David Serna
Puede que la imagen que se tenga de John Williams a finales de los años 80, cuando los “Indiana Jones”, “Star Wars” y demás monumentos a la música de cine le habían encumbrado hasta lo más alto, sea la de un compositor que, con su bendita revitalización de la partitura sinfónica, ya lo había dicho todo musicalmente hablando, tanto para algunos de sus seguidores (conscientes de que Williams podía decirlo más alto, pero no más claro) como su pléyade de detractores (esos intelectualoides “de todo a cien” que siempre le han invalidado por ser un músico “popular”). Tuvieron que llegar exquisiteces como “The Accidental Tourist”, “Born on the Fourth of July” o “JFK”, con cambios de registro evidentes y sorprendentes, para que la percepción del Williams de “Superman” cambiara en determinados sectores, mucho antes de que la progresiva madurez del compositor fuera puliendo su granítica perfección en algunos de sus últimos trabajos, muestras indiscutibles de la pulcritud, complejidad y constante renovación de un creador inagotable.
No obstante, a fecha de hoy, sigue habiendo críticos supuestamente eruditos en materia musical cuyo elitismo arrogante y cabezón no sólo les lleva a pensar que Williams compone como un “churrero”, sino que se atreven a escribirlo en un periódico de gran tirada (véase el diario valenciano Levante, el lunes 7 de julio de 2008) a propósito de un brillante concierto sobre Williams (con extractos de “Indiana Jones and the Temple of Doom”, “Superman”, “Catch Me If You Can” y la saga de “Star Wars”) que tuvo lugar tres días antes en el Palau de la Música de Valencia bajo la vibrante batuta de Yaron Traub. Ahí van algunas de las perlas del artículo, titulado, cómo no, “Música como churros”.
[El programa] "bastó para, por la vía de los ejemplos, hacer comprender y delimitar a lo que significa componer música como quien hace churros. Las melodías de Williams recordaban imágenes; propiamente hablando, no las evocaban como sí habría sido el caso de haberse tratado, digamos entre muchos nombres que podrían citarse, de Bernard Herrmann o Nino Rota. De evolución, ni rastro: el método Williams, donde la calidad es sustituida por la facilidad (de creación y de recepción), no la admite. Lo más interesante fue Escapades, una suite de Atrápalo como puedas [sic] que se aproxima de lejos a lo que podría haber sido un concierto para saxo alto y orquesta, pero cuyos contenidos resultaron en último término tan superficiales como todo el resto […]. La orquesta y el director funcionaron desde lo que quizá podría describirse como una combinación de concentración profesional en la ejecución y la consciencia interpretativa de que el material con el que se las habían era de un nivel bastante inferior al de costumbre: música como churros. Al final, el gran arte sólo asomó a través de la obertura de Candide, de Leonard Bernstein, ofrecida como propina."
Una vez se desciende al mundo real y se escucha una partitura como “The Accidental Tourist” (dentro o fuera de la película), salta a la vista el profundo desconocimiento de algunos sobre la materia de la que hablan (y lo que es peor, por la que cobran) y la enorme comprensión de otros sobre una materia que constantemente embellecen y dignifican, que es lo que hace Williams con la singular y aséptica historia de Macon Leary (William Hurt), un introvertido autor de guías de viajes para hombres de negocios cuyo universo familiar y personal se derrumba a raíz de la muerte de su hijo. Cuando su esposa (Kathleen Turner) le abandona, empieza a recuperar el interés por la vida gracias a Muriel, una simpática cuidadora de perros (Geena Davis). Pero, en el fondo, el espectador es bien consciente de que la soledad y la apatía existencial de este escritor (cuya vida cómoda y alejada del contacto humano es similar a la que ofrece en sus guías turísticas) nunca van a desaparecer tras la pérdida de un hijo, algo que extiende un poso de tristeza y resignación sobre el relato antes incluso de finalizar los créditos iniciales, cuando la voz en off de Macon sentencia, mientras éste contempla una fotografía del pequeño, que “en los viajes, como casi todo en la vida, no se debe llevar nunca nada de valor o tan estimado que su pérdida pueda suponer un disgusto”.
A diferencia de lo que hará, años después, con el hijo desaparecido de Tom Cruise en “Minority Report” (al que dedica un pequeño motivo para evocarlo, el “tema de Sean”), Williams entiende la ausencia del hijo como el elemento emocional que arrastra a los personajes al distanciamiento, y, dada su omnipresencia, considera inútil adjudicarle un solo tema que sirva para recordarlo, optando por convertir la intimísima paleta musical del filme (con las cuerdas y el piano liderando una reducida orquesta sin metales, sólo apoyada por maderas y algunas partes electrónicas precursoras de “Always”, “A..I.” o “Minority Report”) en una exposición sentida y enormemente recogida de sus experiencias a través de un único tema principal, formado por tres secciones diferentes cuyas variaciones (más dramáticas, más ligeras o más alegres) son las que van construyendo ese cálido mosaico de sensibilidad que, más que nunca, necesita Lawrence Kasdan para hacer más accesible ese mundo de autosuficiencia e incomunicación en el que vive Macon. Williams no optaba por una solución tan pequeña y “minimal” desde 1972 en “Pete ‘n’ Tillie”, un melodrama que, casualmente, también contaba la historia de un matrimonio (Walter Matthau y Carol Burnett) atormentado por la pérdida de un hijo y para el que Williams escribió (aquí sí) una brevísima partitura basada en una única melodía, circunstancia que se aleja de los distintos aspectos de la vida de Macon que, a través de esos tres conceptos musicales, expresa en “The Accidental Tourist” ya desde los “Main Title”.
Deliberadamente o no, la banda sonora arranca con el motivo que mejor refleja la rutinaria existencia de Macon: un sencillo tema de cuatro notas cuya obsesiva repetición, sin progresión de ningún tipo, es pareja al estancamiento emocional de un personaje atrapado y sin demasiadas alternativas, sumido en un círculo de soledad y monotonía del que sólo Muriel puede hacerle escapar. Será la aparición de los otros dos temas, cuyas melodías sí evolucionan, lo que haga avanzar musicalmente el relato (la melodía central y un segundo motivo que lo apoya), en una solución similar a la que adoptará Richard Robbins en 1993 con su obsesivo leit-motiv de notas ascendentes (pero nunca progresivas) en “The Remains of the Day”, cuyo estatismo acompasa armónicamente la grisácea rutina de un mayordomo que, entregado a la vida de los demás, se despreocupa de la suya hasta que conoce a una nueva ama de llaves; personajes que, en cierto modo, conectan emocionalmente con los de “The Accidental Tourist”, pues Macon se desvive por hacer más cómoda la vida de sus lectores hasta que una mujer aparece ofreciéndole esa “segunda oportunidad” a la que el propio Williams alude titulando “Second Chance” uno de sus temas (el que recupera, al final de la película, para los “End Credits”).
Prácticamente en todas las escenas donde suena música (y en todos los cortes de la edición discográfica), Williams enlaza unas ideas musicales y otras con una naturalidad y una frescura casi invisibles, como si de un único y sólido tema se tratara, incrustando la melodía central justo cuando Macon coge un ejemplar de su libro para meterlo en su maleta, aunque Williams, como viejo zorro que es, se reserva el desarrollo completo para un momento narrativamente más crucial, que llega cuando la esposa sienta a Macon y le dice que ha decidido abandonarlo (“Macon Alone”), con ese inconfundible y hermosísimo piano “marca de la casa” (el de “Angela’s Ashes”, el del “Monica’s Theme” de “A.I.”) campando a sus anchas por una de las melodías más plácidas y sensibles de cuantas ennoblecen la nutrida filmografía del maestro, unas veces más sentimental (en el citado “Macon Alone” o en “Healing Process”), otras más alegre y radiante (“Trip to London” o “Fixing the Plumbing on a Rainy Afternoon”), pero siempre imbuida de ese sutil optimismo que Muriel parece aportar a la aburrida existencia de Macon. Williams apenas comenta musicalmente un tercio de la película, pero su aportación es decisiva para dibujar ese indefinido tono entre melodrama y comedia en el que se mueve un Kasdan consciente (como ya demostró contando con John Barry en “Body Heat” y Bruce Broughton en “Silverado”) de la importancia de la música a la hora de establecer unas pautas emocionales que no siempre las imágenes ofrecen por sí solas, especialmente en una película tan alejada del cine “de género” y en la que no parece ocurrir nada relevante (aunque, en verdad, el guión de Frank Galato y el propio Kasdan contenga más reflexiones sobre la vida y la búsqueda de la felicidad que muchos filmes obviamente más explícitos).
Asignada inicialmente a Bruce Broughton (quien llegó a grabar algunas piezas de Bach antes de abandonar el proyecto), la banda sonora de “The Accidental Tourist” supuso uno de los últimos trabajos de Williams editados en vinilo y uno de los primeros en ver la luz en formato digital, quedando descatalogado poco tiempo después y convertido en pieza de coleccionista hasta ahora, cuando Film Score Monthly, para celebrar sus diez años sorprendiendo a los aficionados con joyas de la música de cine, parece decidida a reeditar algunas partituras fundamentales (como “Under Fire”) y ponerlas al alcance de todos, sin limitar, con un (ligero) mejor sonido y a precio más económico. Desde luego, puesta a rescatar tesoros de difícil captura, la discográfica de Lukas Kendall no podía haber escogido mejor botín que esta delicatessen williamsiana a descubrir para las nuevas generaciones (esas que empiezan a aficionarse ahora con la música de “Harry Potter”) y a redescubrir para algunos coleccionistas que no escuchan su viejo compacto de Warner Bros desde hace 20 años, ese que ha estado criando polvo mientras “The Lost World: Jurassic Park” o “The Phantom Menace” quemaban (casi por inercia) el lector de la cadena de música. Sonroja decir que Williams tiene mejores bandas sonoras que “The Accidental Tourist”, pero es de sabios proclamar (y reivindicar) que tampoco posee demasiadas que la superen en elegancia, contención y hermosura, haciendo de su exquisito universo de emociones uno de los viajes más placenteros y relajantes que se pueda regalar a cualquier melómano, incluso a aquellos que sigan opinando que el “gran arte” sólo se encuentra en Leonard Bernstein.
10-julio-2008
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