Miguel Ángel Ordóñez
¿En qué consiste el éxito? ¿Qué principios lo conforman? Si la música de cine no es sino la elongación de una expresión artística de raigambre popular, que refuerza estímulos ajenos al entrar en contacto con historias de ficción que tratan de emular (en menor o mayor medida) la realidad de su tiempo (o visitan el ayer a través del pensamiento de hoy), el éxito de la propuesta se entenderá ligado a principios más propios de la sociología que de la musicología. Si uno busca el reconocimiento de sus semejantes, le bastará con imitar fórmulas de aceptación popular que reduzcan, a límites máximos, el riesgo del rechazo o lo que es peor, de la indiferencia.
Hans Zimmer y su pirotécnica trouppe, han sabido entender mejor que nadie las claves del éxito. Si la música de cine debe interconectarse a las capacidades intelectuales del espectador, con el fin de reforzar un amplio espectro de emociones que la imagen, por si sola, es incapaz de ofrecer (el meollo del concepto de la manipulación), nada mejor que ofrecer al público que asiste a las salas (adolescentes en su mayor medida) un asidero emocional afín a sus gustos musicales. Si las producciones actuales van destinadas a un segmento de la población predominantemente juvenil, el éxito estará ligado a lo que éstos consumen cotidianamente, aunque con ello, no deje de obviarse cualquier subrayado dramático.
Por mucho que se esfuerce, el profesional dedicado a la música en un medio como el cinematográfico debe tener en cuenta que los “ejecutivos” de esta particular Industria (con todo el derecho del mundo) no hacen cine para educar y sensibilizar a las masas, sino para mantener todo el tinglado en pie. Capital y riesgo como términos antagónicos, legitiman que asistamos a un cine mayoritariamente impersonal y vacío, en tanto somos nosotros, como audiencia, los que demandamos esta basura. La competencia con otros formatos de satisfacción inmediata, más baratos y disponibles al alcance de un mando a distancia o de un simple “cliqueo de ratón”, junto a la cada vez más alarmante falta de interés cultural en la población adulta, constituyen una suma de factores que conducen a que la calificación de “Séptimo Arte”, acuñada antaño para el cine, sea una fórmula carente de significado.
Si los compositores de música de cine se han empeñado en reivindicar su condición de artistas de una pragmática e imaginaria “Música Clásica del siglo XX”, hoy día (y salvo contadas excepciones) el fácil acceso a la profesión por parte de músicos provenientes de otras ramas han encaminado a esta disciplina hacia posturas más cercanas a lo que puede considerarse como la “Música Pop-Rock Instrumental del siglo XXI”. Samplers, percusiones sintetizadas a todo trapo, evasivas armonías, sencillas y pegadizas melodías, constituyen la fórmula del éxito. Jóvenes compositores con un brillante futuro en la música de cine, admiradores de las densas armonías de un Amfitheatrof o del maravilloso tratamiento del color en Herrmann o North, deberán pensarse muy mucho si merece la pena hacerse un hueco, a golpe de frustración, en un campo como el cinematográfico donde las torpes masas (de consumado gusto musical, sin duda) se decantan por aquello que un estudiante de primero de Conservatorio es capaz de ofrecerles: un torrente de corcheas epidérmicas que les proporcionen plena satisfacción auditiva.
Y es que este “Kung-Fu Panda” no deja de ser un producto perfectamente estudiado, destinado a ese éxito popular, desde la audición de su primer corte (“Hero”): potente masa orquestal; empleo de coros; samplers percusivos; un toque de pop-rock a cargo de una, ruidosamente rítmica, batería; melodía simple que, para situarnos en el contexto geográfico, es vagamente deudora de la escala pentatónica y que ejerce de tema íntimo y emotivo instalado en el erhu; presentación del tema central (claramente powelliano y disfrutable al inicio del corte “Panda Po”) con una simple estructura motívica de siete notas engarzadas a las que se recurrirá a través de numerosas variaciones con predominante empleo de pizzicatos, etc…. Establecidas todas estas premisas, el resto del score se limita a desarrollarlas hasta el infinito y más allá, en un juego mercadotécnico basado en fórmulas sumamente reconocibles a cargo de sus dos compositores estrella: Zimmer está detrás de las predominantemente electrónicas “Tai Lung Escapes” o “The Bridge”, como Powell de las juguetonas y canallas “Dragon Warrior Is Among Us” o “Po vs. Tai Lung” (a saber tras que cortes se esconden las “fantasmales” creaciones de sus acreditados compositores adicionales, Henry Jackman y James Mckee Smith, los cuáles no puedo evitar imaginar sumergidos en la más profunda de las cuevas a punto de desfallecer entre envoltorios vacíos de hamburguesas y ennegrecidos vasos de plástico otrora portadores de cargadísimos cafés).
Los en otro tiempo enfrentados Zimmer y Powell (que ya se acercaron de la mano a la animación con “The Road To El Dorado”) ofrecen un amplio muestrario de piruetas orquestales (con siete orquestadores a sus espaldas, entre ellos una sorprendente Jane Antonia Cornish, la sobrevalorada compositora de “Island of Lost Souls”) que sin ir a ninguna parte, no dejan de entretener dentro de su limitada aspiración formulista (lo de Powell, ya cansa). El músculo al servicio de otra típica historia de animación de Dreamworks (su director musical, recordemos, es el propio Zimmer) que, por más que se desarrolle en la exótica China milenaria, no hace más que dar una nueva vuelta de tuerca al “sueño americano”, convirtiendo al habitante medio en el más mediático de los héroes: aquí un panda gordo y torpe que de la noche a la mañana conduce los destinos de su pueblo. La misma historia de este alemán, tan sagaz para los negocios, como imprudente para con todo aquello que, no hace demasiado tiempo, se consideraba Arte.
30-junio-2008
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