Miguel Ángel Ordóñez
Tras el crack bursátil de 1929, los Estados Unidos vivió, iniciada la década de los 30, la peor recesión económica de su historia. Gente sin hogar y trabajo vagaba a lo largo y ancho de su territorio en busca de oportunidades, cuando no, hacían de su condición de nómadas una forma de vida. “El Emperador del Norte” (extraño título dotado de una carga poética que funciona por contraste respecto de los hechos relatados) es una historia de violencia sorda que utiliza como excusa argumental la confrontación de dos personajes, representantes de la intensa división de clases propiciada por la crisis, para ofrecer un panorama amargo y pesimista de la América profunda, una América rural y primitiva que sufrió, si cabe con más fuerza, los efectos del mazazo financiero.
Shack (Ernest Borgine) es un cruel y despótico revisor que se vanagloria de haber matado a cerca de una quincena de vagabundos que han intentado subir gratis a su tren: el 19. Cuando A-Nº1 (Lee Marvin) y Cigaret (Keith Carradine) logran burlar su marcaje, provocando el incendio de uno de sus vagones, la noticia corre como reguero de pólvora convirtiendo a Shack y A-Nº1 en contrincantes de una apuesta, a través de la cual el vagabundo desafía al funcionario a llegar a Portland en su 19. Paralelamente, el fanfarrón Cigaret, envidioso del éxito que A-Nº1 tiene entre sus compañeros, hasta el punto de ganarse el apelativo de Emperador del Polo Norte como héroe legendario capaz de sortear las trampas de los feroces representantes de la ley, intentará conseguir también su momento de gloria, la sucesión de un trono que el propio emperador parece haber destinado al joven aprendiz.
Tras tres largos años a la búsqueda de financiación para el proyecto, Sam Peckimpah se veía relevado de la dirección en favor de Robert Aldrich. Conectados ambos cineastas a través de su mirada radical al lado más violento del ser humano, sus puntos de partida no pueden ser más opuestos: lo que para Peckimpah reside en componentes de naturaleza patológica (los villanos de “Perros de Paja” o el hatajo de cazarecompensas de “Grupo Salvaje”) es fruto en Aldrich de un entorno hostil que condiciona el propio comportamiento de los personajes (la Depresión en “El Emperador del Norte” o la falta de esperanza y libertad en las reservas de “Apache” o “La Venganza de Ulzana”). Cuando Peckimpah se recrea (sus famosos montajes donde la violencia vuelve fugazmente al espectador a través del uso de la cámara lenta y el tiempo congelado), Aldrich hace gala de su sentido del humor (Shack sonríe cuando un vagabundo es arrollado por el tren, la mano cortada que yace junto al ramo de novia en “Canción de Cuna para un Cadáver” o Mamá Grissom descerrajando balas, a diestro y siniestro, entre carcajadas en “La Banda de los Grissom”); mientras el director de “Grupo Salvaje” busca a conciencia el horror en primer plano (la sangre llega a salpicar la cámara), el de “¿Qué fue de Baby Jane?” provoca la mueca desencajada del espectador, quien asiste atónito a una violencia observada con distancia y frialdad quirúrgica.
A diferencia de Peckimpah (que la utiliza para adentrarse en las consecuencias psicológicas provocadas por una agresión de naturaleza exógena), para Aldrich la música juega un papel estelar en su pavoroso alejamiento de la acción, gracias a un juego de contrapuntos, de contrastes, que evitan el compromiso emocional del público. Con “El Emperador del Norte”, Frank DeVol (quien colaboró en 16 ocasiones con el cineasta) entreteje un entramado de melodías que inciden en la representación de una época y una geografía determinada, dando la espalda a un diseño de personajes que conlleve la aceptación o el rechazo del espectador. No es casual que el entorno marque las actuaciones de Shack y A-Nº1, ya que ambos defienden un estilo de vida y un sistema de valores diferentes. DeVol no entra en calificar actitudes, en justificar comportamientos o en desnudar el alma de los personajes, limitándose a ejercer de cronista mediante su decisiva contribución a una acción anclada sobre dos planos de aplicación sonora, finalmente interconectados.
Con el primero, DeVol fija el ámbito local y temporal de la historia. La América rural aparece relacionada con una instrumentación basada en el uso de banjos y armónica, mientras la temporalidad, coetánea a la acción, se vincula a la fusión de ritmos como el ragtime, el bluegrass o el country (“Medley”). Sin embargo, y aquí radica su especial interés, la música abraza orquestaciones propias de los 70 (voz y percusiones, esencialmente), logrando DeVol establecer un bucle espacio-temporal que elimina cualquier sustrato de denuncia social para abrazar un lúdico entretenimiento que acentúa los aspectos cómicos, y de picaresca, de la trama. Concretizado su tema central (“A Man and a Train”) en este punto, la música hace hincapié en la ambigua relación maestro-discípulo que une a A-Nº1 y Cigaret.
El segundo plano de aplicación sonora incide en la confrontación entre A-Nº1 y Shack. Toda la música que acompaña los juegos del ratón y el gato que tienen lugar entre los vagones del tren, donde la violencia se disfraza de inteligencia, constituyen el material más interesante que ofrece DeVol a la película. La elasticidad que demuestran sus armonías, la atrevida fusión de ritmos y la diversidad del material temático, convierten a este “El Emperador del Norte” en una de sus obras más logradas. La originalidad de DeVol no radica tanto en el material escogido como en la frescura que irradia su utilización. “Burning Freight” suena a refrito entre el Goldsmith más insolente (“The Travelling Executioner”, “Escape from the Planet of the Apes”) y el Schifrin más rural (“Cool Hand Luke”), la disonancia y la magistral cualidad onomatopéyica de “High Balling and Main Train”, corte admirable en la descripción de la lucha del tren por evitar una colisión segura, remite en ocasiones al particular cosmos de Rosenman (en especial al de “Los Luchadores del Infierno”), e incluso el esquizofrénico “Box Fights” se vertebra alrededor del Bernstein campestre de “God´s Little Acre” y el jazzístico de “Man with the Golden Arm” (sin duda, la escena donde más fríamente aflora la violencia, final de un trayecto en el que este juego de inteligencias se paga con la propia vida). DeVol sorprende por lo flexible de su propuesta, optimista y lúdica, eludiendo la tragedia hasta el punto de convertir a sendos personajes en héroes de cómic, en caricaturas de la deprimente realidad que les circunda.
Otro cantar supone el complemento que nos regala Intrada con la presente edición (todo sea dicho, edición que adolece de un sonido saturado cuando no, irregular, algo nada común en sus precedentes publicaciones). “Caprice”, comedieta a la medida de la novia de la América de los 60, Doris Day, es un compendio de detestables clichés sin apenas valor musical que no hacen sino bajar la nota media del conjunto. Elementos de rancia comicidad (pizzicatos, interminables síncopas rítmicas, melodías de fácil digestión…) se citan con componentes de naturaleza litúrgica (la presencia del órgano en “Chris in Copter” o “Pat Reacts”) como ejemplo del más zafio y aburrido muestrario de tópicos de la época, carente de una mínima inspiración. Lejos de la sutilidad algo impostora de “Pillow Talk”, paradigma de sus aportaciones a la comedia, DeVol demuestra en aquella su incapacidad para liberarse de la trivialidad del discurso de un Tashlin irreconocible que firma una de sus peores cintas.
22-julio-2008
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