ejemplo, aunque especialmente hermoso e inteligente, de que en la obra de Almodóvar siempre se han dado aciertos musicales aislados.
(9) CUETO, Roberto. (2003): El lenguaje invisible. Entrevistas con compositores del cine español. Madrid: Festival de Cine de Alcalá de Henares – Comunidad de Madrid – Ayuntamiento de Alcalá de Henares – Fundación Colegio del Rey – Institut Valencià de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay.
30-enero-2008
|