Gorka Cornejo
Ya sólo la lectura de los comentarios de Mike Nichols y Ennio Morricone en torno a la elaboración de la música que figuran en la edición discográfica de “Wolf” debería alertar al oyente que a ella se aproxima de que no se trata de una banda sonora al uso, una más de las muchas efectivas a las que nos tiene acostumbrados este gigante de la música de cine. Dice Morricone que lo más difícil de la composición de cada una de las piezas fue “encontrar el balance creativo entre lo poético y lo primitivo, lo romántico y lo naturalista”. Destaco esos cuatro conceptos porque creo que hay que considerarlos los límites físicos de la partitura, sus cuatro paredes, pero quizá la idea más extraordinariamente destacable sea precisamente el único sustantivo que no he cursivizado y que, sin embargo, supone un hecho diferencial en el penoso panorama actual de la banda sonora (lo era ya en 1994, ni qué decir en 2007): esa palabra es “balance”.
“Wolf” es, más que una película de terror, una lectura contemporánea del mito del hombre-lobo, el hombre sublimado por poderes sobrenaturales, o mejor dicho, super-naturales, puramente animales. Jack Nicholson interpreta a Will Randall, un célebre editor literario que pese a su probada eficacia ve derrumbarse su posición al empuje de una nueva generación mucho más ambiciosa que la suya. Sin embargo, la crisis no es sólo de carácter profesional: su mujer mantiene un affaire con el joven editor (James Spader) que de forma subrepticia e hipócrita le está usurpando el puesto. Así, Will está siendo progresivamente eliminado en todas las facetas de la masculinidad tradicional, y es aquí donde entra el elemento de la licantropía, con la mordedura de un extraño lobo a partir de la cual Will comenzará una lenta pero imparable transformación que primeramente le acarreará interesantes alteraciones físicas, pero que tendrá un sentido más grave y profundo: Will pasará de la pusilanimidad y la resignación a una defensa férrea de su persona y de ahí a un ataque feroz, a la concepción y plasmación de todo un plan ofensivo destinado a vengar la traición y el ultraje. La mordedura del lobo provoca en definitiva que Will se perfeccione como Hombre (de acción, habría que especificar), si bien la paradoja radica en que cuanto mejor Hombre menos Hombre es, más Animal. Esta traslación parece además irreversible: Will Randall está condenado a desaparecer como tal. Su destino es el bosque, la noche, ¿la soledad? También, a no ser que encuentre una compañera que recorra su mismo camino. Y la encuentra en la persona de Laura (Michelle Pfeiffer), la hija de su jefe para más señas (con lo cual consigue vengarse totalmente de quien contribuyó a hundirle), una bellísima pero autodestructiva joven que pese a tenerlo todo en la vida vive una existencia vacía, constantemente asediada por la idea del suicidio. Juntos, y debidamente contagiados, forman una pareja ideal.
Morricone diseña una partitura de definida jerarquía, en cuya cabecera encontramos un Tema Principal (por ejemplo “A Shock for Laura”) que principalmente, además de establecer el tono general de la película, sirve de música de referencia del personaje central, sin ser un leit-motiv en toda regla. En torno a este tema Morricone desarrolla una constelación de versiones y variaciones más cálidas y amables (¿románticas?), a partir precisamente del momento en que aparece el personaje de Laura. Y es que Will cae en sus manos protectoras y la música que hasta entonces le ha ido acompañando acusa su implicación, su cercanía, dando a entender que Will se amolda a Laura. La mayor parte de las veces Morricone se conforma con alterar la parquedad del Tema Principal mediante juegos instrumentales más dulces (“Wolf”); otras, subvierte de tal manera la materia prima que es difícil de reconocer su filiación (“Wolf and Love” o “Laura”), siendo lo más parecido a un Tema de Laura que llega a ofrecer. Si analizamos el hecho de que Morricone dedique para ambos protagonistas un tema que en el fondo es el mismo, observaremos que lo que está haciendo es describir la naturaleza de su compatibilidad: nos está diciendo que “están hechos el uno para el otro”.
La segunda idea más importante de la partitura es un Motivo ondulante y electrónico (¿primitivo?) que simboliza la Animalidad, la condición de lobo que va poco a poco adueñándose de Will. Lo fascinante de este motivo es que no existe por cuenta propia sino siempre injertado en otras músicas, ya que lo que intenta Morricone mostrar es una lucha, la de la música preexistente (generalmente el Tema Principal en cualquiera de sus múltiples variantes formales e instrumentales) contra la nueva (esa súbita, violenta, desestabilizadora corriente eléctrica). Por la tonalidad en la que está escrito, el Motivo de la Animalidad no encaja armónicamente en cualquier otra música: en ocasiones Morricone lo emplea precisamente de forma inarmónica, rompedora, pero otras veces comprobamos que existe una compenetración total entre la música base y el motivo electrónico, sugiriendo que se ha producido finalmente el acople perfecto, la asunción de ese elemento externo (viene de la mordedura) en la sangre y la existencia de los personajes.
El tercer pilar temático de la partitura es el Tema de la Luna (“The Moon”), un motivo breve y sugerente (¿poético?) que ejerce de leit-motiv en el sentido más tradicional del término y sirve como llamada o detonador de la licantropía. La transformación de Will (y los subsiguientes “contagiados”) dependerá directamente del ciclo lunar y por tanto de su presencia reinante en los cielos nocturnos. Hay una secuencia particularmente magistral en la que Morricone explota con brillantez este Tema de la Luna (“The Dream and The Deer”): Will se despierta en plena madrugada y siente hambre; el compositor añade un inteligente solo de trompeta con sordina, en un ejercicio onomatopéyico (¿naturalista?) soberbio -uno de muchos en toda la banda sonora- que alude a cierto atavismo animal, algo así como la “llamada de la selva”; Will salta por la ventana y comienza a recorrer el bosque en busca de alimento: toda la secuencia, incluida la hipnótica persecución al ciervo, está planteada por Nichols en cámara lenta y sin apenas sonido ambiente, dejando que sea Morricone el que aporte todos los elementos sonoros y emocionales precisos, un verdadero tour de force que el compositor romano resuelve con una desbordante profusión de ideas musicales y sobre todo un ejemplar sentido del balance y el equilibrio.
El proceso de transformación de Will no puede tener un final feliz: su alma humana está condenada a sobrevivir atrapada en un cuerpo de lobo. Tras vencer la pelea que sostiene finalmente con su joven contrincante (escena que una vez más se nos muestra parcialmente a cámara lenta, siendo Morricone el encargado de insuflar el ritmo y violencia necesarios), Will tiene que despedirse de Laura, él cree que para siempre: la música registra un dramatismo insólito hasta el momento (“Will´s Final Goodbye”), pero Morricone sabe más que el espectador, sabe que Laura está sufriendo una idéntica metamorfosis y que finalmente podrá unirse a Will, convertidos ambos en lobo, lo cual supondrá para la pareja (pero sobre todo para Will) una liberación, una redención. Esta es la idea que Morricone pretende ilustrar en los últimos minutos de la película, primero mediante la soberbia fusión del Motivo de la Animalidad con una música pacífica, sosegada (“Laura and Wolf United”), no ya una fusión armónicamente perfecta, compatible, sino una total compenetración que hace pensar que el Motivo electrónico ha encontrado su lugar adecuado, su ubicación exacta; a continuación, en los créditos finales (“The Barn”), el compositor desarrolla su Tema de la Redención, una bellísima pieza protagonizada por el saxo soprano (instrumento que a lo largo de la banda sonora ha ido relacionando más o menos directamente con Laura) con la que Morricone cierra su obra demostrando que dosificar el preciosismo nada tiene que ver con la falta de inspiración, sino con una comprensión totalizadora de las necesidades musicales de una película, una visión de conjunto que responde a un diseño arquitectónico global y coherente.
Si bien simple y honesta en su estructura, “Wolf” es una complejísima partitura porque Morricone aplica a sus temas y motivos múltiples modos y lenguajes (poético, primitivo, romántico y naturalista), alterando o alimentando de forma sublime el contenido de los mismos. Con su música, Morricone logra que “Wolf” trascienda su condición de simple revisitación del género de terror realizada al socaire de las desigualmente exitosas “Drácula” de Coppola y “Frankenstein” de Brannagh. Gracias al italiano, en la pantalla hay algo más que un excelente maquillaje y un acertado casting. Experto en la plasmación cinematográfica de conceptos complejos, contradictorios y polifacéticos, ofrece en “Wolf” una lección de cómo hacer musicalmente visible lo invisible, concreto lo abstracto; de cómo la música puede lograr que el subtexto de una película discurra en paralelo al texto, extrayéndolo de las profundidades de las intenciones del director y situándolo en primer plano, a ras de imagen, a flor de piel.
Una obra maestra que muchos compositores (y todo aficionado que se precie) deberían estudiar con detenimiento.
14-julio-2007
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