Miguel Ángel Ordóñez
Hay películas que su mera fecha de nacimiento pasa a condicionarlas estética y artísticamente. Si los filmes de Jerry Buckheimer son el prototipo de un cine enclavado en pleno siglo XXI (y no me refiero a que sus dificultades técnicas o su abuso de los efectos especiales requieran de una modernidad latente, sino a un “problema” derivado de su filiación prosaica al videoclip, de un cine hecho a impulsos deudor de una sociedad como la actual, tan saturada de elementos fugaces y de ídolos farsantemente estéticos, adoradora de la televisión y de sus microhistorias en 20 segundos), no cabe duda que productos como “Dark of the Sun” lo son del cine de los 60.
Una época de cambios sociales profundos (el impulso de los estados comunistas de Mao y Castro, el odio racial y las muertes de Malcolm X y Luther King, la rebeldía estudiantil en Chequia y Francia, el hippismo, la liberación sexual….) que se ven trasladados al cine. La caída de los grandes Estudios, el éxito de pequeñas películas como “El graduado” o “Bonnie & Clyde” o la sublevación artística, cámara en mano, que propugnan cineastas europeos surgidos de corrientes tan dispares como la Nouvelle Vague o el Free Cinema, provocan la necesidad de Hollywood de ajustarse a esos cambios. La música de cine se acerca a los gustos populares, alejándose cada vez más de su liturgia dramática para abrazar nuevas formas de interacción con la estética del pop y el rock and roll. Paradójicamente, ese acercamiento al público estimula una reacción de efecto contrario, cohabitando dos formas musicales completamente antagónicas, en un claro ejemplo del efecto acción-reacción que había llevado a esos cineastas europeos a iniciar una revolución contra los cánones decimonónicos establecidos. Así, esta música popular convive con la necesidad de ofrecer atrevidos ejercicios musicales de estética avant-gardé, abanderados por compositores como Schifrin o Goldsmith.
Pero en toda etapa que se considera revolucionaría existe la sana necesidad de separar el grano de la paja. “El Último Tren a Katanga” (sorprendente título ideado por los distribuidores hispanos) es un subproducto del cine bélico y de aventuras exóticas claramente deudor de su época. Su necesidad de filosofear sobre los peligros de la ambición y la violencia dentro de un formato cutre e irrisoriamente viril, sirve de pretexto para canalizar una historia que toma como telón de fondo la guerra civil del Congo. Dos mercenarios (Rod Taylor y el exjugador de fútbol americano Jim Brown, armario ropero convertido en estrella gracias al éxito de “Doce del Patíbulo”) deben conducir un tren entre las líneas enemigas con objeto de entregar 50 millones de dólares, en diamantes, al presidente de una nación al borde del colapso. La cinta, dirigida por un Jack Cardiff incapaz de retratar a sus protagonistas como seres de carne y hueso, se recrea en la violencia gratuita como justificación, precisamente, de su alegato contra ella. Baste echar un vistazo a un par de ejemplos: dos niños son fusilados por un oficial alemán por puro capricho, o un soldado es violado gratuitamente por el general de los sublevados mientras otro es quemado vivo durante una borrachera.
El desconocido compositor francés Jacques Loussier, proveniente de la televisión y superventas en su país gracias a la adaptación para piano de célebres temas de Bach, es el encargado de poner algo de coherencia a este desaguisado. Si su fugaz intervención en ese fantástico polar dirigido por Melville, “Le Doulos”, donde componía temas adicionales a piano (magistral la aplicación de uno de ellos a la confesión de Belmondo a su amigo en la ficción, Maurice Fauget) en la jazzística partitura cimentada por Paul Misraki, podía generar sugerentes expectativas en su acercamiento a este “Dark Of The Sun”, una rápida escucha del trabajo logra echa por tierra cualquier hálito de esperanza.
Primero, porque Loussier se limita a adoptar una posición secundaria que permite alimentar el tono dogmático de la propuesta de Cardiff (su mensaje filosófico), ayudando bien poco al desarrollo de una trama endeble y aleatoria; en segundo lugar, porque su oferta conjuga ideas de una simpleza insultante, ingenuamente quebradas por una pseudo-complejidad deudora en exceso del maestro Morricone y de su particular diseño iconográfico del Oeste americano (“Adiós a Cheyenne” como referente) o, verbigracia, de su aportación al género político (el empleo de un ritmo pautado, pulsado, nos retrotrae a “La Batalla de Argel”, idea desarrollada ejemplarmente por el italiano en la posterior “Indagación sobre un Ciudadano Libre de Toda Sospecha”).
Tres son los motivos musicales sobre los que Loussier construye el score, todos ellos incluidos en los títulos de crédito (“Main Theme From Dark of the Sun”). El primero, ese ritmo pulsado ya comentado, emergerá a lo largo de toda la partitura, en la mayoría de ocasiones acompañando al tema central de la obra: una línea sincopada para piano y clavecín que será entregada a la cuerda cuando Loussier decide inmiscuirse en la “fisicidad” de la trama, abandonando su subrayado intelectual (“Port Reprieve”). En último lugar, una delicada y europeizante melodía que identifica al personaje de Claire, acabará sirviendo posteriormente como sustrato amoroso de la cinta ("Claire and Curry"). Junto a este vulgar material, aplicado incesantemente en modo menor, Loussier acentúa los momentos de acción, bien con una caótica sucesión de stacattos y glissandos al metal que ejercen de contrapunto a ritmos acelerados al clavecín y piano (“The Mercenaries”), bien con convencionales pasajes de tono jazzístico más propios de un disco de lounge ("The Diamons").
“Dark of the Sun” es una obra poco estimulante que demuestra claramente las carencias de Loussier. Escuchando el score uno se ve transportado a ese otro ejercicio mediocre firmado por Monty Norman iniciada la década (“Dr. No”). En ésta, John Barry lograba salvar los muebles con su adaptación del, desde entonces archiconocido, tema para James Bond. Aquí, el desastre absoluto no se alcanza gracias al fantasma de Morricone.
31-marzo-2008
|