Gorka Cornejo
Reseñar un nuevo trabajo de James Horner empieza a ser casi tan aburrido como escucharlo. Personalmente me aburre incluso la posibilidad del ensañamiento, hasta hace poco viable al menos como resarcimiento de aficionado ofendido. Cualquiera podría ser cruel, aprestar las flechas, tensar con frialdad el arco y dejar al antaño admirable músico con la facha de Toshiro Mifune en “Trono de sangre”. Podríamos incluso tirar de discoteca e ir desgranando ejemplos de agravios y despropósitos firmados por el californiano para argumentar tan objetiva como penosamente la imparable degeneración de un músico que nos ha ofrecido horas de placer y diversión pero que ya no es capaz de retomar su carrera, constantemente saboteada por él mismo, que es lo más sangrante del asunto. También podríamos referirnos a “The Life Before Her Eyes” como obra anónima (una especie de “manuscrito encontrado en Lakeshore Records”) y tratar de explicar sus debilidades sin referirnos en ningún momento al responsable real del desaguisado. Pero he de confesar que muy pocas son las ganas de emprender cualquiera de estos caminos después de haber escuchado esta vacía y efectista banda sonora, esta estúpida y babeante colección de garabatos supuestamente emotivos. Vaya, parece que finalmente me he decantado por los agravios.
James Horner se defendió una vez de las acusaciones de auto-plagio diciendo que también Mahler citaba constantemente fragmentos de sus propias obras. Es una argumentación. Cierto también que por cada fragmento reutilizado o cita que añadía Mahler, desplegaba en la misma obra docenas de nuevas ideas que hacían avanzar y desarrollar su búsqueda estética. Y que la razón de la reutilización de material era casi siempre una decisión consciente de retomar ideas, hacerlas desarrollar, crear conexiones de similitud entre diferentes obras y géneros (principalmente entre ciclos de canciones y sinfonías). Salvando las distancias (no entro a valorar la autoestima de Horner), partamos del acuerdo de que el autor de “Titanic” está en su derecho de elegir el tipo de música o de estética que quiere desarrollar y que la “intertextualidad” (como diría Lucía Etxebarría) no es sinónimo automático de algo malo. El problema llega cuando aplicamos esta tendencia a la música de cine. Y decimos que es un problema porque la repetición de una serie de estrategias o fórmulas (no me refiero sólo a motivos melódicos o rítmicos concretos, que también) en una profesión como ésta, que exige del compositor de raza una considerable aptitud camaleónica, y en una industria como la norteamericana, que no se anda con chiquitas, tenderá siempre al agotamiento de la efectividad de dichas fórmulas. En otras palabras, el yacimiento de petróleo del que ha estado viviendo el compositor empieza a agotarse, a ser insuficiente, sobre todo frente a nuevos valores de la actualidad cinematográfica que han adelantado al descacharrado Horner montados en sus respectivos bólidos de energías no contaminantes.
Hoy en día en Horner no hay una sola idea que no huela a podrido, a camiseta sudada, a calzoncillo reutilizado. Parece que el compositor funcione a piñón fijo, catalogando la variedad de las películas en las que trabaja (cada una de ellas con múltiples elementos a tener en cuenta) en base a no más de cinco etiquetas que corresponden a otras tantas respuestas musicales, de las que Horner no puede o lo que es peor no quiere salir. En el caso hipotético de que el tema principal de “Braveheart” signifique para Horner la expresión pluscuamperfecta del concepto de poder (es un ejemplo) y se vea obligado a incluirlo en todas y cada una de las bandas sonoras en las que dicho concepto requiera de plasmación musical, estaremos todos de acuerdo en que la táctica funcionará dos, cuatro, seis veces, pero pronto la cosa irá degradándose, por el simple hecho de que el concepto de poder, como las camisetas abanderado, tiene un límite de elasticidad y con el tiempo y los lavados, la tela empezará a desgarrarse. La cosa empeora cuando, siguiendo con el ejemplo, Horner decide reutilizar su “tema del poder” cuando nada parece justificarlo. Y así estamos ahora, con un tenderete de ropa en jirones y una filmografía reciente que más que el despacho de un artista parece el salón de un anciano con síndrome de Diógenes.
“The Life Before Her Eyes” es la segunda colaboración entre el compositor y Vadim Perelman, director de “House of Sand and Fog”, partitura sobrevaloradísima con la que Horner logró una injusta nominación a los Oscar, amén de la ilusión, compartida por muchos, de que volvía a instalarse en la primera división de los músicos de cine. Película producida en 2007 y aún pendiente de estreno (dato no siempre significativo de la dudosa calidad del largometraje pero al menos sí bastante inquietante), cuenta la historia de Diana, una mujer casada y madre de familia que trata de superar el trauma de haber presenciado la muerte de su mejor amiga, asesinada en el instituto en uno de esos sucesos tipo Columbine que vienen sacudiendo la por lo demás idílica vida media norteamericana. Estructurada en tres tiempos (la Diana pre-instituto, la Diana testigo de la masacre y la Diana actual), Perelman parece haber pecado de un exceso de esteticismo narrativo que por mucho abarcar poco o nada aprieta, cosa que se comprende con sólo escuchar la etérea, deslavazada y bochornosa banda sonora que firma el mismo compositor de “Fievel y el Nuevo Mundo”.
Ya desde el primer corte del disco, “An Ordinary Day”, Horner desvela las coordenadas de su trabajo: piano como protagonista, aderezado con voz solista femenina, sintetizadores cubrelotodo de sonoridades esotéricas, y como último ingrediente, un distorsionante efecto percusivo, casi metálico, con el que el compositor pretende añadir contrastes. La indeterminación melódica, característica del Horner apático de los últimos años, vuelve a ser un rasgo principal en esta partitura, si bien podemos hablar de tres motivos diferenciados: el primero, representado en este primer corte y esparcido por doquier como pegajoso gotelé, viene a ser una melodía neutra, protagonizada por la voz femenina solista (impersonal, efectista, inexpresiva), el piano en ostinato y las cuerdas sintetizadas, que estructura el relato y pretende, me temo, presentar de alguna manera a la protagonista de la película; el segundo lo encontramos en cortes como “Becoming Close Friends” o “The Gift Of A Necklace”, éste ya sí una melodía en toda regla, aunque larga y fluctuante, por tanto inválida como leit-motiv, con la que el compositor se pone melancólico y un tanto hortera (insufribles las cuerdas sintetizadas de relleno); el tercero, y quizá el más interesante, es una escala ascendente en el piano (“All The Memories From An Old Photo Album”, “Choose! Time To Decide”), que tiene en su simpleza y efectividad sus mejores bazas, ya que Horner va alterando el “motivo” (añade o quita notas, recula en la ascensión para volver a continuarla, se demora en insinuantes finales) en función de una arbitrariedad él diría que poética, nosotros no tanto.
Con estos mimbres, Horner confecciona un cesto lleno de agujeros, de tosquedad paleolítica, que deja una sensación imperdonable de improvisación o hartazgo por parte del compositor. Realmente Horner actúa más como pianista de cine (en el sentido de aquellos artesanos que acompañaban las proyecciones en la etapa muda del cine) que como verdadero compositor. Las variaciones, permutaciones y desarrollos que efectúa a partir de los ingredientes ya establecidos, denotan una falta de inspiración verdaderamente impropia de un autor con sus antecedentes: basta escuchar cortes como “Diana Gets Hit By A Car”, “Two Lives Slowly Converging”, insustanciales cuando no directamente chabacanos. En otras reseñas publicadas ya en webs especializadas podrán ustedes leer que los dos últimos cortes del disco, a saber, “Two Worlds: The Past And The Future” y “Young Diana´s Future – A Future That Could Have Been” (títulos insoportablemente pedantes que no hacen sino empeorar las cosas), son lo único salvable o disfrutable del conjunto. Yo disiento: en efecto son los dos cortes más efusivos o intensos, el segundo de ellos también es el más largo (típico corte final de disco de Horner, superando los doce minutos de letanía), pero no hay nada en ellos sino la repetición de efectos a estas alturas ya estomagantes.
Pero no nos engañemos: la culpa de todo la tiene Vadim Perelman. Este sujeto parece haber quedado encantado con el trabajo de este pianista de nickelodeon llamado James Horner. Música de cine hueca como una gaita, falsa como un gato de escayola, y lo que es peor, pretenciosa y supuestamente sublime: un asco.
26-junio-2008
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