Miguel Ángel Ordóñez
Ocho meses separan la acción de “El tren” (agosto 1944) y “El puente de Remagen” (marzo 1945). La II Guerra Mundial entra en su recta final, con un ejército, el alemán, consciente de su derrota y retrocediendo hacia sus propias fronteras. En la primera huyendo de un Paris a punto de ser liberado por los aliados, en la segunda, intentando cortar las arterias que unen los países ocupados con Alemania.
Ambas películas se articulan alrededor de un cine de raíz antimilitarista que reflexiona sobre la pérdida de vidas humanas, sobre el impacto de las guerras en las víctimas colaterales del conflicto: el personal civil. Una suerte de cine bélico nihilista que corporiza elementos de naturaleza inanimada en objetivos fatales de disputa: unos cuadros en “El tren”, un puente en “Remagen”. Poco importa que los primeros constituyan el patrimonio francés legado a la humanidad o que la caída del segundo suponga el principio del fin para el altivo pueblo alemán, lo que importa subrayar es que ambos acabarán por cobrarse innumerables bajas.
Un cine que reflexiona sobre las castas en el ejército, las partidas de ajedrez que los altos mandos desarrollan sobre un tablero en el que no importa sacrificar peones a cambio de poder dar “jaque al rey”. Un cine que nos muestra a héroes que no comprenden la futilidad de un paisaje de desnudos y de muertos, que no luchan por la defensa de unos ideales sino por la propia supervivencia. Héroes desamparados, desconcertados, perdidos, que hace tiempo dejaron de entender quien era el verdadero enemigo (Robert Vaugh ante el paredón en el epílogo de “El puente de Remagen”). Un cine ateo y escéptico desarrollado con más talento una década atrás por Kubrick en “Senderos de gloria” o por Anthony Mann en “La colina de los diablos de acero” y llevado a sus últimas consecuencias en la magnífica “Comando” de Don Siegel. Y es que el punto débil de ambas películas reside en una reflexión que se demuestra a la postre impostora, ya sea porque David Wolper (el productor de “El puente de Remagen”) esté más preocupado por convertirla en un espectáculo al servicio de la épica (Hartman enfrentado a los tanques alemanes al final de “Remagen”) o porque Burt Lancaster prefiera despedir a Arthur Penn y colocar bajo la dirección a su amigo John Frankenheimer, para que su denuncia se vea arropada por un auténtico ejercicio de acción desnuda al más puro estilo del actual cine americano (héroe solitario que derrota a los villanos) en “El tren”.
Dos películas con objetivos similares que ponen a prueba, por comparación, el talento de dos músicos dispares. Ambos, apuestan por la necesidad de realizar sendas partituras concisas y directas que influyan sobre la acción de manera fugaz y decisiva, dos trabajos de una duración escasa con relación al amplio metraje del material de partida. El americano Elmer Bernstein, parece entender desde un primer momento que “El puente de Remagen” es un filme denuncia limitado por sus necesidades comerciales, un cine dual que muestra el horror de la guerra sin escatimar acción y heroísmo. Por ello, su score acaba fragmentado sobre ambas ideas. Por un lado, compone un delicioso tema de tintes militaristas que asocia al puente (“Main Title”) y que representa finalmente el valor y la amistad sellada allí entre dos militares, héroes a su pesar, con una visión muy diferente de la guerra: para Ben Gazzara es un negocio, para George Segal un ejercicio de incrédula autodisciplina (“Reunion”). Por otro, Bernstein pinta un paisaje desolado donde construye una melodía de reminiscencia infantil (cercana en postulados a su famosa “Matar a un ruiseñor”) y de corte humanista que funciona como tema sobre el que asienta su discurso antimilitarista, la locura de la guerra, sus daños colaterales (“More Madness”, “Overkill”).
Un rico entramado psicológico del que carece la partitura de Maurice Jarre para “El tren”. El francés parece confundir complicación argumental con complejidad armónica. Así su trabajo, alejándose de los aspectos militares de la trama para focalizar su mirada en un cine de resistencia, tiende a desvestirse de cualquier elemento ornamental para incidir en una visión austera y fría del entorno, acudiendo a una instrumentación que al evitar el empleo de cuerdas, sirve a Jarre como elemento sobre el que asentar un score preocupado por exponer formalmente los componentes asociados a la violencia (sustentada ésta sobre metales y percusiones). Como contrapeso, compone dos melodías que asociadas a personajes cumplen la función de humanizar un contexto deliberadamente “deshumanizado”. La sencillez de ambos temas juegan en contra del francés, puesto que tanto el aplicado al patriota Papa Boule (“Papa Boule Theme”), que descansa en un rutinario motivo al acordeón, como el asociado a Christine (Simone Signoret), sostenido por maderas, se hayan lejos de aportar la emotividad necesaria a la trama, ya sea porque aquel, a la muerte de Boule, pasa a identificar de manera poco efectiva a los patriotas caídos que siguen en su lucha contra el opresor nazi (“Death of a Hero”), o porque éste funcione meramente como componente secundario de una subtrama romántica prescindible y vacía (“Christine”).
Dos héroes cínicos y recelosos del orden establecido (el mando militar), Labiche en “El Tren”, Hartman en “El puente de Remagen”, se debaten entre la rebeldía y el deber. La guerra como situación límite pone a prueba sus convicciones. Es ahí donde el discurso de Bernstein, interesado en subrayar los condicionantes externos que por oposición alimentan el posicionamiento moral de Hartman, gana enteros respecto al de Jarre mucho más convencional y romo, falto de sutileza al exponer el compromiso de Labiche con su país sin detenerse en el mensaje que Von Waldheim (Paul Scofield) proclama en el epilogo de la obra: merece la pena morir por la belleza cuando se es consciente de ella, quedar a un paso de la inmortalidad, frente a la muerte inútil en pos de un ideal inasible, la patria.
22-agosto-2007
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