Ignacio Garrido
El ego musical que ciertos directores están imponiendo cada vez más en sus productos como marca de estilo, debe resultar algo tan cercano a lo humillante para con los responsables finales de dichos ensamblajes sonoros, como satisfactorio para las auto-convencidas batutas que los dirigen a su antojo. Los casos más evidentes de este tipo de cadencioso (y peligrosísimo para la calidad intrínseca de la música de cine) deslizamiento hacia la nada, lo representan actualmente de forma corolaria Ridley Scott y el realizador del film que nos atañe, Michael Bay.
En ambos casos, la alargada mano de Jerry Bruckheimer pesa mucho sobre hacia donde se han ido encaminando los gustos de ambos, pero ante todo lo que partituras (aunque dudo mucho que ni una sola nota de esta obra haya quedado reflejada en papel) como ésta nos indican con pavorosa frialdad, es la pérdida no sólo ya de la capacidad de innovación o una mínima aportación de personalidad (compositores como Steve Jablonsky no pueden aspirar a esto todavía), sino la desaparición de la más mínima entidad musical y de un discurso cinematográfico coherente.
Mientras Scott se está subiendo últimamente al carro de las canciones (sin darse cuenta evidentemente que se encuentra a años luz de ser un Michael Mann) y ha delegado en el otrora compilador de Hans Zimmer las labores de reciclaje con las que ahora embadurna los, cada vez más abundantes en su cine, huecos necesitados de un fondo sonoro superfluo y evidente, Bay, firmemente secundado por Bruckheimer, apoya sin tregua el relleno percusivo y rítmico non-stop hasta en el más insidioso e insignificante de los minutos de sus larguísimos largometrajes. La disyuntiva que a los compositores de turno (en la última hornada los habituales Rabin y Jablonsky) se les impone en estas circunstancias es, aparte del sempiterno temp-track, la batalla campal de decibelios que han de vencer frente a los efectos de sonido y al estruendo generalizado de las testosterónicas imágenes.
Así pues, ¿qué nos queda para el disco? Pues en ocasiones como ésta en realidad lo que más pesa es lo prescindible del mismo. Al igual que en el caso de la reciente “Michael Clayton” de James Newton Howard, brillante en su concepción formal y aplicación visual, pero del todo innecesaria en su edición discográfica, lo que aquí encontramos es un refrito de potente sonoridad sin pies ni cabeza. Pero esta potencia no ha de llevarnos a engaño, su apariencia y empaque no deben confundirse con calidad ni mucho menos (la creación de Howard en este sentido es mucho más meritoria que la que nos ocupa, aunque a todas luces mucho menos agradecida en una escucha superficial), pues éste es el cuadro clínico más evidente y preocupante del aficionado mayoritario de nuestros días.
Casos como “Beowulf”, la próxima “Alien vs. Predator: Réquiem” o esta misma “Transformers”, parecen esperarse entre los seguidores de los fuegos artificiales, del bombo y platillo, como agua de mayo, como si de la salvación se tratase, como si el rugido sinfónico fuese lo único (o peor, lo más importante de cada cosecha anual) tolerable para disfrutar de una audición de primer orden y un reconocimiento unánime. Esta psicopatología por supuesto se ve acompañada de coros apocalípticos, variaciones sobre temas heroicos ya oídos mil veces antes, electrónica reforzada (las modas se imponen pese a quien pese) y enorme duración en sus ediciones en CD.
Si la receta no falla por cualquier imprevisto, podemos meter en la coctelera cualquiera de los nombres de moda y un film que prometa gran ración de planos digitales con acción a raudales, y a buen seguro con agitarlo todo un poco obtendremos algo muy cercano a “Transformers”. Salvando las distancias de grado entre compositores (evidentemente un Silvestri se mueve muy por encima de un Jablonsky), el resultado a fin de cuentas no dista mucho en intenciones (véase que el film de trastos de chatarra convertibles está a un paso sonoro de “Van Helsing” en ideario básico, y ésta a su vez tan sólo se encuentra un peldaño por debajo de “Beowulf”).
Con todo merece la pena hacer mención, a nivel sonoro, del estropicio continuo con el que nos castiga ”Transformers”, aunque sólo sea para dejar meridianamente claro que es la propia música la que cae por su propio peso. El arranque y abundantes momentos posteriores emplean (como ya anunció un servidor, sería punto de inflexión en la música de acción actual) el motivo cíclico del Batman de Zimmer. También los Bourne de Powell acude a la cita de referencias, junto a los ritmos percusivos de Rabin para “National Treasure”, así como sus cellos y violines eléctricos de “Armageddon” o pasajes exactos de la propia “The Island”, anterior y ya entonces agorera colaboración conjunta entre músico y director. “La delgada línea roja” o “American Beauty” (sí señores Thomas Newman también está invitado a la fiesta de los tópicos contemporáneos), son otros nombres propios que hacen su aparición a lo largo del minutaje, pese a que el cameo favorito de un servidor sea el tema central de “Asalto a la comisaría del Distrito 13” de John Carpenter, en una genial variación épica.
Así pues, el uso de samples de anterior ubicación directa supera con creces la capacidad de asimilación de cualquier ser humano (desde acústicos de Michael Brook, hasta corales sintetizados del mencionado Trevor Rabin) en una sola tacada. No obstante, espero no acaben sojuzgando a este humilde escribiente como un mero reaccionario de la banda sonora, pues ahí está la reciente y formidable “The Bourne Ultimatum” por ejemplo, para asegurar (al menos para el que esto escribe) que la música moderna se puede crear con excelente gusto y una buena dosis de inventiva, así como la menospreciada y brillante “Harry Potter y la orden del Fénix” como modelo de exquisito y elegante sinfonismo que no apela al exceso.
Tan solo añadir finalmente lo imperativo de no encumbrar falsos Mesías o engrandecer innecesariamente obras que tan sólo merecen cierto respeto y en su justa medida, pues al final los grandes perjudicados somos nosotros mismos, auto-restringidos y mutilados en nuestra capacidad de discriminación, de disfrute, de degustación de piezas de calidad e incluso en la propia y mínima curiosidad por enriquecernos dentro de esta pequeña parcela de cultura que es la banda sonora (por no mencionar la poca seriedad que esto transmite y que ayuda a que se encuentre cada vez más lejano el día en el que la gran, la auténtica, música de cine alcance el lugar que se merece). Glorias auditivas que he utilizado para desintoxicarme de “Transformers” como “The Duellists” de Howard Blake o “Battle of the Bulge” de Benjamin Frankel, son meros consejos, pero obras de la talla de “The Silver Chalice” de Waxman o “King´s Row” de Korngold, recién lanzadas en insuperables ediciones de FSM, son incontestables revulsivos contra este mal endémico.
5-diciembre-2007
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