Miguel Ángel Ordóñez
La ocasión de recuperar el tiempo perdido, sus efectos sobre la conciencia, son los elementos que forjan la piedra angular del nuevo filme de Francis Ford Coppola tras diez años de inactividad. Una cinta arriesgada, experimental, donde el director de origen italiano adapta la novela “Tiempo de un centenario” del rumano Mircea Eliade, desafiándonos a interpretar las complejas piezas de un confuso mapa que trata de transportarnos a los cimientos de nuestra civilización, proponiendo la seductora tesis del nacimiento del lenguaje como el origen de nuestra conciencia. Nunca Coppola se propuso estar más cerca de Lynch.
Dominic Matei (Tim Roth) es un profesor cuya vida sufre un cataclismo en los oscuros años previos a la Segunda Guerra Mundial. A los 70 años, con una vida dedicada a estudiar el origen del lenguaje es alcanzado por un fulminante rayo que obra en él la capacidad de devolverle su juventud. El catedrático ve incrementadas sus aptitudes intelectivas, asistiendo al desdoblamiento de su personalidad, ahora dividida entre un “yo” emocional y humano, a la búsqueda del amor perdido representado en dos almas gemelas habitantes de un tiempo disociado (Laura, el amor físico/Verónica, reencarnación de la hindú Rupini, clave en su intento de desentrañar los secretos de la lengua antigua), y un Dominic oscuro y frío, que personifica su lado científico. Con los nazis al acecho, interesados en un espécimen dotado de un poder mental sobrenatural, Dominic se ve obligado a huir a territorio neutral, Suiza, vagando entre alterados estados de conciencia en busca de amor y respuestas.
El mito de “Jekyll y Hide” descrito por Stevenson, o el del propio “Fausto” son revisitados en una cinta demasiado ambiciosa y, lo que es peor, caprichosa. Es tal el grado de incertidumbre que genera la narración, que tanta ambigüedad trasluce manierismo, incapacidad real y física de hacer creíbles elementos sólidos del relato, por mucho que Coppola reflexione sobre la base fantástica de la realidad y se esfuerce, vanamente, en dotar a sus personajes de vida, de emoción. Una cinta fallida pero saludable.
Como Coppola, el argentino Osvaldo Golijov ha tardado siete años en volver a dejarse seducir por el cine (“The Man Who Cried”). Entregado en cuerpo y alma a la música clásica, en la que ha sido calificado como “el secreto mejor guardado de la música contemporánea”, Golijov es un compositor interesado por la multiculturalidad. Ecléctico radical, en su música brillan ecos de viajes milenarios, lecciones del bandoneón de Astor Piazzolla, un largo amor por Mahler, el canto gregoriano, melodías de la liturgia judía y sones latinoamericanos como la rumba, la guajira y la capoeira brasileña. Símbolo de esta mezcolanza, “La Pasión Según San Marcos” (editada por Hänssler y enclavada en la conmemoración de los 250 años de la muerte de Bach, dentro del proyecto “Passion 2000”), calificada por el propio Golijov como su “Guernica” particular, despertó tal interés en Coppola que no dudó en contratar a Golijov para este “Youth Without Youth”.
Sin embargo, ninguno de los símbolos más reconocibles del Golijov de “La Pasión” o de la exitosa “Ainadamar” (homenaje a Lorca) se encuentra en esta nueva obra. Aquí Golijov se muestra fríamente romántico, sutilmente ambiguo, ardientemente melancólico. Una fantástica obra que potencia la incertidumbre del relato gracias a un discurso fundamentalmente neoclásico (mágicos contrapuntos, vocación conceptual camerística, a pesar de su instrumentación para gran orquesta, etc…), a la fusión de colores que acercan Oriente (el cimbalom o el kamancheh iraní) y Occidente, o al fascinante empleo de patrones rítmicos que discurren junto a un modelo lírico tan desapasionado como vehementemente nostálgico, un elegante calidoscopio musical de belleza turbia y subterránea.
El tema central, construido alrededor de una maravillosa melodía enclavada en el cimbalom e inspirada en la canción “Yo Sin Ti” de Arturo Castro, abre la edición del disco (“Youth Without Youth”) pero no hace acto de presencia hasta la segunda mitad de la película. Desarrollada en el viaje a Malta de Dominic y Verónica, como símbolo del amor alcanzado, supone en el fondo la vuelta a la juventud (donde Dominic desechó el amor de Laura a cambio de una vida dedicada al estudio). Golijov lo utilizará en una versión afligida y evocadora ante la imposibilidad final del mismo (“Farewell”).
Sin embargo, el tema que esconde la verdadera clave del relato, es un lamento por una larga vida tras la cual uno se pregunta que habría cambiado. Una mezcla de melancolía y deseo de haber hecho las cosas de otro modo que Golijov vincula a los amores perdidos de Dominic. Presentado en “Love Lost: Laura” (con Alex North flotando en el ambiente), el lamento alcanza momentos de aguda emoción en “Love Lost: Veronica” gracias a la intervención del kamancheh y el acordeón, adoptando un sustrato puramente romántico para gran orquesta sinfónica (muy acertada la Bucarest Metropolitan Orchestra) en “Laura Reborn”. Además, este tema clausurará la obra ayudando a introducir nuevas claves en la interpretación de este rompecabezas críptico ideado por Coppola (“The Third Rose”).
Acordes turbios y oscuros dominan una tercera melodía, de cuatro notas ascendentes, aplicada por Golijov al mundo del nazismo, primero en “Dr. Rudolf´s Dream”, con magnífico contrapunto entre violines y chelos, más tarde en “The Girl in Room 6”, como símbolo del deseo carnal. Una oscuridad compleja y por momentos alienante que dominará cortes como “Dr. Rudolf´s Suicide”, “Dominic´s Nightmare” o “Powers”.
“Youth Without Youth” es una obra brillante que manifiesta los profundos valores musicales que atesora Osvaldo Golijov. Por poner un reproche, se nota, sin embargo, que el compositor argentino necesita un tiempo de aprendizaje para desentrañar en toda su magnitud aún, los secretos y misterios de este lenguaje oculto, el de la música cinematográfica. Aunque demuestra un magnífico dominio en el desarrollo de sus melodías acompañando así el profundo cambio observado en la personalidad de sus protagonistas, Golijov mantiene a lo largo de la trama la misma intensidad en sus orquestaciones. Este signo de ambigüedad uniforme ayuda a mantener las incógnitas del relato, a costa sin embargo, de quemar sus cartuchos demasiado pronto.
24-marzo-2008
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