Gorka Cornejo
Una larga panorámica de Nueva York nos muestra la ciudad sumida en la falsa calma de la noche. En algún lugar de sus suburbios, dos bandas de jóvenes callejeros acuden puntualmente a una cita. Llevan barras de madera con clavos, llaves inglesas, botellas, otros se bastan con sus puños. Los dos grupos se van aproximando lenta y amenazadoramente. Cuando llegan a estar a menos de un metro de distancia se detienen, hay un silencio intimidante, lleno de ansiedad. De pronto alguien lanza un grito y comienza la pelea. Simultáneamente arranca la música atronadora, enfervorecida, de Franz Waxman. En abigarrada confusión, se suceden golpes, puñetazos y empujones. La bronca dura poco, los golpes son de verdad, de los que duelen y tumban. La música pierde agresividad pero mantiene su ritmo frenético. Quedan algunos rezagados pero la pelea ha terminado. El grupo capitaneado por Frankie (John Cassavetes) ha vencido, su autoridad sobre el barrio ha quedado revalidada. Pero en el rostro de Frankie no hay ni un asomo de satisfacción, más bien el escepticismo y la amargura del condenado.
“Crime in the Streets”, dirigida con pulso y contundencia por Don Siegel en 1956, es una película que examina y explica una problemática social que por entonces preocupaba mucho al ciudadano medio de las grandes ciudades norteamericanas: las masas de obreros escupen nuevas generaciones de jóvenes desorientados que no ven una escapatoria al difícil mundo al que han nacido y viven una vida ratonil, asfixiante, enfrentados a la autoridad en todas sus formas, tanto la policial como la familiar, y que con su deambular incierto y callejero acaban inevitablemente en la delincuencia, provocando el malestar de las buenas gentes de bien que no desean ver su vecindad convertida en una fuente inagotable de disturbios y atropellos y sus calles en un campo de batalla. Haciendo hincapié en la fractura generacional que distancia de sus padres y va paulatinamente aislando a esta muchachada, hasta hacer imposible casi toda comunicación con ella (ni padres abnegados, ni madres a punto de tirar la toalla, ni asistentes sociales consiguen traspasar su caparazón defensivo), la película se esfuerza en identificar las causas del problema y esboza un diáfano mensaje con el objetivo de servir a la sociedad. Estos chicos, que alardean de virilidad y esquivan toda forma de afecto, necesitan en realidad de todo el amor y la atención que la vida moderna les ha ido escamoteando. Pero, ¿cómo cortar el círculo vicioso en el que están instaladas sus vidas?
Aunque de buenas a primeras bien puede parecer una cosa intermedia entre “West Side Story” y “Rebelde sin causa” (a cuyo éxito debe en gran parte su existencia), “Crime in the Streets” se diferencia gracias no tanto a su argumento ni a la construcción de personajes, quizá demasiado tipificados, sino a unos excelentes diálogos, llenos de una extraña mezcla de virulencia y aliento literario, a una acertada puesta en escena de Siegel, una más que correcta interpretación (si bien John Cassavetes demuestra que ya de jovencito era un actor insoportable, todavía sólo sazonado, pues luego llegaría a estar adobado, por un lenguaje gestual lleno de tics y arbitrariedades de Actor´s Studio mal digeridos) y a una estupenda banda sonora jazzística de Franz Waxman que se encarga de interpretar las efervescencias de esta juventud dislocada al mismo tiempo que de dibujar el ambiente denso, abatido y gris por el que se mueven jóvenes y adultos.
Establecer una genealogía del jazz aplicado en el cine como epítome de la delincuencia o la nocturnidad urbana sería impensable dentro de los límites de esta reseña. Pero casi igual de prolijo resultaría resumir la relación entre Waxman y el jazz, desde los años de los Weintraub Syncopaters (década de los 20), cuando el compositor se ganaba la vida como intérprete y arreglista y escribía su apellido Wachsmann, hasta obras como “Spectrum: A Color Cycle for Jazz Ensemble” (1961), pasando por innumerables bandas sonoras que en mayor o menor medida incorporaban elementos propios de este idioma musical, entre las que “Crime in the Streets” sobresale quizá por su purismo y vehemencia. No se trata de un jazz decorativo, ambiental, diegético, ni de una fusión con el sinfonismo hollywoodense. Waxman aborda esta partitura con una big band en toda regla, agresiva incluso, en busca de una expresión urbana, sí, pero casi tribal en ocasiones, aportando adrenalina y fisicidad a un relato descarnado y por momentos trágico. Música del escepticismo, de la sordidez, la música que los protagonistas respiran, bailan y sobre todo escuchan en sus cabezas. Cuando Frankie cuenta a sus dos compinches los detalles del asesinato que quiere cometer y para el que necesita de su ayuda, uno de ellos dibuja una lasciva sonrisa y empieza a tararear un ritmo de jazz como única respuesta de adhesión.
El problema de esta reedición es que se limita a reproducir el contenido del LP original que publicara en su momento el sello Decca (donde ya se incluían las dos piezas concertísticas que acompañan a los tres cortes de la banda sonora) y, por tanto, no se trata de una recuperación propiamente dicha de la música de la película. De esta forma, aproximadamente la mitad del score que escribiera Waxman permanece inédito, y lo que es más importante, hace pasar por modesto y escueto (aunque musicalmente impecable) un trabajo mucho más rico, equilibrado, de reseñable variedad en cuanto a tono y orquestación. A lo que se añade otro elemento: la estructuración del material publicado en algo parecido a suites (de títulos casi igual de genéricos como los de los Three Sketches), suprimidos los bloques menos compactos o autosuficientes, es decir, los más cinematográficos, imposibilita la apreciación de la labor de costura circunstancial con la que Waxman, si bien de forma sobria y con larguísimos silencios musicales, pespuntea toda la narración. Aunque respetuosamente convencional en su aplicación, nunca cae en lo banal y se las ingenia para firmar inolvidables pasajes como el del solo de clarinete, hondo y bellísimo, pura emoción, que describe la frustración de la madre de Frankie tras fracasar en su enésimo intento por recuperar a su hijo, o el magnífico pasaje con el que Waxman simula describir el asesinato en la escena en la que Frankie se encuentra a su futura víctima en el mismo lugar donde ha planeado matarlo.
La recuperación de música cinematográfica, habida cuenta de la labor que nos precede y siendo consecuentes con el estándar alcanzado gracias a encomiables discográficas y auténticos arqueólogos de la banda sonora, no debería perder oportunidades como ésta. Autores del prestigio de Waxman bien merecen el esfuerzo de rescatar la música original tal y como la escribieron, porque es entonces cuando mejor podemos valorar su maestría, la profesionalidad aliada a la inventiva, la capacidad de dotar a una película de una cadena sucesiva de motores de ideas y emociones que detonen las réplicas deseadas.
14-enero-2010
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