Miguel Ángel Ordóñez
Reconocidos por su versatilidad para tratar géneros cinematográficos, Richard Fleischer y Delmer Daves integran esa categoría de artesanos del Hollywood dorado elevados a la condición de artistas, décadas más tarde, por diferentes sectores críticos (capitaneados por los censores franceses de Cahiers, más interesados en ejercer de “gurús espirituales” que en redescubrir auténticos creadores). Si Fleischer, con títulos como “Soylent Green”, “El Estrangulador de Boston”, “Los Vikingos” o ese western inclasificable, “Duelo en el Barro”, puede contarse entre los profesionales más interesantes surgidos del cine norteamericano entre las décadas de los 50 y 70; Daves es, sin duda, y dejando al margen cineastas de la talla de Ford, Hawks o Wellman, uno de los grandes cronistas del Oeste americano de los 50 (junto a Sturges y Mann). Pero haciendo uso del bisturí de la memoria, es difícil rescatar más allá de un puñado de cintas, en las que estos nouveaux auteurs abandonen de facto la mera artesanía para adentrarse en los terrenos de la conciencia artística, ya que, no lo olvidemos, formaron parte, para lo bueno y lo malo, de un férreo sistema de estudios que gracias a su eficaz control vertical del mercado, logró instaurar la hegemonía del cine americano a nivel mundial. Adscritas al género de la aventura exótica, “The Big Gamble” y “Treasure of the Golden Condor” funcionan en su vertiente de cine amable y cuadriculado que busca el simple entretenimiento al presentar en recónditos parajes (Costa de Marfil, la primera, la selva guatemalteca, la segunda) una suma de estereotipos anexos al género, encabezados por la ambición y la búsqueda de fortuna en unos héroes que acaban rendidos ante el amor, prototipos del personaje humanista y cristiano que surgido al amparo del cine de los años 30, antepone los valores tradicionales a la riqueza y a la mejora en la posición social.
“The Big Gamble” es un melodrama de acción donde se entrecruzan dos apasionadas historias de amor (aquella que enfrenta a dos primos por la misma mujer) en la remota región africana de Jebanda, donde la familia Brennan ha decidido montar un negocio de transportes. Tras el éxito alcanzado en su país natal a través de sus colaboraciones con el director Georges Franju, hábil maestro en la composición de encuadres mezcla de grafismo y poesía (aprovecho para recomendar fervientemente su “Los Ojos sin Rostro”), Maurice Jarre parecía preparado para iniciar una nueva carrera en el mercado americano. De la mano del propio Fleischer, en 1960 acomete su primer encargo, “Crack in the Mirror”, drama criminal al que seguirá la película que nos ocupa (poco después se vería lanzado al estrellato gracias al éxito de “Lawrence de Arabia”).
No voy a ocultarles el escaso interés que suelen producirme los trabajos de este francés que, en una convulsa época de cambios que afectaron a todos los estamentos de la industria cinematográfica, supo sacar un rédito considerable de su colaboración con el director británico David Lean (máximo representante del cine de “qualité” destinado al gran público y puesto en pie por los grandes estudios en los 60). Dotado de una fuerte personalidad musical que destaca por un particular uso del color, por la exaltación de un concepto melódico llevado a terrenos de rancio clasicismo y una innata elegancia en el empleo del ostinato, este francés de alma vienesa, este Wagner de opereta, es responsable de que algunas cintas de directores de indudable prestigio, como Visconti (“La Caída de los Dioses”) y Hitchcock (“Topaz”), se cuenten entre su cine más superfluo y prescindible, debido en gran parte a la ambigüedad y la decadencia de sus formas, al excesivo amaneramiento de una fórmula musical que denota pura teatralidad y nulo dramatismo.
En “The Big Gamble” encontramos una propuesta rutinaria diseñada sobre acordes ascendentes para metales y arpa (premonitorios de su posterior vuelta al África de “Gorilas en la Niebla”), que son revisitados, sin apenas variación, a lo largo del score, formando con ellos el “tema de la aventura” (“The Adventures Begins”). Por otro lado, Jarre acude al “Oh Susannah!” de Stephen Foster, asociado aquí a la búsqueda de fortuna de los protagonistas, para con ambas ideas conformar la totalidad temática de su oferta. Algún que otro acorde suspendido, entregado a un “incipiente” novachord, junto a un amplio muestrario de sus recargadas orquestaciones, dan idea del pobre bagaje de un trabajo que destaca cuanto más se aleja del universo conceptual del francés (“Native Drums”, pieza étnica construida exclusivamente para percusiones).
La edición se completa con “Treasure of the Golden Condor”, un nuevo ejemplo de aventura exótica dirigido, esta vez, por el siempre eficaz Delmer Daves. Aquí, un muchacho, heredero del título nobiliario de su padre, es esclavizado por su usurpador tío en la Francia pre-revolucionaria. Una vez adulto, emprende un largo viaje en busca de un fabuloso tesoro con el fin de recobrar su dignidad y recuperar sus derechos nobiliarios (demasiadas similitudes con "El Hijo de la Furia" de Cromwell). El resultado es una cinta previsible y esquemática, en la que Daves se muestra más cómodo pisando terrenos del melodrama que entrando de puntillas en la aventura épica, interesado más en mostrar la corrupta Francia de Dumas (“El Conde de Montecristo” sobrevuela sobre la trama) que el extinto Imperio Maya.
Ningún silogismo une ambas grabaciones. Ni en su ánimo discursivo “The Big Gamble” tiene algo que ver con este “El Tesoro del Cóndor de Oro” (una representa el final, la otra el último rayo de esplendor del sistema de estudios), ni entre ambas se intuye paralelismo conceptual alguno (amén de la pura adscripción al género) en su función de música aplicada. Si Jarre acompaña el nuevo giro hacia lo popular de la música en el cine de los 60, el neoyorkino Sol Kaplan encarna el trabajo de los artesanos especialistas en cintas de segunda fila dentro del Hollywood de los 40 y 50. Con una carrera vinculada a la Fox, Kaplan es un compositor sin excesivo talento que maneja con habilidad las fórmulas musicales de su época. Autor de trabajos de interés (especialmente con Hathaway, del que cabe destacar “Diplomatic Courier”, el western “Rawhide” y quizás su obra más personal, “Niágara”), su inclusión en la lista negra de McCarthy le alejará de la composición casi diez años (al ser tachado de comunista tras intervenir en “La Sal de la Tierra”, cinta crítica con la explotación de los trabajadores mejicanos en Norteamérica), sin que posteriormente su carrera lograra levantar el vuelo (aún así, en los 60 será responsable de alguna partitura de interés como “The Spy Who Came in from the Cold”, Judith” y “The Victors”).
Agrupando sus pequeños cortes en temas más extensos (como las suites presentadas en “The Big Gamble”), “Treasure of the Golden Condor” se articula sobre una propuesta musical donde el epicismo deja paso al melodrama, en tanto la película se cimienta sobre pasiones desatadas, venganzas y ulteriores redenciones. Carente de intenciones épicas, el score se muestra intimista y sombrío en el retrato de Jean-Paul (un Cornel Wilde solvente) y de la nobleza francesa (“Jean Paul”, “The Diary”). Cuando la acción se traslada a Guatemala, el trabajo se vuelve aún más formulista con un diseño deudor de las melodías y acordes aplicados en los años 30 por Steiner (“Bird of Paradise”) y Newman (“The Hurricane”) en su acercamiento a los habitantes de ignotas islas del Pacífico (iconografía coral incluida, apenas contenida en la grabación de Intrada).
Poco más puede decirse de dos trabajos indudablemente prescindibles, cuya edición obedece a la actual febril actividad de las más importantes compañías discográficas dedicadas a la música cinematográfica, las cuales parecen haber encontrado el “maná” en forma de exiguas ediciones limitadas. Pese a su escaso interés musical, ambos scores son recomendables en tanto representan el testimonio vivo de una manera de hacer “cine en serie” de épocas pretéritas, arqueológicas muestras del final y el principio de una nueva era.
7-julio-2008
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