Miguel Ángel Ordóñez
Tras el triunfo del romanticismo alemán del XIX, manejado con indudable habilidad por los Korngold, Steiner, Rozsa o Stothart y establecido como puente de comunicación emocional con el público de las salas de cine –no olvidemos que en fusión con una música popular que emana del vodevil y de los espectáculos musicales de la época-, un nuevo movimiento surgido en la propia industria y encabezado por compositores como Friedhofer y Raksin, mediados los 40, promueve la necesidad de acudir a fuentes derivadas del jazz y a un lenguaje más moderno y renovador, autoproclamado en su formato integrador como puramente “americano”, para exponer con mayor complejidad y riqueza el comportamiento de los hijos de una nueva mentalidad -tan abiertamente triunfalista como rígida y fatalista en su deseo por mantener el actual orden establecido- surgida en la América de posguerra.
Ven la luz obras como “The Best Years of Our Lives” y “Body and Soul” (Friedhofer) o “Fallen Angel” y “Force of Evil” (Raksin), que dan a entender veladamente que el cine que hacen los vencedores bien podría haber surgido de la imaginación de los vencidos. Disfrazadas algunas de ellas tras el manto protector del cine de género, perfecto corsé para hablar de manera tolerante y sin apenas censura de las bajas pasiones humanas, éstas y otras películas surgidas a su amparo, van a representar un cambio de rumbo en la industria. Así, el cine americano comienza a plagarse de personajes atrevidos, con incierto destino acorde a la moral de la época, que requieren de un osado lenguaje musical que, en mayor o menor medida, asumen las “estrellas” del momento -el Newman que retrata la locura en “The Snake Pit”, o el cine negro de los Steiner o Waxman- y que acaba por desarrollarse en los 50 gracias a una nueva generación de músicos pletóricamente rebeldes (léase North y Rosenman y, en menor medida, los primeros Bernstein y Goldsmith).
Si Friedhofer es uno de los padres de ese movimiento tan sugerente y audaz, no es menos cierto que una década después, tanto él como Raksin se van a ver arrastrados por el propio fracaso del sistema de Estudios. Músicos hasta hace bien poco modernos y valientes son considerados ahora sujetos del pasado, su visión de futuro fagocitada por jóvenes que han surgido de la música popular y que reclaman su lugar en la historia a fuerza de convertir al espectador en “voyeur auditivo”, perdiendo la música en ese trayecto su capacidad de instrumento docente, su poder para explicar por encima de narrar. De nada valdrán posteriores cantos de cisne (véase la apabullante “One Eyed Jacks”) para revitalizar una carrera que transita mediados los 60 entre producciones televisivas menores encargadas a su gran amigo Earle Hagen, al que asiste como ayudante, o que se alimentan del pastiche en producciones de bajo presupuesto capitaneadas por Roger Corman (las olvidables “Secret Invasión” o “Von Richtofen and Brown”).
Vistas las cosas con la perspectiva necesaria, resulta inaudito que a día de hoy gente como Friedhofer no haya alcanzado el estatus de “estrella” del que gozan otros autores con una mayor difusión discográfica y que trabajando en la misma época se limitaron a seguir muchas de las coordenadas abiertas por él. Para paliar ese ostracismo ridículo, más fruto del desconocimiento que del olvido, debemos celebrar como se merece la recuperación de cualquiera de sus obras, aunque ese rescate se produzca sobre una partitura ya editada (“Boy On a Dolphin” salió a la venta en el mercado digital japonés hace quince años) que decide servirse con el aditamento de una mayor ración de minutaje (un cuarto de hora que ahonda en los aspectos dramáticos e intimistas más interesantes de la obra).
En 1957 cuatro son los proyectos que acomete el compositor. A excepción de su reducida participación en “Oh Men! Oh Women”, cinta en la que interviene en auxilio de su amigo Cyril Mockridge, sus trabajos en “The Sun Also Rises” -obra de momentos sublimes en la que Friedhofer cuenta con la ayuda del guitarrista Vicente Gomez y del orquestador y compositor Alexander Courage (la suite grabada por Gerhardt en su colección de clásicos se cuenta entre lo mejor del repertorio ofrecido y se trata de un magnífico botón de muestra de la calidad de la partitura)-, y en las sentimentales “An Affair to Remember” y “Boy On a Dolphin” (sendas nominaciones al Oscar), nos enfrentan quizás al Friedhofer más poético de toda su carrera (no podemos olvidar en esa lista trabajos como “Enchantment”, pequeña obra maestra de 1948, los créditos iniciales de “So Dark the Night” (1946) o el tema de amor de “El Bárbaro y la Geisha”, por poner sólo algunos ejemplos relevantes). Utilizando en ellas un lenguaje accesible, dominado por un desatado romanticismo que en ocasiones adquiere tintes trágicos, “Boy On a Dolphin” se desmarca del resto en tanto esconde una escritura de dimensión mágica que trasciende el tosco disfraz de producto a mayor gloria de la exuberante Sofia Loren (quien irradia una desbordante feminidad bajo la atenta mirada de su marido en labores de producción) que acaba por vestir la cinta.
Phaedra es una recolectora de esponjas marinas que un buen día encuentra en el fondo del mar la estatua de un niño que tiene por montura un delfín y que resulta ser una obra legendaria de incalculable valor. Llevados por la picaresca, ella y su novio intentan vender la pieza, primero a un arqueólogo americano (un vetusto Alan Ladd), más tarde a un coleccionista de arte sin escrúpulos (Clifton Webb) que hará todo lo posible por hacerse con la figura. Como no podría ser de otra manera, finalmente Phedra cae enamorada del arqueólogo y los habitantes del pueblo de Hydra salvan la estatua de las codiciosas garras del marchante. Dentro de estos parámetros convencionales, Friedhofer opta por confeccionar un doble material temático, presentado en el “Main Title”, que actúa de manera decisiva sobre la acción y las relaciones entabladas entre el trío de protagonistas: la mujer, el arqueólogo y el coleccionista. La primera idea supone un acercamiento “sui generis” al folklore griego (digamos que una vez reducida a su más pura abstracción, Friedhofer construye una música personal de instintos mediterráneos, mezcla de ritmos griegos y arábigos, sensual y libidinosa, como años más tarde hará Goldsmith con su particular Alejandría travestida de griega y otomana en la obra de Cukor, “Justine”). Tras acompañar esta música una presentación de las Islas del Egeo, la visión de la estatua conduce directamente al tema romántico de la cinta, el “Boy On a Dolphin” del título que no es sino la traslación comercial (la adaptación que a esos fines interpreta una sugerente Julie London) llevada a cabo por Friedhofer del “Ti´ne Afto Pou to Lene Agapi” de Takis Morakis.
Ambos materiales, el étnico asociado a Grecia y el romántico vinculado a la estatua, van a ser pronto asumidos por Phaedra en su relación con el coleccionista y el arqueólogo. En su intención por mostrar la paradójica situación de una Grecia enclavada entre el subdesarrollo cultural de sus habitantes, lo que ayuda sin duda al expolio sangrante de su pasado, y la belleza pedagógica del entorno, Friedhofer asocia el tema étnico a la relación de Phaedra con el coleccionista, donde se pone de manifiesto la diferencia clasista y el engaño al que ésta se verá sometida (hasta el punto de hacer que el personaje del marchante se apropie del tema en sus conversaciones con el arqueólogo). Por su parte, el romántico apelará, en lo sucesivo, al amor que florece entre la fogosa isleña y el atribulado explorador, un tema que sustentado en el despecho y en la indecisión de ambos se irá cargando de componentes deliberadamente platónicos, ficticios (“Love Scene”).
Pero el punto más interesante de toda la partitura se centra en el acento ensoñador que otorga Friedhofer a las escenas que muestran a la estatua descansando en su fondo marino. Con el empleo de una voz sin apenas vibrato (la de Marnie Nixon, integrante en su momento del Royal Wagner Chorale con cuya formación había colaborado en una de las obras maestras del compositor, “Joan of Arc”), logra recrear un universo irreal, evocar un mundo fantástico donde lo inmaterial es capaz de adquirir movimiento, donde lo inerte cobra vida (“Phaedra Finds the Boy On a Dolphin”, “Nocturnal Sea”). Ya en “The Lost Moment”, una pequeña película dirigida por Martin Gabel en 1947, Daniele Amfitheatrof había utilizado un coro sin apenas vibrato para simular esos objetivos: emular un mundo fantástico y exotérico donde una bella mujer volvía a la vida, pero el compositor de “Vera Cruz” decide ir más allá al valerse aquí de una escritura impresionista que ejerce de contrapunto y otorga a ese mundo submarino una dimensión aún más evocadora.
En “Boy On a Dolphin” encontramos un Friedhofer que manifiesta sus grandes virtudes como compositor pero se muestra un tanto convencional en el desarrollo temático. La escasa originalidad del material de partida (no olvidemos que Manos Hadjidakis fue contratado y luego despedido tras adaptar una parte del tema de Morakis y crear un glosario de piezas folklóricas, revisadas por el maestro, que finalmente se mantuvieron en el montaje en las dos escenas festivas de la cinta) es sorteada magistralmente por un Friedhofer brillante en el uso de las armonías y astuto a la hora de establecer un contrapeso eficaz entre el sometimiento a los componentes étnicos y a los elementos mágicos y fantásticos de la trama, ayudando a convertir esta mediocre película en una fábula amable a la que se termina por perdonar su explícita moralina.
10-noviembre-2008
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