Miguel Ángel Ordóñez
Deberán reconocerme que el cine español anda un poquito perdido últimamente. Entre producciones independientes que bordean sospechosamente la pedantería, comedias de eructos y piruetas varias (con Santiago Segura a la cabeza) y superproducciones históricas donde lo que prima es el derroche económico, que no la creatividad, los ¿sufridos? espectadores van a tener que plantearse muy seriamente que la industria española está empezando a luchar con las mismas armas que la todopoderosa americana. Si es esto lo que se persigue, se están sentando las bases de un cambio de tendencia en el cine español, emulando las coordenadas que rigen el esperpéntico cine hollywoodiense de nuestros días. Claro que éste no es subvencionado tan amablemente como aquel.
Nunca antes había sentido tan opresivamente el peso de la globalización sobre nuestra identidad cultural. Es sintomático que las dos cadenas privadas de televisión con mayor favor popular en España se lancen al mercado cinematográfico en una descontrolada lucha por hacerse con un apetitoso bocado. Ambas, Tele 5 y Antena 3, han visto el filón en el cine histórico y mientras la primera apostaba por la descafeinada “Alatriste”, adaptación de las estupendas novelas de Arturo Pérez Reverte, la segunda descansaba la mirada en la controvertida familia valenciana de “Los Borgia” adaptando el best-seller de Mario Puzo. Siglo XVII por un lado, finales del XV por el otro.
“Los Borgia” funciona a suerte de telefilm (no olvidemos que ése era su planteamiento inicial y con el que sacará partido más adelante la propia cadena televisiva, si no al tiempo) donde el sobrevalorado Antonio Hernández (“En la ciudad sin límites”) realiza una adaptación fiel de una novela que mezcla Mafia y Religión (patentes los antecedentes de Puzo con “El padrino”). Lo lamentable es que la película incida en elementos como el poder, la avaricia, el incesto, la violencia y las enemistades granjeadas por Rodrigo Borgia, en detrimento de la poderosa influencia que sobre el Renacimiento ejerció el Papa Alejandro VI. Eso se llama visión sesgada. Como si de una familia siciliana se tratase, Hernández y Puzo retratan un turbulento mundo de asesinatos e intrigas palaciegas que se siguen con nulo cargo de conciencia, aderezadas de arbitrarias historias de amor que entrelazan un relato plomizo y desfigurado. Las actuaciones bordean el patetismo, sobresaliendo por el esfuerzo, un poco creíble Lluis Homar, mientras Hernández naufraga descaradamente en los pasajes bélicos, entregados a irrisorias trasparencias, ruido de caballos, primeros planos sucios con cámara en movimiento y no más de veinte extras dando sensación de multitud.
Ángel Illarramendi me ha parecido siempre un compositor elegante con una indudable habilidad para reflejar convulsos universos personales e historias mínimas, a partir de un inquebrantable tono elegíaco y bucólico. Sin embargo, el paso del tiempo y la llegada de otros proyectos que han funcionado dentro de un cine de género, han aireado una cierta incapacidad para adaptarse a otros estilos y formas.
Cuando uno se enfrenta a la edición discográfica de “Los Borgia”, tiene la misma sensación de impostura con la que afronta el filme. Como música aislada, Illarramendi demuestra sobradamente su capacidad melódica, un determinante poder narrativo y una elegancia intrínseca a sus amaneradas formas. Sin embargo “Los Borgia” es un viaje musical lúcido y reflexivo que bien podría transportarse a cualquier otro de sus filmes, a tenor del contenido de temas como “Nombramiento de César”, “El amor de Lucrecia y Peroto” o “Llegada al Vaticano”; si exceptuamos aquellos cortes que se contextualizan en una época determinada (siglo XV) (“Retrato de Julia” y “La boda”), o se adaptan a las circunstancias de una historia regia y de cierto cariz épico, con la enérgica aparición del metal y coros (“Juan parte con su ejército” y “Aleluya”).
Frente a la belleza de sus formas (algo indiscutible en la música de Illarramendi), “Los Borgia”, pese a parecerlo, no supone una calculada huida de la violencia presente en sus protagonistas, sino más bien una clara incapacidad para lograrla. La música acompasa la intriga con un motivo apesadumbrado, demasiado simple, que descansa en los chelos. Su función en el filme pasa por interconectar las acciones maquiavélicas de la familia, apareciendo en un discreto segundo plano en la edición (“Partida de César Borgia”). Illarramendi, se centra en el apetito de poder de sus personajes, obviando dedicarles leitmotiv determinados, apoyándose en sus actuaciones. Frente al interesante “La batalla”, único ejemplo de música violenta recogida en el CD, Illarramendi subraya con un claustrofóbico y obsesivo glissandi numerosos pasajes donde aquélla se da cita, convirtiéndola en un elemento obsesivo. Sin embargo, la solución se antoja estridente y hueca, al emplear un recurso narrativo que entra en contradicción con la mesura del resto.
Pero quizás el mayor error de cálculo se produce en una incesante y a todas luces innecesaria aplicación de la música, perdiendo debido a ello su fuerza aplicada a determinadas escenas. Frente a lo medido de otras propuestas musicales de Illarramendi, “Los Borgia” es un sin sentido en el subrayado redundante de diálogos que pierden su capacidad torticera y maquiavélica bajo los compases líricos del compositor. Culpa de la adocenada pomposidad de algunos pasajes de la narración la tiene, sin duda, una poco calculada sesión de spotting que no imputo directamente a Illarramendi, sino también a productores y director.
Entre los aciertos, cabe destacar que el compositor vasco contribuye en ciertos pasajes a domeñar la condescendiente impostura urdida por Hernández, con la introducción de pasajes dramáticos y trágicos que ayudan a concebir a la familia como personajes de carne y hueso. Asimismo, “Roma” se erige en el mejor corte de la edición, una bellísima melodía que acompaña los main titles y a la que Illarramendi insufla nobleza, haciendo pasar las pobres callejuelas impresas en la pantalla por urbe fragua del conocimiento.
Un score dominado por las luces y las sombras, tan elegante en su resolución, como poco original en sus planteamientos.
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