Miguel Ángel Ordóñez
De las numerosas adaptaciones para la gran pantalla de la novela de Henry James, “Otra Vuelta de Tuerca”, la realizada por Jack Clayton en 1961 (“The Innocents”) puede considerarse la más fiel y conseguida traslación de los confusos acontecimientos acaecidos en la mansión solariega de Blye, silencioso testigo de la posesión sufrida por unos niños atrapados por el encanto y la corrupción moral de dos sirvientes fallecidos en circunstancias no aclaradas. Tomando como referente sus personajes, “The Nightcomers” se erige en precuela de la obra de James (y por ende de la iconografía de Clayton), arrojando nueva luz sobre los sucesos que determinan la posterior actitud de los huérfanos.
Si la magnífica obra de Clayton se apoya en la introducción de una atmósfera insana de suspense, utilizando la incógnita y la sorpresa como motores del relato, gracias a la decisiva contribución de Truman Capote (al guión) y Freddie Francis (como director de fotografía) en la concepción de espacios irreales, repletos de inquietud; la adaptación a partir de la novela de James llevada a cabo por Michael Hastings y la plana dirección de Michael Winner en este “The Nightcomers” (un atentado al buen gusto su abuso del zoom), inciden más en el drama turbio y sexual, en la ilustración de un universo depravado que se sustenta en los caprichosos vericuetos del azar.
Si “The Innocents” no deja de ser una historia en la que conviven fantasmas corporizados (los espectros) y anímicos (los niños) en un sabio juego de apariencias falsas, “The Nightcomers” pretende delimitar las conductas asociadas al mal (Miles y Flora) a través de su confrontación con dos almas perdidas que confunden la verdadera naturaleza de sus emociones (Quint y Jessel). Sin embargo y a pesar de estas distancias obvias, ambas tramas guardan una indudable correlación formal, en cuanto delimitan un universo, en el que tienen lugar los eventos narrados, cerrado al mundo exterior, un lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Además, ambas sopesan la maligna influencia ejercida por Peter Quint (aquí Marlon Brando) sobre los niños, estimulando el horror a través de la inocente mirada de éstos (filón posterior en el género con obras como “La Profecía” o “El Otro” de Mulligan).
Desde el punto de vista sonoro, los scores de Georges Auric (“The Innocents”) y Jerry Fielding (“The Nightcomers”) ilustran la acción desde prismas divergentes. Frente al minúsculo subrayado musical de Auric, quien acude a una tonada infantil (“O Willow Wally”) y a una atmósfera pseudo-litúrgica con objeto de acentuar el terror que nace desde lo inesperado (eficaz contrapunto teniendo en cuenta la adscripción de la cinta al terreno del suspense), Fielding invoca a la oposición de dos fórmulas narrativas que concilian el turbio drama interior de los personajes y la idílica postal de campiña británica que sirve de marco trágico a la historia. Así, una música de tono regio y victoriano, apoyada en el uso de una fanfarria (expresión de un mundo externo cuya amplitud y profundidad descansa en los metales), realza la luminosidad del entorno, la algarabía de Miles y Flora cuando se enfrascan en actos propios de su edad (además, Fielding acude a este tema inicial (“Main Title”, “Quint As A Kite”) para poner de manifiesto la naturaleza pura de los niños en sus juegos con Quint y de paso para adelantar que la raíz del mal no reside en éste). En contraposición, Fielding acude a una música de corte introspectivo, de raíz psicológica (funcionando como su antagónico al apoyarse sobre cuerda y maderas), para subrayar el drama que acontece de puertas adentro de la mansión (drama que percibimos, en la mayoría de ocasiones, a través de los ojos de la ama de llaves, personaje que representa la rectitud y la hostilidad frente a la relación de los sirvientes). Una música armonizada contemporáneamente se opone al rancio estilo decimonónico que palpita en el exterior. Es aquí, en la mansión, donde los pequeños imitan la conducta de los adultos (incluidos sus retozos sexuales), donde afloran los elementos perversos que dominan la relación de Quint y Jessel (personajes definidos por sus acciones, no por sus emociones), donde al tiempo que los niños pierden su pureza, la música abandona sus cánones estrictamente melódicos para abrazar la disonancia en un juego de maliciosas consecuencias.
Para Quint, Fielding reserva un tema que incide en su fragilidad emocional, pero que comparte, a la vez, los elementos de luminosidad e independencia asociados al mundo exterior (“The Smoking Frog”, “New Clothes For Quint”). Quint es un personaje, rudo y ruin, con un código de conducta ajeno a los convencionalismos clasistas personificados en las mujeres de la historia. Su forma brutal y sádica de amar sólo adquiere sentido despojado de los marcos temporales de la Inglaterra del siglo XIX (interlocutor-síntesis de la liberación sexual de los 60, moderno y paradójico, para el que la muerte es el único camino hacia la liberación). Desde este punto de vista “The Nightcomers” no es sino una profunda y dolorosa historia de amor a la que Fielding entrega una de las melodías más románticas de su carrera, un tema que concreta el sentimiento de Quint hacia Jessel, radicando ahí la contradicción entre sus actos y sus sentimientos (“The Flower Bath” iniciada sobre los acordes del leitmotiv del jardinero), porque si algo define al personaje es su incapacidad para amar y comportarse según las pautas de la época (el mismo tema emergerá cuando Quint descubre en el lago el cuerpo sin vida de su amante).
Si en “The Innocents”, los niños sirven de puente de unión entre la vida y la muerte para unos fantasmas empeñados en vivir su pasión bajo el paraguas de una realidad física, en “The Nightcomers”, Miles y Flora representan la raíz del mal por su distorsionada interpretación del mundo adulto. Fielding construye un evocador y dulce tema infantil (“The Children´s Hour”, “Summer Rowing”, “Flora and Miss Jessel”) que apela, casi sin variaciones, a la naturaleza inocente de ambos. De este modo, sus actos no quedan sometidos a juicio alguno, al contrario, quedan disfrazados de episodios deformados de una realidad proyectada sobre los trascendentes comentarios de Quint. Uno de los mejores ejemplos del empleo soterrado de este tema tiene lugar con la muerte de Miss Jessel en el lago, donde la música adopta el punto de vista de los pequeños (aún sin estar presentes), ajena en todo momento a la desesperación de la institutriz.
Composición de corte exquisito, “The Nightcomers” se convierte, por méritos propios, en uno de los mejores trabajos de Jerry Fielding. Lamentablemente, la cinta dista mucho de estar a su altura, de suerte que su formato de telefilme oscurece el subrayado sonoro, provocando algún que otro desencuentro fruto de la insustancialidad del discurso y del esquemático antagonismo de los escenarios propuestos. Película roma, sin profundidad, pensada por y para su estrella: un Marlon Brando sobreactuado, que prepara el desembarco en el cine erótico con el “El Último Tango en París”. En esta ocasión, la mantequilla se ve sustituida por elementos de naturaleza baudelairiana: flores (del mal) que irrumpen como símbolo del cambio, en un intento por lavar la imagen del personaje, por dulcificar sus contradicciones. La búsqueda de una redención que se antoja inútil, debido a la incapacidad de éstas para ocultar el hedor producido por la indiferencia, por la apatía que provoca en el espectador esta tragedia carente de cerebro y médula.
9-junio-2008
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