Miguel Ángel Ordóñez
En los años 50 las productoras americanas luchaban por ofrecer espectáculos de masas que atrajeran a un público cada vez más reacio a abandonar el hogar. La familia congregada alrededor de la televisión. El cine bíblico y de civilizaciones pretéritas, costoso pero atractivo, constituía una apuesta segura de los Estudios para cautivar el interés de una clientela que adoraba los productos exóticos. “Tierra de Faraones” es un espectáculo visual que nos traslada, bajo el reinado de Kheops (Jack Hawkins), al antiguo Egipto, al culto a la muerte, a la construcción de las grandes pirámides, a la plétora de unos mandatarios que no dudaban en esclavizar a un pueblo cautivo de sus ídolos. En el fondo, una reflexión sobre el poder y los mecanismos de corrupción y avaricia que fluyen a su alrededor, discurso de un desconocido Faulkner pertrechado tras el guión.
El primer gran score épico que recaía en manos de Dimitri Tiomkin debía estar a la altura de tan ostentoso marco. No es de extrañar, pues, que los 90 miembros de orquesta y sus correspondientes 80 piezas de coro, fueran en manos del ucraniano un manjar apetitoso ante el que dar rienda suelta a su notoria capacidad para la grandilocuencia y el manierismo sinfónico, algo así como darle a un pirómano un encendedor en un bosque de hayas resecas.
Pero resulta curioso como esa opulenta, y en ocasiones desconcertante, muestra de rancio sinfonismo exótico y rimbombante, coexiste con la clara intención en Tiomkin de establecer un paréntesis rítmico, un punto y aparte, que permita diluir las inicialmente rudas propuestas del compositor en una construcción musical de tono reflexivo e intimista, que finalmente ayude a la trama a bifurcarse sobre dos vertientes narrativas complementarias. Por un lado, la atronadora sucesión de acordes a los metales, el grandilocuente empleo de los coros, contribuyen a fijar en el marco fílmico la existencia de un pueblo feliz por la condición divina de su monarca, por sus ánimos de expansión y riqueza, representando a su vez el status social del faraón. Por otro, la introducción de suaves pasajes a la cuerda y a las maderas, remiten a componentes románticos y emocionales (las diferentes subtramas amorosas de la cinta o la constatación de una nueva vía del pensamiento representada en el personaje de Vashtar), lo que contribuye a humanizar el entorno de la figura del faraón, buscando dinamizar la trama y provocar una cierta empatía ética con el espectador.
De esa división de bloques, Tiomkin sale airosamente reforzado con la descripción del contorno romántico que fluye en las relaciones entre Senta y Kyra o entre la malvada Nellifer y el traidor Treneh, al no diseñar temas de amor específicos que funcionan en su vertiente de leitmotiv, sino al limitarse a recrear una atmósfera adecuada donde las emociones de estos personajes se desarrollan con naturalidad. Domeñada su tendencia al exceso, Tiomkin alcanza sus mejores resultados, llegando a anticiparse a la acción, con su semidiegética “Melody of Death”, tema que, arrancando a la flauta, marca simbólicamente el destino fatal de la reina, sirviendo con posterioridad como melodía para canalizar la afligida acogida de la noticia por parte del faraón.
En esta última escena, el sutil empleo de la música descriptiva alcanza gran brillantez gracias a su funcionamiento en contraposición a los dos leitmotiv que le sirven de agarre a la partitura. Al faraón, como deidad, como representante supremo de una civilización derrochadora y pródiga, Tiomkin le entrega un tema principal asido a los metales que apela al único deseo de aquel por construir una tumba a la altura del más importante “Monarca-Dios” de la historia, aunque la inclusión de una segunda idea para voz solista (“Main Titles”) identifica su condición de mortal. El componente divino sobre el que se asienta dicho leitmotiv marca la trayectoria de todo el score, primero porque se acentúa al funcionar en contraposición al otro leitmotiv de la partitura, el de su arquitecto Vashtar, una melodía sombría de reminiscencias judaicas erigida como contratema; finalmente, porque Tiomkin huye de su aplicación cuando aparece algún vestigio de humanidad en la figura de Kheops (por ejemplo, al recibir la noticia de la muerte de su esposa, son las notas que acompañan el fallecimiento de ésta las que abrazan ese pesar).
Otro de los aciertos indiscutibles de la partitura tiene lugar con el empleo que realiza Tiomkin de la masa coral, en alguna ocasión en forma de falsa diégesis, con la introducción de tres himnos de componente litúrgico asociados a la muerte, en sus vertientes de heroicidad, traición y descanso inmortal. Mientras el primero, un himno de carácter heroico y ceremonioso (“Funeral Song of Joy”), emerge diegéticamente (el pueblo lo entona) como tributo a la valentía de los soldados (posteriormente será aplicado a la propia muerte de Kheops, a pesar de que Tiomkin construyó otro tema específico), los otros dos, establecida la conexión en el espectador con el primero, funcionan en plena simbiosis con el entorno, acentuando el temor a la muerte en el asociado a los desertores (“Funeral Song to a Traitor”), sombrío y suspendido sobre disonantes metales, o formando parte del propio paisaje sonoro de la cinta (“Song of the Builders”), como acompañamiento al duro trabajo de los esclavos durante la edificación de la pirámide (martillos y cinceles funcionando como elementos percusivos adheridos a la composición).
Nos enfrentamos a una obra que cuanto más tiende al intimismo mejor sirve a los propósitos de la trama. Es, precisamente, cuando Tiomkin acude a su sello identificador, al viejo empleo de la fórmula, cuando la película parece ahogarse en su falsa opulencia, en sus propios y limitados recursos. Baste echar un vistazo al mastodóntico empleo del metal y la percusión en la endeble procesión de recibimiento a Kheops (“Procession”), para darse cuenta que ni Hawks se toma la épica con el celo que pone Mankiewicz, ni Kheops tiene un ápice del poder y la presencia que acompañan a Cleopatra. Comparaciones establecidas por una música que sobrevuela sobre la imagen, constriñéndola, sin lograr amplificarla, eliminando cualquier vestigio de realismo y credibilidad. Tiomkin y su discutible fórmula: el estilo bigger than life.
28-febrero-2008
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