Gorka Cornejo
John Milius se inspiró en un hecho real (el secuestro, en torno a los primeros años del siglo XX, de un súbdito norteamericano por parte del caudillo bereber Mulay El Raisuli, con lo que éste intentaba crear un conflicto entre los Estados Unidos y Marruecos, su bestia negra, ante la que reivindicaba la independencia de su pueblo) para elaborar esta metáfora política del enfrentamiento entre Oriente y Occidente, dos formas de entender la civilización, opuestas y condenadas a tensionarse. Milius se identifica claramente con el Raisuli, por lo que tiene de héroe anacrónico, de romántico idealista, condenado a perecer frente a los grandes estados modernos y su maquinaria colonialista. Frente a él, en este retrato en díptico, está Theodore Roosevelt, simbolizando a un país poderosísimo, un Estado Moderno y Democrático, pero carente de ideales, de espiritualidad, cuyos supuestos pilares éticos y políticos, la libertad y el progreso, quedan en entredicho en la práctica.
“El viento y el león” es una excelente muestra de cómo el cine norteamericano de los 70 buceó en la tradición en busca de unas coordenadas que sirvieran de base para la revisión de unos arquetipos desfasados por la convulsionada realidad política del momento. Lejos de intentar romper con el lenguaje cinematográfico convencional, mundialmente asimilado, como fue el caso de la Nouvelle Vague o el Free Cinema, gran parte de la generación de cineastas norteamericanos de los 70 coincidieron en la táctica de revolucionar la industria del cine desde dentro, ofreciendo una imagen exterior de continuismo bajo la cual bullían los nuevos ideales de la modernidad. Se suele hablar de un cine desmitificador, cuando en realidad lo que hace es sustituir unos mitos por otros, reconfigurarlos a la medida del momento, impregnando a los héroes de una neblina nostálgica, crítica, incluso nihilista, la mirada de una generación que ha sido testigo de Vietnam y los asesinatos de Kennedy y Luther King.
Pilar indispensable de este intento por reconstruir parcialmente una ilusión de continuidad con la tradición del cine de aventuras es la partitura compuesta por Jerry Goldsmith y que por fin ve la luz íntegramente gracias a los esfuerzos capitaneados por la cada vez más imprescindible Intrada. La música de “El viento y el león” es un nuevo ejemplo de la maestría de un compositor que tenía el don de la mesura, el de saber qué decir y cómo decirlo exactamente. Fresca, vibrante, elocuente y sugerente, según la necesidad, la partitura de Goldsmith es un prodigio de equilibrio entre la parte intelectual que toda concepción de una banda sonora debe poseer y ese otro trabajo que consiste en hacer pasar por sencillo, por natural, lo arbitrariamente diseñado.
Consciente de que la película plantea un cara a cara entre los líderes de dos bandos enfrentados, Goldsmith se esfuerza en la descripción de los personajes de Raisuli y Roosevelt. Para el primero crea una música épica y romántica, impregnada de un fuerte arcaísmo orientalizante, protagonizada por la brusquedad de una percusión metálica (en clara alusión a una forma de entender la guerra, con espada, frente a la indignidad de las armas de fuego) y ritmos vigorosos que no se contentan con acompañar objetivamente a las hordas bereberes capitaneadas por Raisuli, sino que, dotándolas de emoción y belleza, y por tanto de un trasfondo, parecen justificarlas (“The Raisuli”, “Mercy”). El presidente de los Estados Unidos recibe, por su parte, una música elegíaca (“Mr. President”, “The True Symbol”, “The Fleet´s In”), cooperando en la descripción de la majestuosidad de su figura, una dignidad limpia del polvo de los desiertos, del fragor de las batallas cuerpo a cuerpo, un poder esterilizado y distante que contrasta con la brutal fisicidad de su antagonista. La genialidad de Goldsmith se hace palpable en su decisión de hacer que ambas músicas, ambos leit-motivs, nazcan y se desarrollen a partir de una misma figura, la fanfarria de ocho notas con la que comienzan los “Main Title” y que ejercerá de detonante recurrente, a modo de rúbrica y de espuela, a lo largo de toda la banda sonora, creando un nexo invisible pero férreo entre los personajes, ese reconocimiento mutuo correspondido, ese saberse ambos a la misma altura.
El tercer ingrediente principal de la banda sonora es, por supuesto, el Tema de Amor, cuya aparición en la película, casi en el último tercio de la misma, vuelve a demostrar la sabiduría de Goldsmith, si bien sus intenciones fueron ligeramente alteradas por una decisión ajena. Funciona porque evoca algo más que la simple gota romántica necesaria en toda película de aventuras: su aparición gradual y definitiva colocación en el primer plano de la película, nos informa de que los secuestrados van perdiendo animadversión hacia su raptor, se van sintiendo como en casa. La bella melodía sirve tanto para rememorar el pasado de bienestar que los Pendecari se han visto forzados a dejar atrás (“Times Remembered”), como para instaurar una franca y emotiva complicidad con el personaje de Connery (“A Bid for Freedom”). Es pues una música para la simpatía hacia la causa que Raisuli defiende y representa.
Alrededor de estos elementos centrales, Goldsmith despliega su habitual maquinaria de temas secundarios y set-pieces, algunas particularmente brillantes (“The Camp”, “Raisuli Attacks”), en un ejercicio de constante inventiva orquestal, gracias a la ejemplar utilización de instrumentos orientales, si bien nunca llega a caer en los excesos etnicistas tan habituales hoy en día, detrás de los cuales suele esconderse casi siempre una carencia total de ideas y recursos. Goldsmith ha sido siempre uno de los grandes maestros de la fusión, tanto si es de colores y timbres, como de lenguajes. “El viento y el león” no es otra cosa que fusión, y perfecta, entre tradición y experimentación, porque en efecto, uno escucha esta música y no hay que esforzarse mucho para hallar la vigorosa y arquetípica escritura de un Steiner o un Waxman, la melódica simplicidad y la personalísima búsqueda de lo exótico de un Alfred Newman (los sones de su tema de amor para “The Robe” no andan muy lejos) y sobre todo Alex North (la sencillez del tema de amor del discípulo recuerda a la célebre sucesión de tres notas del correspondiente a “Spartacus”), pero al mismo tiempo, sobre todo en los bloques de acción, es indudable que nos encontramos ante el hombre que ha firmado “Poltergeist” (basta escuchar las figuras que interpreta la trompeta al comienzo de “Raisuli Attacks”).
Y no es buscarle patas impares al gato llegar a la conclusión de que en esta mezcla, en esta dicotomía de estilos y lenguajes, de horizontes y coordenadas musicales, Goldsmith estaba sintetizado la doble mirada de Milius, que es la de toda una generación, conservadora y revisionista, romántica y nihilista, melancólica e iconoclasta. De haber firmado una música pura y totalmente clásica, tradicional, Goldsmith estaría invitando al espectador a contemplar la película como un simple ejercicio frankensteiniano de recreación extemporánea de un género caduco (como ocurriría en “The Mummy”). El mensaje político, la moraleja de Milius hubiera quedado más velada, no tan a flor de piel. Y es que a lo largo de su carrera, Goldsmith hizo mucho por la democratización de ciertas sutilezas, por hacer partícipe al gran público de que los personajes, los seres humanos, son bichos complejos, tridimensionales cuando menos, pero sobre todo irremediable y a veces lúcidamente irregulares.
Esta edición en doble CD recupera la integridad de la música compuesta y arreglada para la película (con abundante y extremadamente puntillosa incorporación de material no original y diversos source tracks), oportunidad que el aficionado debe aprovechar para valorar el trabajo de Goldsmith en el conjunto del diseño musical de la película, pues los bloques de música popular o marchas militares, son también un ingrediente cuyo peso Goldsmith debe tener en cuenta y en cuya existencia se basan decisiones como las de hacer que su música, la escrita por él, vascule tan claramente hacia el dibujo del bando bereber, sabedor de que, en el conjunto, la presencia musical de ambos bandos estará garantizada, si bien la emoción, la razón, está lejos de tan aritmética imparcialidad. Por eso, el corazoncito del espectador y su inteligencia correrán a abrazar las causas perdidas de los héroes crepusculares.
22-diciembre-2007
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