Gorka Cornejo
A los diez años de edad, Michael Giacchino pasaba las tardes encerrado en el sótano de su casa haciendo pequeños cortometrajes de animación stop-motion en 8mm. Los protagonistas eran todos sus juguetes, soldaditos de plomo que adquirían vida propia gracias a la magia de un defecto óptico no por conocido menos fascinante, y sobre todo para la mente ansiosa de un niño. Completado el rodaje, Giacchino se dedicaba a buscar músicas que encajaran con las imágenes, la parte del proceso con la que más disfrutaba. Lento encadenado en cortinilla de efecto acuático, con acompañamiento de glissandos de arpa: años más tarde, el mismo niño pero en cuerpo de adulto (una especie de Tom Hanks en “Big” pero con densa cabellera de rizos y aspecto de dependiente de tienda de cómics), compone la música de los proyectos de animación más relevantes de la actualidad, granjeándose una merecida reputación de músico experto en composiciones vigorosas, optimistas, de acabado técnico y artístico impecable, digno continuador de los Maestros del sinfonismo electrizante y post-romántico que revitalizaran el cine como ilusión, el cine como espejo de sueños universales.
Vaya por delante que Giacchino es un tipo que me cae bien. Obviamente me refiero a una sensación meramente sugestiva, limitada por el hecho de que no hay conocimiento mutuo ni prontas perspectivas de lograrlo, pero uno es víctima involuntaria de este tipo de caprichos de la imaginación. Su aspecto es de hombre cabal e inteligente, que sabe por dónde va y que además se está divirtiendo por el camino. De hecho es más que evidente que, año tras año, encadenando proyectos y jugando a un sabio equilibrio entre la ambición y la cautela, está logrando hacerse una carrera muy digna en tiempos más que propicios para todo lo contrario. Digo lo de la ambición y la cautela a tenor de la táctica que se diría está siguiendo el compositor en su imparable ascenso a la elite de la composición cinematográfica: si bien su corta filmografía posee ya títulos gordos y sonoros más que suficientes como para que Giacchino, seguro de sus posibilidades, se hubiera lanzado a conquistar territorios propios de la primera división (el drama, principalmente), por ahora se le ve preocupado en caminar dando pequeños pasos, sin dejar nunca de cultivar aquello por lo que ha llegado a donde está: el mundo de los videojuegos y la animación (además de la televisión, entendida aquí como género). Lo extraordinario es que al hacerlo, Giacchino no se conforma con repetir fórmulas ganadoras, como les pasa a otros compositores cuando descubren haberse consolidado en un campo determinado, sino que ofreciendo lo que ya se espera de él, aprovecha el oleaje para experimentar con nuevas expresiones, para probar bocados de nuevos estilos, sin caer descaradamente en la glotonería de empapuzarse, perder la compostura y acabar siendo el hazmerreír del cocktail. Y más allá de estas consideraciones generales, la escucha de sus composiciones rara vez deja un mal sabor de boca, cuando menos convencen si no por sus planteamientos, sí al menos por su perfecta resolución, apreciándose ya un esbozo de lo que acabará siendo el estilo Giacchino, un toque de elegancia innata, un hacer lo mismo pero de forma diferente, que lo diferencia del atajo de impunes mamporreros que abundan entre sus compañeros de generación, como ya lo hiciera Williams (y lo cito porque o mucho me equivoco o Giacchino acabará íntimamente relacionado con el nombre del Maestro y con el de su principal valedor) en las comedias románticas y en los trabajos de ciencia-ficción televisiva allá por sus años de formación en los 60.
Este paralelismo, como de primer capítulo de un futuro ensayo de vidas paralelas, se hace más patente en la presente ocasión, precisamente porque Giacchino ha tenido que manejar la música de los años 60 como materia prima originaria de la que extraer el score de “Speed Racer”, un proyecto que le cae que ni echo a medida. La última película de los siempre ruidosos Andy y Larry Wachowski, es la adaptación cinematográfica de la serie de TV pionera de los dibujos animados japoneses (emitida a partir de 1967), conocida en el mundo anglosajón como “Match Go Go Go” y en el hispano como “Meteoro”, un éxito internacional que marcó a toda una generación de jóvenes espectadores de televisión y que propició la consolidación de uno de los géneros más influyentes en la reciente historia de la comunicación. Las aventuras de un joven piloto de carreras, Speed Racer, mezclaban elementos de las historias de superación deportiva y personal con clásicos ingredientes de misterio e intriga de la literatura infantil más eficaz. Su puesta en largo cinematográfica condensa las tramas en una gran epopeya mil veces vista anteriormente (ya saben: niño que sabe lo que quiere ser en la vida desde muy temprano y que no desfallece hasta conseguirlo, años más tarde y tras superar infinidad de dificultades; no me hagan citar ejemplos), casi una traslación a live-action del “Cars” de Pixar, sólo que más violenta y visualmente agresiva, pero la espectacularidad de sus imágenes (completamente degeneradas por ordenador), el ritmo frenético de la puesta en escena y la particular cosmovisión espacio-temporal habitual en los creadores de “Matrix”, acompañada por un fascinante diseño cromático, salvan el producto definitivo de la mediocridad.
El trabajo de Giacchino está entre el cumplimiento de unas particularidades marcadas por el cine de los Wachowski y el divertimento a costa de rasgos ajenos llevado a una cierta expresión de los propios. Muy presentes los antecedentes musicales de la serie televisiva, cuyo tema principal fue respetado y ligeramente adaptado en muchos de los países por donde acabó distribuyéndose, Giacchino se fija más en el original de Nobuyoshi Koshibe, una especie de twist pegadizo con notables pinceladas de bebop, que en el cover de la emisión norteamericana, para construir una banda sonora que mezcla a la perfección el jazz cinematográfico explotado por gente como Mancini o Schifrin con los patrones actuales de la música-adrenalina, protagonizada por bases rítmicas electrónicas y una ilimitada capacidad para alargar los crescendos hasta la eternidad. Y así, con un pie en la tradición y otro en la modernidad, con uno en el suelo lleno de colillas de un verdadero garito de jazz y el otro en la discoteca pastillera frecuentada por los montadores de hoy en día, Giacchino se las arregla para diseñar una segunda piel de puro dibujo animado con la que revestir a una película que sólo tiene de carne y hueso a los actores, y eso a veces. Entre el cartoon y la acción mecanizada (típica música para aparatos como motos, coches, robots, transformers y demás tamagochis carísimos), pero más esencialmente en lo primero que en lo segundo, el compositor de “Los Increíbles” despliega toda una colección de motivos pirotécnicos, juguetonamente distribuidos por las cuerdas y los metales, sin olvidarse de decorar la orquestación con detalles como las guitarras, el bajo y el órgano eléctricos, sordinas jocosas, vibráfono, y una buena gama de percusiones. Como ya hiciera en “Misión: Imposible 3” con el célebre tema-madre de Schifrin, un excelente ejercicio de adaptación a los gustos actuales llena de respeto y admiración para con el original, Giacchino dota a su partitura para “Speed Racer” del conveniente sonido retro, denotando un suficiente conocimiento del lenguaje que pretende imitar, además de emplear como leit-motiv general (diseminado por doquier con inspiración y utilizado a modo de sinécdoque) el mismo ostinato con el que Koshibe imprimía a su tema principal la característica plasmación musical de las vueltas y vueltas de las ruedas en plena carrera.
Es importante destacar que el compositor se ha preocupado por fijar una progresión en la música, una dosificación del efectismo espectacular basado en la sustitución paulatina (aunque nunca absoluta, sí palpable) de los rasgos jazzísticos y triviales por elementos cada vez más dramáticos en términos sinfónicos, lo cual palia en gran medida la sensación de montaña rusa desquiciada, de acción extrema constante a la que está avocada la concepción del añadido musical que los Wachowski desean para su película. Así, “Thunderhead”, “World´s Worst Road Rage” o “Bumper to Bumper, Rail to Rail” mantienen mayormente el sonido más jazzístico que sinfónico, mientras que “Casa Cristo” (gran título), “True Heart of Racing”, “Taejo Turns Trixie” o “Go Speed, Go!” van adquiriendo mayor peso dramático, con la orquesta como principal herramienta, hasta alcanzar los puntos culminantes de elocuencia puramente sinfónica en “The Maltese Ice Cave”, “Grand Ol´Prix” y “Reboot”. Cuando se trata de enfatizar la visión de los acontecimientos desde un punto de vista humano y emocional, Giacchino se baja de la apisonadora y construye con pasmosa facilidad notables fragmentos de música lírica y expansiva (los delicados “World´s Best Autopia” y “He Ain´t Heavy”, la operística “Let Us Drink Milk” y sobre todo el hermosísimo “Racing´s In Our Blood”, con la aparición de un mini-tema esplendoroso que habla volúmenes de la capacidad melódica de Giacchino).
En definitiva “Speed Racer” es un muy disfrutable score, con una duración más que suficiente, que confirma a Giacchino en su buen camino hacia proyectos de mayor calado y ambición. Su periodo de formación y aprendizaje en medios tan exigentes y propicios para la experimentación de estilos no tan solicitados en los largometrajes actuales, han convertido a este compositor en sinónimo de efectividad y talento, a la espera de encontrar su propio “Star Wars”, el “Tiburón” del siglo XXI con el que abrir un nuevo rumbo. Antes que caer en las manos de productores y directores que no quieren emocionar con la música, Giacchino hace bien centrándose en proyectos que al menos le permiten mantener la dignidad. Gracias a esta especie de ética profesional Giacchino ya representa una fuerza combativa de indudable calidad frente a la impostura posmoderna. Lo que le falta ahora es romper a volar.
19-junio-2008
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