Miguel Ángel Ordóñez
El 8 de Febrero pasado se cumplió un año de la muerte del compositor japonés Akira Ifukube, uno de los grandes exponentes de la música del país del sol naciente durante el siglo XX. Recordado en el cine por su masiva participación en los filmes de ciencia ficción de la Toho, por su contribución al kaiju ega (dioses milenarios de apariencia monstruosa), su música es un rico compendio de formas tradicionales niponas (basadas en el folklore Ainu, del que captura su pasión por el contrapunto) y de armonías occidentales provenientes de autores como Igor Stravinsky y Manuel de Falla.
Tercer hijo de un sacerdote sintoísta, Ifukube nace en la isla de Hokkaido, al norte del Japón. Desde pequeño entabla relación con los Ainu (“humanos”), grupo étnico indígena de los que asimila su pasión por la naturaleza, su adscripción a una milenaria religión que otorga a cada elemento de la misma un “kamui” o Dios protector. A ello añade, un inusitado interés por el yukar y el upopo, acerbos musicales de los Ainu. De este último extraerá su fantástico y original uso del contrapunto, articulado por el musicólogo francés Jean Jacques Nattiez bajo la siguiente regla: “la segunda voz de contrapunto tiene que imitar la fórmula musical de la primera voz de contrapunto (que no se oye hasta el último momento), en un intervalo mucho más corto que la de los cánones occidentales ya que la segunda voz ataca la fórmula musical precedente antes de que la primera voz haya acabado”.
La exaltación de la naturaleza de los Ainu le influye hasta el punto de estudiar silvicultura (ciencia que versa sobre el cultivo de bosques y montes) en la Universidad de Hokkaido. Con ella, compagina estudios musicales y en 1935 presenta su “Japanese Rhapsody”, alzándose con el premio de un certamen de jóvenes compositores promovido por Alexander Tcherepnin (su posterior mentor, padre del pensamiento según el cual la música es una fuerza moral de tal dimensión que logra eliminar todas las barreras artificiales del hombre), y en cuyo jurado destacan Jacques Ibert, Arthur Honegger y Albert Roussel. Trabajando como silvicultor, una vez finalizada la II Guerra Mundial, sufre de radiación al exponerse a rayos-x sin protección. Obligado a abandonar su trabajo y tras un largo período de convalecencia en el hospital, Ifukube decide convertirse en compositor profesional y profesor de música.
Desde 1946 a 1953 dará clases en el Nihon University College of Art, durante cuyo período entra en contacto con el cine componiendo en 1947, “The End of the Silver Mountains”, su primera película. Desde entonces hasta 1974 estará muy vinculado al séptimo arte consiguiendo el estrellato en 1954 con “Gojira”, símbolo del trauma posnuclear que domina la sociedad nipona. Mientras en la Guerra Fría soviéticos y norteamericanos emprendían la ruinosa carrera armamentista, Japón, cuya rendición le impedía rearmarse, invertía su dinero en tecnologías orientadas al ocio. Así, los Estudios Toho iniciaron en los cincuenta una frenética actividad. “Godzilla” es la respuesta nipona al gran éxito internacional que de manos de Ray Harryhausen supone “The Beast From 20.000 Fathoms” en 1954. Una obra que conjuga la imaginación de cuatro visionarios: el productor Tomoyuki Tanaka, el maquetista Eiji Tsuburaya, el director Inoshirô Honda y por supuesto Ifukube.
En 1974, se retiró a la docencia en el Tokio College of Music, jubilándose en 1987 para pasar a presidir el Departamento de Etnomusicología del Colegio. Durante los años 90 tuvo un fugaz paso por el cine con un ramillete de películas que recuperaban la estrella de la Toho, pero el octogenario Ifukube no volvería al medio tras su abandono definitivo en 1995.
Con motivo del primer aniversario de su deceso, el departamento musical de la Toho ha recuperado parte de su legado con esta imprescindible edición dedicada a su trabajo para el medio cinematográfico. Representado en 53 películas, esta recopilación demuestra a las claras como Ifukube anticipa algunos aspectos del minimalismo y el poliestilismo, por ejemplo, en su uso intensivo de melodías al unísono acompañadas de las repetitivas percusiones de la tradición japonesa Ainu (baste escuchar la pieza del film de 1953 “Ana-Ta-Han”), así como nos sumerge en un talento melódico que va mucho más allá de la clara iconografía semitonal aplicada a sus kaiju ega (“Gojira” y sus secuelas, la más danzabile “Rodan”, la coral “Baran: Monster from the East” o ese ejercicio de estilo con imbricaciones electrónicas, cercanas a la serie B americana de los 50, realizado en “Dagora, the space monster”, como anticipo de su fantástica “Little Prince and Eight Headed Dragon”, casi mediados los 60), demostrando un claro componente ecléctico (deudor de la música eslava y rusa) en el uso de armonías.
Acudiendo a la arqueología sonora, Toho abre la edición con cinco temas dedicados a las primeras cintas de Ifukube. Cortes extraídos directamente de la película (el sonido deja mucho que desear), pero que nos demuestran las constantes de estilo aplicadas por el japonés ya en sus primerizos trabajos. Su segundo film (“Snow Trail”) se abre con una danza sincopada de reminiscencias rusas, plena en su dinámica articulación de contrapuntos sobre metales y cuerda (técnicas de nuevo visibles en “Secret Scrolls” y su secuela). Por su parte, “Jakoman and Tetsu” es un palpable ejemplo de música inconclusa, tensa, dominada por el empleo de voces; mientras “Children of Hiroshima” nos imbuye en el trauma posnuclear cimentando su propuesta sobre un réquiem. El otro corte extraído directamente del filme abre el disco 2 (“Buddha”), una obra coral dotada de fuerte espiritualidad, acorde a la temática de la trama.
Dejando de lado sus incursiones en la saga “Gojira” (muchas de ellas cuentan con edición discográfica), esta publicación resulta especialmente notable, entre otras cosas, por avanzarnos la propuesta de Ifukube en otra de las grandes fábulas a las que acabó aplicando su talento: la de Zatoichi, héroe del Período Edo interpretado por el inmortal Shintaro Katsu, representado con dos temas en los que Ifukube salta de un marcado primitivismo amparado en la percusión (“The Tale of Zatoichi”) a técnicas más propias del spaghetti western con empleo de guitarras (“Fight, Zatoichi, Fight”).
La capacidad melódica de Ifukube queda también retratada en bellísimos cortes en los que sabiamente conjuga texturas japonesas con armonías posrománticas (“Conspirator”, “A Will o´ the Wisp”, “Adventure in Kigan Castle”, “The Burmese Harp”) o abraza aquellas con contrapuntos barrocos (el clavecín en “The Mask of the Princess”), demostrando además una impecable riqueza cromática en sus flirteos con la comedia (“Little Prince and Eight Headed Dragon”) o una deliciosa melancolía, sobre acordes mágicos y etéreos, en su contribución al “Mitsubishi Future Pavillion”.
Doble compacto que resume el eclecticismo de un compositor que marcó a toda una generación de músicos japoneses que estudiaron al amparo de su docencia: Toshiro Mayuzumi (su pasión por la música avant-gardé occidental), Yasushi Akutagawa (el interés por la escuela rusa) o Kaoru Wada (el gusto por el contrapunto), son parte de la semilla de un autor que, junto a Toru Takemitsu, logró rescatar a la música japonesa, mediados los años cincuenta, de su aislamiento internacional.
29-marzo-2007
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