Gorka Cornejo
Es una lástima que la colaboración entre Robert Altman y John Williams no haya sido más fecunda. La íntima amistad que los unió, fraguada a finales de los 50, cuando ambos coincidieron en la serie de televisión “M Squad”, se mantuvo incólume hasta la muerte del director. Sin embargo, profesionalmente su relación se centró en las décadas de los 60 y 70, la mayor parte en trabajos televisivos (episodios de las series “Kraft Mystery Theater”, de 1962, “Kraft Suspense Theater”, de 1963, y la TV-movie “Nightmare in Chicago”, de 1964) y con sólo dos largometrajes, “Images”, de 1972, y “The Long Goodbye”, de 1973, suficientes sin embargo para haber marcado un capítulo importante en la carrera del compositor, dada la originalidad y el grado de experimentación de ambas, camino por el que se le suele achacar a Williams no haberse internado en más ocasiones (a esta lista le falta por añadir un curioso cortometraje, “The Katherine Reed Story”, que Altman dirigió y dedicó a su esposa por motivo de su cumpleaños en 1965).
Las razones que motivaron la interrupción de su colaboración bien pudieron ser la distancia cada vez mayor que el éxito y sus reveses fue marcando entre las trayectorias de ambos: mientras que Altman fue perdiendo fuelle y credibilidad en la industria, quedando condenado a un cine minoritario de siempre limitado presupuesto, Williams iba engrosando su filmografía (y abultando su caché) con superproducciones y grandes títulos. Incompatibilidades de agenda y de dólares, que se suman a la de por sí bastante voluble y tenaz tendencia a probar nuevos compositores que caracterizó la carrera del inquieto Altman: a parte de Williams, sólo repitió con Gene Moore (inseparable en los primeros tiempos del director, cuando rodaba cortometrajes y documentales), Johnny Mandel, George Burt, Gabriel Yared, y Mark Isham (dos películas con cada uno de estos últimos cuatro), de una lista de 25 nombres diferentes a lo largo de 60 títulos, de los cuales más de una docena poseen una banda sonora sin música original.
Y es que para Altman la música en las películas era un elemento al que se le debía un respeto y que exigía una respuesta exigente por parte del director, que fuera en consonancia con las características de la puesta en escena, el argumento y la estética correspondientes y que no se limitara a una aplicación tradicional. Ésta era, por otra parte, muchas veces inviable: Altman se especializó en películas de narración muy especial, donde a menudo el meollo argumental era lo de menos, centrándose en personajes aislados y en la descripción de atmósferas. Su ya añorada “marca de la casa” lucía especialmente en secuencias larguísimas, habitualmente superpobladas de personajes, todos hablando al mismo tiempo, registradas por una cámara en constante movimiento (simultaneando admirablemente zooms y travellings), características todas ellas que hacen difícil la inclusión de bloques musicales incidentales. Altman optaba más por dejar que la música fuera coloreando el fondo sobre el que él retrataba a sus personajes. Junto a colegas como David Lynch, Altman es uno de los involuntarios responsables del cliché de narración musical no intrusiva que hoy en día vemos aplicado sobre tantas películas (¿qué es “Babel” sino el plagio pretencioso, por lo tendencioso, de la magistral, por su abstracción, “Short Cuts”?).
“Images” es, tanto por su proceso creativo como por los resultados, una banda sonora absolutamente extraordinaria, en el sentido más exacto de la palabra, tan fuera de lo común como la película en sí con respecto al mainstream del relato cinematográfico. Quizá su mayor acierto consista en que la música es sólo una parte (aunque primordial) de un inteligente diseño sonoro que tiene como objetivo instalar al espectador en un nivel de inestabilidad como receptor de mensajes audiovisuales de cuya veracidad nunca tendrá certeza. Esa inestabilidad es la de la protagonista, Catheryn (Susannah York), una mujer que de tenerlo todo en la vida pasa en pocos días a quedar sumida en la más atroz de las pesadillas, víctima de una esquizofrenia galopante que la convertirá en asesina. El primer gran acierto de Altman es el de introducirnos físicamente dentro de la protagonista haciéndonos víctimas de una confusión sonora, mezcla de diálogos reales e imaginados, efectos de sonido, diegéticos y extra-diegéticos, y música (una música que se construye mayormente a base de sonidos y que llega a incorporar elementos del audio diegético), de forma que se desdibujan las demarcaciones tradicionales de estos elementos y el espectador nunca está seguro de cuándo acaban unos y empieza la otra.
En cuanto a la música, Williams opta por ilustrar la hecatombe mental de Cathryn yuxtaponiendo dos tipos de música radicalmente diferentes, una de estilo melódico, clásico, casi infantil, la otra experimental, enervante, un catálogo de ruidos y efectos acústicos de todo tipo, sin que falten gritos y gruñidos, para los que el compositor se sirvió de un endemoniado percusionista japonés, Stomu Yamash´ta (a quien acredita como “creador de sonidos”, si bien fue un proporcionador y ejecutor imaginativo más que un co-autor). Esta dualidad musical permite a Williams describir cómo la locura va ganando terreno paulatina e irremediablemente a la cordura. Hasta aquí lo evidente, lo habitualmente aplaudido.
Sin embargo no podemos olvidar el hecho de que el personaje de Cathryn es una escritora de cuentos infantiles, una persona creativa, por tanto, una artista. Cuando Williams escribe esa música amena, tradicional, pero extrañamente simple, infantilizada (referencia a la literatura para niños), con toques medievales (“In Search of Unicorns”, “Dogs, Ponies and Old Ruins”) lo hace para acompañar los momentos en los que Cathryn escribe (mental o físicamente) los capítulos de su nueva obra; es por tanto una música que se adscribe más al mundo de la ficción, de la creación, que al de la cordura o la normalidad mental del día a día (que en la película recibe mayoritariamente el silencio como único acompañamiento). Visto así, “Images” se revela como una reflexión sobre la eterna dualidad del genio artístico, capaz de crear mundos perfectos sólo en la ficción, pero no de llevar a cabo una vida normal en el plano de la realidad. No es difícil vislumbrar en Cathryn una metáfora del propio Altman, conocido por sus excesos y no pocos desequilibrios (sobre todo durante las décadas de los 60 y 70). ¿Nos está hablando de su vida? Es evidente que Altman quiere jugar con la tradicional separación entre realidad y ficción, insinuando lo mucho que ésta se parece a aquélla, desde el momento en que decide llamar a sus personajes con los nombres de los actores: Catheryn es Susannah York, Hugh es Rene Auberjonois, Marcel es Hugh Millais, René es Marcel Bozzuffi y Susannah, la niña, es Cathryn Harrison (a lo que se añade el hecho de que el libro infantil citado constantemente y que escribe y lee Susannah York, existe y está escrito por la propia actriz). Todo esto nos invita a pensar que la esquizofrenia de Cathryn es más un recurso argumental, un macguffin; los accesos de locura (siempre relacionados con amantes, vivos o muertos, reales o imaginarios, tentaciones sexuales, arrepentimientos) son metáforas llevadas al extremo de sentimientos comunes (y muy propios de una mentalidad pequeño-burguesa que se enfrenta a las consecuencias morales de la liberación sexual) con las que Altman confecciona un ensayo humano sólo con apariencia de thriller terrorífico (otro director, como por ejemplo Bergman, hubiera llevado este mismo material por otros derroteros).
Musicalmente, la profusión de efectos sonoros percusivos y guturales no resta protagonismo al conjunto instrumental más importante y expresivo de los que se vale Williams para describir este descenso a los infiernos de la demencia: la orquesta de cuerdas (nada menos que la de la BBC). Con un estilo que no sorprenderá al conocedor de obras como “Essay for Strings”, Williams compone excelentes bloques que no por su experimentalismo dejan de lado la pertinencia narrativa y el seguimiento, paso a paso, de las imágenes. Brilla especialmente esta escritura febril y malsana en bloques como “Reflections”, “The Killing of Marcel”, o el final de “Dogs, Ponis and Old Ruins”. Pero en cuanto a la estructura, la distribución y la significación de la música, estamos ante una banda sonora tradicional, lo cual no quita ni un ápice de su calidad y relevancia: basta escuchar el bloque “The Love Montage”, típica pieza incidental que engloba una secuencia de compleja edición, si bien musicalmente es uno de los mejores set-pieces del Williams pre-galáctico, por la coherencia, el poder evocador y la abundancia de fragmentos e ideas de inquietante belleza, elocuente del cuidado y la dedicación con la que el compositor encaró el proyecto.
Otro ejemplo de convención tradicional lo encontramos en la progresión del planteamiento musical en función del arco argumental de la protagonista. La dualidad de la música, al final, queda brutal, dramática, irremisiblemente fusionada, eludiendo al hecho de que Cathryn ha quedado finalmente anegada, como lo demuestra el bloque “The Waterfall and Final Chapter”, donde la melodía amable, de nuevo al piano y acompañada por cuerdas (ahora ya enloquecidas), ya no inspira estabilidad sino todo lo contrario, ya no es interrumpida intermitentemente por “la otra música”, sino que ésta tortura ya su mansedumbre desde el interior, disloca lo armónico y lo amorfa. La locura ha quedado instalada ya en la mente de Cathryn. Termina el libro y termina la película.
En la mayoría de los ensayos sobre música de cine suele considerarse a Williams como continuador de la tradición (recuerdo a un autor que lo llegaba a tildar de “conservador”, en una típica adaptación guerracivilista de una complejidad nada cómoda para mentes tan esquemáticas). La banda sonora de “Images” lo demuestra, pero también exige que a esa catalogación se le añada una matización: continuar la tradición no está reñido con renovarla y expandirla hacia nuevos horizontes, impracticables en los tiempos clásicos, netamente posmodernos.
13-febrero-2007
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