Gorka Cornejo
“Spellbound” es probablemente una de las películas menos satisfactorias de la etapa norteamericana de Alfred Hitchcock. Sus principales males le vienen ya del guión, ingenuo y superficial, pero sobre todo, lastrado por una necesidad de explicación de conceptos y métodos psicoanalíticos que ralentiza la narración visual que tan bien dominara el director. Hoy por hoy es recordada por sus aciertos aislados, entre los que suele incluirse la partitura de Miklós Rózsa, catalogándola como revolucionaria por ser una de las primeras en tratar de hacer visible musicalmente los aspectos psicológicos más abstractos y tormentosos de los personajes. Es cierto que Rózsa acertó plenamente a la hora de expresar con contundencia el poder desestabilizador del sentimiento de culpa mediante el inquietante sonido del theremín y es cierto también que su célebre tema de amor figura entre los más apreciados por el aficionado. Pero no podemos olvidar que la música de cine ya venía apoyando la caracterización de los rasgos psicológicos de los personajes desde su estandarización como herramienta narrativa. Lo que ocurre con “Spellbound” es que es una de las primeras películas en tratar abiertamente el tema del psicoanálisis. Hollywood empezaba a poner de moda los personajes atormentados, una estrategia que trasladaba el sempiterno enfrentamiento entre el Bien y el Mal (el héroe y el villano) al interior de la mente de un mismo personaje. En esto, el cine, como siempre, se dejó llevar por la influencia de otras artes, principalmente la novela y el drama teatral, géneros en los que se llevaba años aplicando esta exploración de los recovecos oscuros del alma humana, con resultados mucho más contundentes.
La partitura de “Spellbound” es un clásico imperecedero, un título primordial en la historia de la música de cine (entendida como catálogo de hitos y grandes nombres) y por supuesto uno de los grandes trabajos de Rózsa (aunque ni de lo lejos uno de los mejores), pero sobre todo es un ejemplo especialmente elocuente de lo que suponía ser compositor en la industria del cine de la época. Son célebres ya las anécdotas que rodean la figura del productor David O. Selznick, ególatra multidisciplinar al que sólo suele criticársele sus defectos y pocas veces se le elogian sus aciertos, entre los cuales, no puede olvidarse el de haber pulido la tendencia al exceso con el que Hitchcock desembarcó en Estados Unidos, frenado sus dislates pirotécnicos y cimentado en su estilo la convicción de que todo en el cine es narrar con mesura y equilibrio.
Rózsa debió de sufrir también lo suyo, tanto como cualquier otro compositor de la época atrapado en las manos de un productor demasiado experto en todo lo imaginable, desde la música hasta el vestuario, pasando por el encuadre y la declamación. Por aquel entonces el músico de Hollywood se devanaba los sesos bien por exceso de injerencia o por la total ausencia de ella. Quiere decirse que un compositor de entonces no podía responsabilizarse totalmente del resultado de su trabajo, por una u otra razón, por tener que hacer lo que se le dictaba en contra de su criterio o por no haber recibido indicación alguna. En el caso concreto de “Spellbound” dos son las indicaciones dadas por Hitchcock y Selznick que han trascendido: la de componer un gran tema de amor y la de escribir una música rara para ilustrar la dolencia psicológica del protagonista. Rózsa declaró haber comenzado su trabajo en la partitura por la célebre secuencia del sueño, aquella diseñada por otro gran ego, Salvador Dalí, por si fueran pocos los ya reunidos. Concebida la melodía principal que describía los tormentos de culpabilidad y el ambiente onírico apropiado, tan pertinente como pertinazmente caracterizada por el theremín, Rózsa pasó a escribir el tema de amor y tuvo la brillante idea de hacer que entre ambas melodías hubiera una coincidencia de notas más que suficiente para sugerir la inevitable relación causa-efecto de ambos elementos argumentales: Ingrid Bergman se enamora de Gregory Peck porque es un enfermo al que cree que sabrá curar y a su vez la enfermedad de Peck sólo podrá ser superada con grandes dosis de amor.
Diseñados los dos pilares básicos de la banda sonora (la bipolaridad es una característica habitual en la obra del Rózsa de los 40), el gran oficio del compositor hizo el resto: imaginativas variaciones del tema de amor en tono optimista y festivo (“The Picnic”), truculentos pasajes de gran densidad orquestal para las escenas de mayor impacto dramático (“The Burned Hand”, “Ski Run”) y sobre todo innumerables ejemplos de su asombrosa capacidad para ofrecer bloques musicalmente coherentes y al mismo tiempo responder escrupulosamente a las necesidades métricas exactas de las secuencias, a menudo largas y complejísimas en cuanto a la variedad de tonos y contenido dramático (“The Awakening, etc.”, más de un cuarto de hora de música ininterrumpida).
Lamentablemente, bien Selznick o bien Hitchcock limitaron al compositor en sus decisiones a la hora de distribuir y explotar el material melódico, con lo cual el visionado de “Spellbound” se resiente, más si cabe, por la asfixiante omnipresencia del tema de amor, algo de todas formas comprensible si se tiene en cuenta el dato de que a la propia Ingrid Bergman nunca le gustó el guión de la película por considerar que la historia de amor era totalmente inverosímil. Sabias palabras las de la actriz sueca, que supo ver uno de los muchos puntos flacos de una película que se evidencia sobrecargada de recursos de posproducción para mantener desesperadamente el interés del espectador.
En cuanto a la regrabación que nos ofrece ahora Intrada, puntillosa y ejemplar en su respetuosa recreación de un patrimonio de tanta importancia, todo es correcto y encomiable hasta el punto de que, quizá, peque de excesiva corrección. Todo cuanto escribiera Rózsa está tal y como lo escribió, pero la batuta de Allan Wilson impone a la orquesta (por lo demás técnicamente perfecta) una interpretación un tanto apelmazada, amén de una más que sensible ralentización de los tempos empleados en la película, posiblemente motivada por una voluntad de hacer justicia a la partitura casi como obra musical autónoma, perspectiva muy propia de homenajes y reivindicaciones contemporáneas que, empero, no dejan de jugar a favor de los que creen que la música de cine debe alterar su fisonomía, aunque sea tan poco como aquí, para subir con la cabeza bien alta al podium de lo académicamente respetable. Celebrar el centenario del nacimiento del maestro Rózsa, no debiera truncarse en alimentar las lamentables circunstancias que lo hicieron presa de su ya célebre “doble vida”.
5-septiembre-2007
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