Gorka Cornejo
Bernard Herrmann tenía el ego de los grandes genios. Creía en una jerarquía artística en términos absolutos. Dicen los que le conocieron bien que era incapaz de tratar mal a alguien más débil, pero brutalmente implacable con los arrogantes que se creían superiores sin serlo. Defendiendo a capa y espada su manera de entender el arte y sobre todo su concepción artística de la música cinematográfica, Herrmann atravesó como un huracán los años dorados de Hollywood, cosechando enemigos y admiradores simultáneamente (a menudo sus enemigos no podían evitar admirarle), hasta que la realidad se hizo imbatible, el cine de Hollywood impracticable y el exilio inevitable. Humillado por los directivos de las grandes productoras que daban trabajo a músicos mediocres pero populares, ausentes sus grandes valedores (sobre todo Hitchcock y Alfred Newman), Herrmann se instala en Inglaterra decidido a convertirse en un reputado director de orquesta, pero allí también fracasa, entre otras cosas porque no hay orquestas en el mundo que soporten su personalidad dictatorial e irascible. De vez en cuando, viaja a California para temporadas de tres o cuatro meses; recibe pocos encargos, la mayoría televisivos. En cierta ocasión llama a Lionel Newman y le advierte de que está en Hollywood, con tiempo y sin proyectos, le pide trabajo. “Lo siento Benny, pero no tenemos nada para ti. Hemos decidido apostar por los jóvenes”.
Lo que le pasó a Herrmann es perfectamente comprensible. Llegó un momento en el que no había espacio para un compositor que tenía por costumbre no enseñar nada de lo que estaba componiendo a los productores o directores con los que trabajaba. Herrmann entendía su trabajo como la aportación de un artista a una obra colectiva, no como una colaboración en constante evaluación sujeta a la injerencia de sus máximos responsables financieros. No deja de ser curioso que uno de los compositores que mejor entendieron el cine como arte expresivo, desarrollando un estilo musical netamente cinematográfico, demostrara una incompatibilidad tan esencial, característica que distingue a Herrmann de otros compositores que, si bien sufrieron las consecuencias del cambio en los criterios musicales de Hollywood, supieron más o menos adaptarse sin grandes renuncias. Siempre se ha dicho que Herrmann sonaba a antiguo a mediados de los 60, pero lo que realmente le convertía en un ser anacrónico y molesto era su exigencia de ser considerado un artista intocable e incuestionable. Como es lógico, Herrmann tuvo que aprender a tragarse su orgullo para poder pagar las facturas, si bien es verdad que nunca dejó de rechazar proyectos, ni siquiera en los peores momentos de su carrera.
“The Night Digger” hay que situarla en una coyuntura particularmente interesante dentro de la última etapa de la carrera de Herrmann. Tras la agridulce vinculación con el reivindicador oficial de Hitchcock en Europa, François Truffaut, el compositor empieza a ser objeto de una curiosa revalorización por parte de una nueva generación de cineastas (Brian De Palma, Larry Cohen, Martin Scorsese) que irrumpen en la escena internacional con un cine híbrido, a medio camino entre el rupturismo y la reinterpretación del clasicismo, en el que Herrmann encaja (como también lo hiciera Rózsa) como voz del pasado que sanciona la autenticidad del simulacro. Jóvenes veinteañeros envían sus guiones a un Herrmann legendario que no siempre contesta con la contundencia y la calidad de antaño. Al compositor se le ve en ocasiones atrapado, periclitado, no ya en la repetición de unos esquemas musicales tan personales como a estas alturas inalterables, sino en el intento de reproducir un tipo de cine a partir de materiales que le son totalmente ajenos. Por simplificar, se podría decir que en vez de buscar una voz propia y adecuada para De Palma, Herrmann parece querer auxiliar a De Palma a ser un alumno de Hitchcock como es debido. Los resultados, a veces, se acercan peligrosamente más al kitsch que al macguffin.
La película cuenta la historia de amor imposible entre una mujer de mediana edad, Maura (Patricia Neal), que vive con su madre ciega, una anciana caprichosa y mandona que la trata como a una asistenta, y Billy (Nicholas Clay), un joven misterioso que un día se presenta en casa ofreciendo sus servicios de jardinero y que en realidad es un esquizofrénico violador y asesino en serie. Entre ambos personajes va surgiendo una relación que comienza siendo la de una madre y un hijo y acaba en la cama, a medida que el irresistiblemente desvalido Billy va despertando en Maura primero sus instintos maternales y después los femeninos. Billy encuentra en este extraño hogar un lugar donde refugiarse, si bien la sola visión de una chica joven despierta en él su vertiente enferma, acabando por violarlas, asesinarlas y después enterrarlas (de ahí el título).
Si bien la partitura de “The Night Digger” (que ahora se reedita, con mejor calidad de sonido y seis minutos de música inédita que nada nuevo añaden a los hasta ahora disponibles) cumple en parte con las expectativas de una película de tensión y asesinatos, ofreciendo el consabido ramillete de recursos orquestales habituales en su compositor, desde el frenético agitato basado en fórmulas breves y repetitivas (la música de los créditos iniciales en “Scenario One”) hasta los largos bloques destinados a acumular tensión (esa manera tan suya de decir cosas sin decir nada que encontramos en, por ejemplo, “Scenario Three”), pasando por los fragmentos más efectistas y descriptivos que acompañan a los asesinatos (esas cuerdas ondulantes en arcos de “Scenario Four” o “Scenario Five”), Herrmann no se contenta con eso y explora en los personajes en busca de un tratamiento musical especial que pueda de alguna manera distinguir a la película (y a su partitura) de propuestas similares. Tanto se esforzó en ello que llegó a enfrentarse con el guionista de la película, nada más y nada menos que el escritor Roald Dahl, aquí bastante menos afortunado que en sus relatos sarcásticos o en sus narraciones infantiles, para que cambiara el final y algunos otros detalles de la película con el fin de que encajaran mejor con sus planteamientos musicales.
Lo que Herrmann pretende claramente es hacer el retrato de dos personajes solitarios que se cruzan por azar y buscan juntos la solución a sus problemas existenciales, dos infiernos individuales que parecen estar reclamándose, llamándose uno al otro, para poder redimirse. Este planteamiento se pone en práctica gracias a una clara identificación musical de los dos personajes principales. Billy está representado por una melodía simple de cuatro notas ascendentes y por la armónica, recurso que Herrmann emplea tanto de forma incidental como diegética: el personaje toca con la armónica su propio tema cuando se encierra en su habitación y rumia su soledad de niño herido en la infancia (huérfano a raíz de un trágico accidente que lo marcará de por vida) y posteriormente humillado repetidas veces en su condición de hombre, es decir, de amante, lo que explica su actividad criminal. Es un retrato musical deliberadamente simple y sin variación posible que expresa el autismo de un personaje que no puede avanzar, que sólo puede retroceder a su pasado, revivir sus heridas, que está atrapado en el dolor. Por otra parte, Maura recibe un tema desolado y triste de seis notas para viola de amor, un lamento perpetuo que describe a un personaje condenado a la autocompasión, que busca culpables para explicar el no haberse casado con el hombre que un día la amó y la abandonó.
Herrmann, sabiamente, dedica gran parte de la banda sonora a establecer un diálogo de soledades donde la harmónica y la viola se contestan, cada uno con su tema, se entrelazan y se complementan (“Scenario Two”): mientras que el tema de Billy no puede hacer más que relajarse o exacerbarse (“Scenario Five”), el de Maura tiene una cualidad apaciguadora, revulsiva, que afecta en el personaje de Billy y a su vez se ve transformada por éste: en uno de los mejores momentos de la partitura, en la escena en la que Maura confiesa sus sentimientos a Billy y acaban haciendo el amor por primera vez, Herrmann inunda progresivamente al solo de viola en la marea de una sección de cuerdas que va creciendo y creciendo hasta hacer desaparecer todo lo demás. El punto culminante coincide con el orgasmo y como consecuencia, la exposición de las soledades desaparecen momentáneamente del score dando paso a un pletórico nuevo tema (para el que suscribe, de lo mejor de su autor), íntegramente interpretado por la orquesta de cuerdas (“Scenario Seven”), que describe la felicidad absoluta, el perdón de los pecados, la realización de un milagro terrenal que, sin embargo, no será definitivo.
Y así, entre lo convencional y los chispazos de genialidad, transcurre esta banda sonora, sin duda a años luz del resto de elementos de una película fallida cuya precariedad lastra en buena parte las enormes posibilidades del esquema musical que hemos descrito. Aunque se trate de un obra menor comparada a otros logros de su autor, “The Night Digger” figura entre lo mejor de su última etapa por la contundencia de su discurso musical, la indiscutible belleza de muchos fragmentos y la particularmente inteligente decisión de hacer prevalecer la psicología de los personajes a la linealidad de los acontecimientos.
En cierta ocasión, poco antes de morir, Herrmann recibe una llamada. Es Lionel Newman: “Benny, tenemos una película grande para ti…”. Herrmann, que siempre creyó en la justicia poética de los artistas, respondió: “Lo siento, Lionel, pero he decidido apostar por los jóvenes”. Lástima que la muerte, consecuencia lógica del daño que su temperamento causaba en su salud, tuviera otros planes.
3-noviembre-2008
|