Miguel Ángel Ordóñez
Inmerso en una de sus etapas más dolorosas, la del mccarthismo, el cine americano responde a través de nuevos enfoques, más progresistas y sociales, con los que abordar géneros surgidos en su propio seno. La visión del Oeste parece no ser ya la de la mítica tierra que forja el valor de los hombres, el territorio donde la valentía y la actitud de los héroes cuenta con premio frente a la condición de villanos y pistoleros sin escrúpulos vencidos por aquellos en buena lid. La mujer deja de ser un bondadoso objeto de mobiliario, descanso del guerrero, para asumir pecados capitales como la avaricia y la envidia sin necesidad, por ello, de provenir del mundo del espectáculo o de ser “femmes fatales” trasladadas desde otros géneros como el film noir (la McCambridge de “Johnny Guitar”); el héroe, con un tormentoso pasado, sigue poniéndose del lado de los débiles, aunque ese acto de fe puede ahora pagarlo con su propia vida (“Raíces Profundas”). Incluso la cultura india deja de ser el convidado de piedra que, debido a su violencia extrema, pone en peligro la felicidad de unos colonos ansiosos de tierra y oro, sino más bien, individuos con un código moral propio que se limitan a defender su lugar en el mundo frente a la hostilidad invasora del hombre blanco (“Flecha Rota”).
Algo se remueve en las conciencias de los nuevos cineastas surgidos al amparo de una década cuyos movimientos sísmicos son sólo el preludio del gran terremoto que tendrá lugar en los 60. La violencia en el western se radicaliza y a ello contribuyen directores preocupados por alejarse de los componentes míticos vinculados al género, en su afán por añadir ingredientes psicológicos y de suspense a unas tramas de episódicos finales abiertos. El héroe torturado de Anthony Mann es el perfecto ejemplo del nuevo devenir del género. Antítesis del Oeste fordiano (aunque éste acabe abrazando algunos de sus postulados en “The Searchers” o en “Liberty Valance”), el western de Mann es un canto al paisaje frondoso, a los bosques, cascadas y montañas, símbolos de un complejo entramado de pasiones nada afines al desértico paisaje lunar de Ford (con el Monument Valley de fondo). Para el héroe de Mann, la tierra y sus frutos son su posesión más preciada. Tanto para el Howard Kemp (James Stewart) de “The Naked Spur” (el absurdo Colorado Jim que da título a la cinta en castellano), quien se ha convertido en cazarecompensas para conseguir dinero con el que recuperar su rancho, como para Lance Poole (Robert Taylor), el indio condecorado en la Guerra de Secesión de “Devil´s Doorway”, quien contrata una abogada para dar cobertura legal a sus propiedades de facto en un valle idílico, la posesión de la tierra se convierte en el leitmotiv de su existencia. A diferencia de aquellos, el trampero Jules Vincent de “The Wild North” (poco o nada hay de western en esta cinta de aventuras dirigida por el artesano Andrew Marton en el inhóspito Canadá de finales del XVIII) o el cazador de búfalos Sandy McKenzie de “The Last Hunt” (ambos interpretados por Stewart Granger), no ansían una parcela de terreno sino vivir en perfecta armonía con un paisaje abrupto en el que han forjado su hombría, sentirse integrados en un territorio salvaje y natural que pone a prueba su propia subsistencia.
Como elemento integrador, al margen de las diferencias argumentales y estéticas que evidencian todas ellas, estas películas abrigan un espacio de metraje sobre el que reflexionar acerca de la pérdida de libertad de la comunidad india. A excepción del “Escape from Fort Bravo” de John Sturges, donde se justifica, a la manera tradicional, el ataque contra unos indios (aquí los apaches mescaleros) salvajes e inhumanos, que no olvidemos se limitan a defender su propio territorio, el resto de cintas se concretizan alrededor de un Oeste tardío (traslademos ese paralelismo al Canadá de “Norte Salvaje”) donde el indio, confinado en reservas, ha sido condenado a vagar por tierras yermas e improductivas, expulsado de su hábitat natural. La defensa a ultranza de su cultura y código ético lleva aparejada la muerte en “Devil´s Doorway”, su giro hacia el pacifismo, su último aliento de adaptación, tiene como respuesta la traición y la emboscada en “The Naked Spur”, mientras el racismo y el olvido son las pautas de conducta del hombre blanco en “The Last Hunt” y “The Wild North”. Un cine que se divide entre la defensa y el reconocimiento de una cultura ancestral que vive en concordia con su entorno y la denuncia ante la masacre de un ejército conquistador (los de “Devil´s Doorway” o “Fort Bravo”) que lucha contra un código de conducta que no comprende y por tanto teme. El cine del Oeste se oscurece progresivamente y Mann, con “Man of the West”, dará el certificado de defunción definitivo a un género que centrado en la mítica, será revisitado en adelante desde un punto de vista crepuscular (como ya advertía el por entonces crítico de Cahiers, Jean Luc Goddard).
Alrededor de estas cinco películas de la Metro, FSM pone en circulación un segundo volumen dedicado al western (el primero ofrecía una perspectiva del género en la United Artists). Cinco partituras para tres compositores: el interesante Bronislau Kaper (siempre a la sombra de Rozsa en la productora), el olvidado y absolutamente reivindicable Daniele Amfitheatrof (uno de los compositores cinematográficos más sugerentes de la historia con sólo dos scores editados en formato digital, algo intolerable si observamos la atención que se le ha dedicado a muchos de sus coetáneos) y el artesanal Jeff Alexander.
Teniendo en cuenta la evolución del western en la década, la propuesta musical de Kaper en “The Naked Spur” resulta la más audaz a un nivel conceptual. Los western psicológicos de Mann, con medianas influencias del cine negro (género en el que el director destacó a través de títulos como “The Tall Target”, “Side Street” o “Raw Deal”), permiten a Kaper adoptar un posicionamiento motívico oscilante. Partiendo de un leitmotiv de tres notas que se despliega, sobre un efecto respuesta, en otro de siete, el compositor conjuga toda una sucesión de motivos que, edificados sobre el primero, dan réplica a las diferentes situaciones dramáticas del argumento. Sobre una base armónica opresiva y oscura que remite a títulos como el “Them!” de Gordon Douglas, el leitmotiv central queda asociado a la codicia que despierta en los personajes la captura del forajido Ben Vandergroat (Robert Ryan). Si bien, este motivo de tres notas acompaña a Howard Kemp (James Stewart) cuando recuerda como perdió su rancho o escolta el ánimo económico que despierta en Jesse Tate (Millard Mitchell) la falsa leyenda de un territorio repleto de oro (reconvertido en ocasiones en un motivo de cuatro o cinco notas), el mismo no hace sino apelar a Vandergroat, la llave para que el sueño de los demás se haga realidad. De este modo, el forajido se convierte en epicentro del relato, no tanto porque Mann construya a su alrededor un entramado de pasiones turbias y confusas, sino porque el cobro de la recompensa que pesa sobre su cabeza permitirá la felicidad del resto, convirtiéndose con el paso del metraje en un motivo-trampa que condena a la muerte a todos los protagonistas alcanzados por su influjo. Para el único personaje que se comporta sin ataduras aparentes respecto de ese apetito de codicia, Lina (Janet Leigh), Kaper reserva un tema basado en el “Beautiful Dreamer” de Stephen Foster. Así, cuando Howard acepta que no podrá construir su felicidad junto a Lina sobre el estigma de un hombre muerto, son las notas del “Beautiful Dreamer” las que terminan acompañándole en su viaje final hacia un futuro tan incierto como esperanzador.
La pericia demostrada por Kaper a la hora de subrayar los conflictos de los personajes entre sí y el entorno hostil y escarpado que delimitan sus acciones en “The Naked Spur”, tiene una pobre continuación con “The Wild North”. Aquí, un omnipresente motivo de siete notas, identificado con el paisaje montañoso del Canadá más septentrional, impone un desmedido tono épico a una cinta con vocación de estudio de personajes. Marton no logra, desafortunadamente, ni una cosa (el epicismo viene impuesto por la erguida presencia de las cadenas montañosas nevadas y no por la supervivencia de los protagonistas en ese ecosistema) ni la otra (ni Jules Vincent ni Pedley, un policía que le persigue para conducirle a la civilización donde debe afrontar una denuncia por asesinato, dan el mínimo rastro de credibilidad). Kaper se muestra más cómodo cuando se trata de dar continuidad a los numerosos fundidos a negro que arrancan con una vista de la magnificencia del paisaje, que cuando procura insuflar vida a unos diálogos raquíticos (Vincent se pasa media película llamando a su captor “Chiquito”), partiendo siempre desde la sempiterna rémora de su leitmotiv épico. Cuando la acción pasa a dominar la trama (la secuencia del ataque de los lobos), Kaper aporta lo mejor de sí mismo (“Read it/There it Is”), especialmente en el uso de un contrapunto violento y audaz (a destacar en este corte el enfrentamiento del motivo central a otro de cinco notas descendentes cuando Pedley no ofrece resistencia al ataque). Sumamente convencional es su acercamiento a de la subtrama amorosa (allí donde Marton llega a provocar sonrojo con su historia de amor inverosímil entre Vincent y una india cansada de cantar en un salón de mala muerte), acudiendo al clásico de Charles Wolcott, “Nothern Lights”, aunque esto mismo puede decirse de la práctica totalidad de las cintas contempladas en la presente edición, las cuales se auxilian de canciones populares como modo de henchir de romanticismo las relaciones entre sexos opuestos (Amfitheatrof acude al “Lorena” de J.P.Webster en “The Last Hunt” y Alexander a su propia “Soothe My Lonely Heart” en “Escape from Fort Bravo”).
No cabe duda, que lo mejor de la edición lo encontramos en la primera mitad del score de “The Last Hunt”, donde Amfitheatrof demuestra su potente técnica en el desarrollo de tensiones y modulaciones extremas a través de la saturación del sistema tonal. Este compositor de origen ruso (al que es necesario reivindicar como se merece), puso en práctica en el Hollywood de los 40 y 50 un estilo cuya mezcla entre el romanticismo alemán tardío (el Strauss de “Electra y Salomé”) y la música americana tradicional y el jazz (véase sus magistrales “Human Desire” y “Carta a una Desconocida”, o el corte “Columbia University” de su editada “The Beggining or the End”), suponía el intento de explorar los confines de la música tonal y el desarrollo del concepto de leitmotiv, haciéndolo modular entre multitud de tonos al amparo de un movimiento armónico muy poderoso. Pese a que ese atrevimiento no resulta tan palpable en “The Last Hunt” o “Devil´s Doorway”, partituras dedicadas a evocar la espiritualidad de la cultura india, Amfitheatrof no traiciona su particular universo musical demostrando que es capaz de moverse en el género con voz propia (de hecho, poco o nada une su optimista trabajo en “El Pistolero de Cheyenne” con su original y precursor sonido pre-spaguetti en la insolente cinta de Hathaway “From Hell To Texas”). Mientras “The Last Hunt” es un homenaje al paisaje del oeste americano y sus originarios habitantes: indios y búfalos, así como una crítica hacia una modernidad que lleva aparejada la extinción de aquellos; “Devil’s Doorway” es un nuevo ejercicio reflexivo manejado con firmeza por Anthony Mann, donde un idílico escenario prebélico sirve de cauce a una desatada lucha de traiciones y ajustes de cuentas entre los verdaderos propietarios de un valle y unos colonos ovejeros que buscan pasto para su ganado, historia que esconde la viva llama del racismo imperante en la sociedad americana de mediados del siglo pasado. Si Amfitheatrof retrata el paisaje americano de “The Last Hunt” a través de un esqueleto temático prolífico que ayuda a captar la atención sobre las diferentes subtramas que sobrevienen a la acción (hasta cuatro temas diferentes que pueden ser admirados en su esplendor en la magistral “Let Her Go/A Wet Ending”, auténtico ejemplo de orquestación avanzada a su tiempo, precursora del Williams más activo), la contención y la constricción (su línea argumental monotemática provoca que el score no esté dominado por un tema concreto sino por una sucesión de motivos y modos que facilitan la digestión de la historia) dominan “Devil’s Doorway”. De hecho en esta última, salvo algún trazo disimulado de hálito coplandiano (“I´m So Sorry”) o la convencional arquitectura motívica destinada a los indios (“Indians vs Sheepmen”, “Wire”), la música se aleja del western y alimenta los saltos entre géneros de que hace gala Mann, pasando del drama al suspense y de éste a la comedia (a través de un motivo cómico destinado a la madre de la abogada Orrie).
Pocos ingredientes de esa nueva visión del Oeste se aprecian en “Escape from Fort Bravo”, una cinta dirigida con pulso y rigor por el siempre profesional John Sturges. La película remite al universo fordiano de cintas como “Rio Grande” y “The Horse Soldiers”, con las que comparte no sólo un diseño musical parejo (las canciones que evocan el período como centro neurálgico del relato) sino una temática centrada en la unión de hombres que luchando por diferentes ideales (en este caso, la Guerra de Secesión como telón de fondo) ponen sus esfuerzos en común para derrotar al enemigo (aquí unos apaches que hacen gala de una estrategia casi napoleónica, como demuestra la portentosa escena en la que, atrincherados, los soldados esquivan sus flechas). Un Sturges bastante alejado de sus western más oscuros y claustrofóbicos (“El Último Tren a Gun Hill” o “Duelo de Titanes”) que diseña una película, homenaje a la Caballería, destinada a la mítica. Construida alrededor de dos canciones, “Yellow Stripes” (de Stan Jones, responsable también de algunas de las incluidas en los títulos referidos de Ford) y “Soothe My Lonely Heart”, Jeff Alexander realiza un trabajo convencional, repleto de colores vivos y dinámicos, que flojea cuanto más deriva la cinta hacia el drama, mostrándose confuso en el tratamiento leitmotívico (incluso, insinúa un tema de amor para Roper (William Holden) y Carla (Eleanor Parker) que en el climax final es sustituido por una versión del “Soothe”), sin inmiscuirse en el desarrollo psicológico de los personajes. Interesado en apelar a la épica, Sturges halla el partenaire perfecto en Alexander, como antes Ford había apoyado su discurso en jinetes impersonales pero efectivos como Hageman y Buttolph.
14-agosto-2008
|