Miguel Ángel Ordóñez
Marco Ferreri es uno de esos pocos “cineastas con mayúscula” que perennemente se han dado de bruces contra el muro de la incomprensión. Su vocación de maldito, de iconoclasta orgulloso de serlo, de cineasta macabro y macarra (entendido como trasgresor de un tiempo indefinido, presente y futuro) ha resultado ser, para algunos, el puente que le ha conducido al Olimpo de la Genialidad. Sin embargo, esos mecanismos autorales conectados más a su profuso humor negro que a su paradigmática condición de sátiro de la soledad del hombre contemporáneo, adorador de la feminidad y censurador de la ortodoxia religiosa han dado como resultado una exaltación de los medios por encima de la consecución de un premeditado fin, cuando ambos, los medios y el fin, se hayan íntimamente ligados. Ferreri no es un heterodoxo impío que fustigue la sociedad de su tiempo por el mero hecho de sentirse diferente (ejercicio que podemos conectar al egocentrismo) sino que castiga los comportamientos desiguales de la misma, la raíz de su división en castas, bajo el paraguas de un sarcasmo antiburgués que surge como acto reflejo que pone al descubierto la incongruente encrucijada a la que se dirige el hombre de su tiempo (lo que coloca a Ferreri bajo una corriente de pensamiento altruista).
Recuperar la memoria de un cineasta como Ferreri nos permite aplaudir, sin reservas, la presente edición de Universal France, centrada en la relación entre el director italiano y el compositor francés Philippe Sarde. Un músico incesablemente criticado por sus claras filiaciones clásicas (es cierto que en algunas de sus bandas sonoras más conocidas como “El Oso” o “El Señor de las Moscas” calca pasajes de compositores como Tchaikowsky o Stravinsky) que sin embargo tiene en su haber una filmografía extensa e intensa, plena de originalidad y frescura.
Para Ferreri, Sarde crea un universo donde se da cita la música retro (“Liza”), la tradición española (“Contes de la Folie Ordinarie”, “Le Grande Bouffe”) o un primitivismo forzado que recuerda esos habitáculos cerrados, propios de la cinematografía ferreriana (“La Derniere Femme” o “Reve de Singe”). Un universo musical que se sustenta en las maderas, símbolos de la soledad asfixiante que como seña de identidad reside en sus antihéroes.
La sumisión, el machismo imperante en la relación entre sexos es la base argumental de “Liza”. Un hombre sustituye a su perro por una mujer. El símbolo de la mujer animal que ya hubiera explorado (maravillosamente) en “La Donna Scimmia”, adquiere nuevas connotaciones en “Liza”. Aquí la sumisión es consentida, aceptada, una claudicación que permite la victoria de la mujer sobre el hombre. Una extraña y brutal concepción poética que Sarde entrega a un score monotemático que fluctúa entre el rancio romanticismo retro (“Returns dans l´ille”) y el improvisado y desnudo existencialismo (“Melampo”, con magnífico duelo entre el violín de Grapelli y la trompeta de Dutour).
La mujer se libera de su condición de objeto y Ferreri lo lleva a sus últimas consecuencias con “Le Dernière Femme”. Aquí el diálogo entre flauta y clarinete nos traslada a un paisaje medieval, arcaico, deliberadamente anacrónico, como forma de arrinconar a unos personajes donde el conflicto se sitúa a la altura de los más bajos instintos. La necesidad de amar (Valerie) y la autocracia del que se siente amado (Gerard) les aboca a un final trágico que Sarde atemporaliza para recrearse aún más en la crueldad y la estupidez del irraciocinio humano. La mujer aprende a razonar como los hombres a fuerza de conquistar también su violencia, su primitivismo, como las administradoras de un teatro feminista (el de “Reve de Singe”) que deciden violar a Lafayette (Depardieu) bajo la forma fantasmagórica de una flauta contrabajo.
Ferreri critica a la sociedad de consumo en su dramáticamente divertida, desequilibradamente nihilista, y surrealistamente provocadora “Le Grand Bouffe”. Bajo un score mortecinamente discreto, vulgarmente retro y sarcástico, Ferreri cuenta una historia de excesos que curiosamente (como afirma el propio compositor, presente en los acontecimientos) se basa en un episodio que tuvo como testigos directos, amén de Ferreri y Sarde, a Hugo Tognazzi, Michel Piccoli y Bertrand Tavernier. La parodia, sabia herramienta crítica que esconde más verdades que mentiras, le sirve al italiano para protestar contra el colonialismo americano en la atrozmente divertida y canalla “Touche Pas a la Femine Blanche”, donde Sarde inspirado en la batalla de Little Big Horn reproduce a su vez el score de Steiner para “Murieron con las botas puestas”, sonando en la distancia, como un recuerdo vivo de la masacre.
Ferreri, siempre fluctuando entre la amarga realidad y la falsa esperanza, entre el Charles Bukowski enfermo que vive entre orgías y alcohol, enamorado de una prostituta con la que tendrá una autodestructiva relación (“Contes de la Folie Ordinarie”, un score romántico y afligido de enorme belleza); y Piera, una niña que ha soñado sus sueños sentada durante largas horas en una sastrería, alguien que logra transformar las más dolorosas experiencias en riquezas del alma (“L´Histoire de Pierra”, magnífico Stan Getz al saxo). Ferreri, un anárquico e indómito realizador que consiguió crear un universo original hecho de humor negro, de situaciones paradójicas y de meditaciones atormentadas sobre el sexo y la muerte.
26-septiembre-2007
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