Gorka Cornejo
Jerry Fielding fue un artista que pagó el precio de ir por libre, de ser fiel a una estética radical y exquisita, con el destierro a los márgenes de la historia de la música de cine. Francotirador de los suburbios del mainstream, Fielding es un compositor a recuperar precisamente ahora, una infalible guía que puede ayudar a desbrozar el zarzal de la mediocridad donde empezamos a sufrir los rigores del sol de los desiertos, víctimas de espejismos que nos hacen ver suntuosos vergeles donde sólo hay modestas floraciones de talento. Fielding nos recuerda en qué consiste la verdadera búsqueda de un aliento propio, de un estilo intransferible, la verdadera experimentación, que siempre se nutre más de respuestas que de preguntas, la verdadera originalidad, metas que hoy en día muchos pretenden alcanzar por vías rápidas y cosméticas, además de exitosas. Y es que habría que preguntarse cuánto del desengaño, de la melancolía, del nihilismo propio de los que ya están de vuelta en el camino, cuánto de su fracaso habita en la música lacerante y revolucionaria de este outsider irrepetible.
Condenado a proyectos cada vez más mediocres, lejos de tirar la toalla y refugiarse en fórmulas acomodaticias, Fielding tuvo el valor y el coraje de mantenerse fiel a sí mismo a lo largo de su difícil carrera, desarrollando su estilo hasta unos niveles de autoafirmación más propios del victorioso que del vencido. Así, “The Mechanic”, una insípida y negligente película de acción con ínfulas de estudio psicológico, mezcla híbrida entre el thriller de serie B y el cine negro francés (resulta bastante evidente la influencia, tardía, confusa y mal digerida, de la obra de Jean Pierre Melville, tanto en el existencialismo de diccionario de bolsillo que rezuma el guión como en ciertos postulados estéticos) es una buena muestra del nivel de compromiso y la profesionalidad del compositor a la hora de buscar una personalidad musical coherente que se acople al relato como un guante, llenando sus vacíos con efectividad, inspiración e incluso, en algunos momentos, sutil poesía. Que la película lo merezca o no, son consideraciones más propias de observadores ajenos, como nosotros, y por ello absurdas y estériles. Para un compositor como Fielding lo importante es la película y toda película es importante.
Charles Bronson interpreta con su estilo estatuario habitual a Arthur Bishop, un frío e implacable asesino a sueldo que trabaja para una organización secreta. Los años van pasando y pesando, con lo que Bishop comienza a pensar en el retiro. Pero cuando conoce a Steve, el alto, rubio y engreído hijo de su última víctima, Bishop cree posible dejar en el mundo un sucesor, con lo que decide traspasarle sus conocimientos y convertirle en un buen “mecánico”. Sin embargo, al hacerlo, el veterano incumple una de las normas tácitas de la organización para la que trabaja y, de la noche a la mañana, el propio Bishop se convierte en objetivo a eliminar. La ironía estriba en que el encargado de matarlo es su joven aprendiz. Una buena historia sobre el cambio generacional, lastrada por torpes escenas de acción, frases lapidarias un tanto acartonadas y mucha, mucha testosterona.
Claro que el argumento es casi una excusa tanto para el director, el impersonal Michael Winner, como sobre todo para Fielding, que centraliza su partitura en la descripción del personaje de Bronson, su deshumanizada profesionalidad, su ausencia de moral, entendida en sus parámetros cívicos habituales, esa condición “mecánica” a la que alude el título original que le es necesaria a todo eliminador para mantenerse equilibrado, certero y preciso, sin permitirse ternuras, compasiones ni remordimientos. Fielding despliega en torno a Bishop una música desequilibrada, desconcertante, sin atisbo de melodías ni armonías agradables o estables, que pudieran servir de acomodo o de coartada dulcificante al espectador en su interpretación y valoración del personaje. El dibujo que de Bishop hace el compositor establece unas normas de conducta sin referencia en la sociedad, como si fuera un satélite aislado, dueño de su propia gravitación y rotación. Esa “amoralidad” es contagiosa: parte de Bishop y se extiende a su alrededor, a su riguroso trabajo y a la intimidad de sus pensamientos. Y para reforzar más esta idea, Fielding juega con enfrentar esta música del desequilibrio con otra muy diferente, la que oye Bishop cuando quiere concentrarse en el trabajo de estudio o en la lujosa comodidad de su casa-palacio, una música romántica (cuartetos de cuerda de Beethoven) que siendo pasional y tumultuosa en el fondo, posee esa cualidad de obra equilibrada, clásica, melódica, que ya es mucho, convirtiéndose en una especie de bombona de oxígeno, de paz y orden, dentro del caos.
Pero ese caos no es total y esconde, si se desciende a una escucha detallada, un cuidado trabajo de progresión y desarrollo interno. Sin poder hablarse de una banda sonora con leit-motivs, lo cierto es que Fielding usa reiteradamente una serie de figuras, adscritas todas a Bishop y su universo: los golpes orquestales como el que da comienzo a los “Main Title”, imitado después por las cuerdas o el piano solista; el protagonismo de los instrumentos de cuerda, en ocasiones pretendidamente similar al sonido de un cuarteto de cuerda (como al comienzo de “End Titles”); o la melancólica y bella frase que concluye “The Letter” (lo más parecido a un Tema de Bishop que se puede encontrar en la partitura) surgen varias veces, como elementos protagonistas y distintivos, a lo largo de un score que atiende mucho a la especificidad de cada una de las escenas a las que acompaña, mostrándose violenta y abrupta en los momentos de pura acción (“Speed Boats”, “The Big Chase”) o elástica y maleable en los de suspense y tensión (“The Pick Up”, “Revelation”). Lo bueno de Fielding es que incluso en los bloques en los que otros compositores hubieran conectado el automático, él parece estar cuidando cada segundo de su composición, con el mismo esmero y sentido del equilibrio que emplea en los momentos de mayor lucimiento. En este sentido, cortes como “The Set-Up” o “Strange Madness” son ejemplos de esa filigrana musical que pasa desapercibida para el público mayoritario, pero que ningún aficionado a la música de cine puede dejar de atender con mimo y admiración.
“The Mechanic” es una partitura excelente y rigurosa que lucha contra un guión pobre y la falta de rigor de una puesta en escena a ratos convincente pero en demasiadas ocasiones errabunda, cuando no abiertamente equivocada. Varias veces asalta al espectador la sensación de que la música actúa no ya en un segundo nivel sino a espaldas de las imágenes, contribuyendo sólo a crear una atmósfera viciada y conflictiva que ningún otro elemento escénico corrobora ni acompaña. Así, la música de Fielding, con toda su carga de intención y su compleja elocuencia narrativa, se ve sola en la tarea de describir a una serie de personajes y situaciones a los que les falta contundencia.
2-abril-2008
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