David Serna
Una de las muchas genialidades que caracterizaron la obra de Bernard Herrmann, en un momento (segunda mitad de los años 50) en el que sus películas crecían en número y se abrían a géneros y tendencias, fue su insólita capacidad para experimentar con los instrumentos de la orquesta y otorgarles una determinada fisicidad en función de aquello que sucediera en pantalla, ya fuera un mundo invadido por extraterrestres (en “The Day the Earth Stood Still”, donde prescindió de instrumentos de madera y utilizó un considerable grupo electrónico para infundir una sensación sobrenatural), el duelo con un esqueleto animado (en “The Seventh Voyage of Sinbad”, donde recurrió a xilófonos que imitaban el golpe de sus huesos) o cualquiera de las extraordinarias criaturas que poblaron sus películas de aventuras de aquella época y a las que personificaba, de un modo casi onomatopéyico, mediante una instrumentación original y sorprendente. Son muchos los ejemplos y las clases magistrales que podrían impartirse estudiando la prodigiosa capacidad de para esquivar y sortear los convencionalismos y clichés de su época “inventando” una técnica propia, nada novedosa musicalmente hablando pero sí en la manera en que sus fórmulas se aplicaban sobre las imágenes. Sin embargo, no son muchas las películas que, de un solo plumazo, reúnan tanta inteligencia e imaginación para asociar algo tan abstracto como la música a la historia que se está contando.
“Journey to the Center of the Earth” es una de ellas y una de las pocas partituras de Herrmann donde abundan los ejemplos derivados de su técnica y riqueza expresiva, aunque no deja de resultar curioso que tal derroche herrmanniano pudiera generarse en una película tan “apta por todos los públicos” y tan “de estudio” como la filmada por la 20th Century-Fox en 1959, cinco años después de que la Disney hubiese rodado (también con James Mason como protagonista) la espectacular y exitosa “20000 Leagues Under the Sea”. No es que “The Seventh Voyage of Sinbad” o “Mysterious Island” estuvieran menos orientadas a la audiencia familiar y carezcan de las audacias musicales de Herrmann, pero no cabe duda que “Journey to the Center of the Earth” constituye el medio de expresión más arriesgado y oscuro de cuantos pudo permitirse el autor de “Vertigo” en el universo fantástico. Prueba de ello (y todo un precedente de lo que sucedería, en 1966, con su música para “Torn Curtain”) es el rechazo que la partitura suscitó dentro del estudio y que obligó a que se aprovechara la presencia del cantante Pat Boone entre los miembros de la expedición para que su personaje interpretara varias canciones que hicieran más ligero y disfrutable el viaje; canciones que vienen incluidas en la edición discográfica de Varèse y que, como en ella, destrozan la unidad de la partitura y el contundente discurso de Herrmann, un compositor muy poco o nada receptivo, por otra parte, a la presencia de música ajena en sus películas.
¿Cómo expresar con música algo tan fantástico como el viaje de unos expedicionarios al corazón de la Tierra y hacer más creíbles sus aventuras? Infundiendo fisicidad a la música y haciéndola partícipe de la línea argumental básica: la bajada y el posterior ascenso imaginado por Julio Verne. Ello permite a Herrmann establecer una circularidad coherente y poderosamente ejecutada como solución cinematográfica: para los títulos de crédito, compone una solemne pieza de notas descendentes que, antes de que comience la película, ya está involucrando al espectador en la idea de profundidad y descenso de los personajes hacia lo desconocido (“Prelude”), mientras que para el final, cuando los personajes aprovechan la erupción de un volcán para salir al exterior, escribe un excitante crescendo cuyas notas funcionan a la inversa, subiendo progresivamente al tiempo que los protagonistas ascienden gracias a la lava (“Earthquake/The Shaft”). Aunque eso no es todo: igual que en “Psycho” utilizará solamente instrumentos de cuerda, Herrmann prescinde aquí de ellos (salvo una importante sección de arpas) y evoca la fuerza de las profundidades terrestres sirviéndose de maderas y metales, mucha percusión y cinco órganos (uno grande, de catedral, y otros cuatro electrónicos), cuyo original empleo resulta idóneo (como sucede en los temas de arranque y de salida) para sugerir el ascenso y descenso de los personajes.
Tras el poderoso preludio y una breve pieza que Herrmann incrusta para subrayar el elemento que motivará el viaje (“Explosions/The Message”), la música no es necesaria hasta que el espectador se sitúa en el punto de partida de la expedición (“The Mountain/The Crater”), mediante una fanfarria al metal que remarca la importancia del escenario y que volverá a estar presente cuando empiece la aventura (“Mountain Top”). La salida del sol y la señalización del lugar exacto bajo el que debe adentrarse la expedición sugieren a Herrmann una pieza de notas también ascendentes y un carácter más épico (“Sunrise”), ciertamente famosa entre los aficionados por “inspirar” décadas después a Danny Elfman el comienzo de su tema principal para “Batman”. El parecido es indiscutible tanto en la melodía y armonía como en la propia instrumentación y estructura ascendente de la pieza, aunque resulte aún más evidente en la soberbia regrabación que Herrmann hizo en los años 70 con la National Philharmonic Orchestra para el sello Decca, en una recopilación de sus bandas sonoras mítica por la impresionante calidad de sonido y por haber introducido a muchos aficionados (y compositores, caso de Christopher Young) en el universo de la música de cine.
Una vez Lidenbrock y su equipo parten hacia el corazón de la Tierra, la música se vuelve más críptica y oscura. Herrmann parece atenerse al comentario que Hitchcock hiciera en 1943 a propósito de su película “Lifeboat” (en la que prescindió de banda sonora incidental preocupado porque el público se preguntara de dónde provenía la música en una película que se desarrolla íntegramente en medio del mar) y escribe algunos de sus pasajes más ásperos y casi litúrgicos, queriendo pasar inadvertido en el transcurso de un viaje hacia lo desconocido difícilmente musicable (¿alguien sabe cómo deberían sonar las profundidades de la Tierra?) pero obligándose a resultar evidente en situaciones ineludibles al comentario musical, como la caída de los protagonistas por unos túneles de arena (“Salt Slides”), la fuerza que genera una tormenta magnética (“Magnetic Storm”) o la aparición de un camaleón gigante en la Atlántida (“Giant Chameleon”), momentos en los que la música destaca por méritos propios y se aferra a la fisicidad de sus respectivas escenas con fiereza y atrevimiento, especialmente en el duelo con el camaleón, donde Herrmann resucita un instrumento de viento medieval llamado “serpentón”, totalmente en desuso y que solo él mismo volvería a utilizar en la citada regrabación de Decca.
Es ahí (en los momentos donde el cine necesita a la música para resultar excitante y evidenciar su poderío) donde los rudos metales de Herrmann, su original utilización de las arpas y el vibrante apoyo de sus percusiones y vientos delatan al genio. Pero tampoco lo son menos los remansos y transiciones en las que el músico sigue estando presente y logra pasar desapercibido en su extraordinaria fusión con las imágenes, sirviéndose, por ejemplo, de esos órganos que en el preludio proporcionaban las notas descendentes (y psicológicamente responsables de conducir al público hasta el centro de la Tierra) para apoyar a los vientos y a las percusiones en un viaje lleno de interrogantes, donde los órganos respaldan la acción (“Underworld Ocean/The Dimetroden´s Attack” o “Lost City/Atlantis”) pero también introducen, sobre todo, un componente religioso y una cierta espiritualidad con la que Herrmann parece preguntarse por los antepasados del hombre y sus orígenes. Herrmann volvería a introducir un halo de misticismo con el órgano de catedral en “Obsession”, pero la manera en que lo utiliza en algunas escenas de “Journey to the Center of the Earth”, haciendo que los personajes parezcan adentrarse en el interior de una enorme gruta eclesiástica, induce a dudas sobre la existencia del hombre y las civilizaciones que distan del misterio y las intenciones fantasmagóricas de su penúltimo filme.
El compositor recupera los cinco órganos en la escena en que los protagonistas se sirven de la lava de un volcán en erupción para salir al exterior (“Earthquake/The Shaft”), momento en el que la sucesión ascendente de las notas contribuye poderosamente a expresar el éxtasis de su ascenso y con el que Herrmann construye una de las piezas más salvajes y apocalípticas del género fantástico, tan espeluznante en su aplicación cinematográfica como revolucionaria en su construcción musical, que el propio Herrmann haría aún más intensa en la regrabación para Decca (donde la enlaza con el “Finale” que no se utilizó en el filme). En cualquier caso, la grabación original editada por Varèse no deja de ser una reliquia histórica indispensable para cualquier aficionado a las bandas sonoras con “sentido del deber”. Puede que el oyente, en una sola escucha, no se dé cuenta de lo que hace el compositor en un pasaje como “Whirlpool” (corte 15). Pero un momento tan incidental (y aparentemente intrascendente) como este dice mucho sobre quién está detrás de la música: Herrmann utiliza (de nuevo) una frase ascendente que comienza con dos notas repetidas y termina más allá de las diez, en un experimento idéntico al que hiciera, cinco años antes, en el corte “The Chase” de su western “Garden of Evil” (edición Varèse, en el disco “Bernard Herrmann at Fox, Vol. 2”). Y es que Herrmann solo hubo uno.
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