Ignacio Garrido
En otra nueva jugada comercial de la casa Intrada se nos presenta uno de esos antaño comunes double feature, un disco que aúna dos breves trabajos que permiten su inclusión en el mismo disco atados aquí de forma bastante dispar y con la, un poco traída por los pelos, excusa de la rareza cinematográfica de los films a los que pertenecen sendas partituras musicales del gran Georges Delerue y el no menos insigne Richard Rodney Bennet. Esto que podría llegar a ser bastante interesante en la ocasión apropiada, supera ahora los límites de lo lógico para abrazarse directamente al coleccionismo discográfico más feroz y dar nueva muestra de la delicada salud que vive el aficionado a la música de cine en nuestros días.
Comentar sin más las posibles alabanzas de la selección musical ofrecida para la ocasión podría llegar a sonarle a alguno incluso inapropiado dado que, sin ninguna duda, cuando estas palabras vean la luz y sean leídas por algún curioso que busque contrastar la posible calidad musical de las obras escogidas para plantearse adquirir este compacto, la disponibilidad del mismo será prácticamente nula y tan solo los muy fervientemente interesados en el completismo de alguno de los compositores representados serán los aventurados a cazarlo a través de las vías de internet o cauces similares por un precio muy superior al de su salida de venta al mercado.
¿A qué se debe pues esta febril ansia de recolección discográfica, cual malsana filia consumista disfrazada de falsa melomanía? ¿Cómo explicar que tras el suceso “Inchon” la casa de Douglas Fake vuelva a consentir estos atropellos hacia el amante de la banda sonora? ¿Por qué desesperamos ante la, bastante banal, pérdida de un elemento como este sin atenernos a un análisis del significado de dicha desesperación, más aun teniendo en cuenta la calidad media del producto?
Puestos a elegir opciones y respuestas válidas para estas y todas las demás preguntas que siempre surgen a colación de este asunto, uno no puede más que quedarse con la idea que lacónicamente desde hace tiempo nos ronda a algunos por la cabeza y que versa sobre la hueca soledad emocional que intenta llenarse en cierto tipo de personas (todos nosotros para que vamos a ir mas lejos) con la adquisición compulsiva de objetos poseedores de cierto valor, cuando lo haya, artístico, cultural o llámese como se quiera, que al contener alguna forma expresiva sentimental libera en ese espacio vacío y tierra de nadie, un fugaz pero reconfortante efecto estimulante en algunos casos y en otros, los menos, pura felicidad. Si bien esto no debería albergar a priori efectos secundarios nocivos, no es menos cierto que lo preocupante del caso y lo que nos lleva al disco comentado, es como la evolución de esta psicopatología benevolente acaba desembocando en un estado de angustia consumista adquisitiva en la que paulatinamente va desapareciendo el gusto y el criterio de disfrute, frente al poder de la propia adquisición, que como un chute de adrenalina inmediata, devora placeres más sutiles y más cercanos al alma frente al estruendo apoteósico del conseguirlo para más adelante disfrutarlo.
“The Pick-Up Artist” y “Sherlock Holmes in New York” suponen en gran medida la ejemplificación de este impulso por adquirir una pieza no exenta de cierta belleza formal y un innegable atractivo de conjunto, pero perfectamente obviable y olvidable en gran medida, una vez que se ha consumido con celeridad su plato principal, una elegancia fuera de toda duda.
El trabajo de Delerue se resuelve escueto, esgrimiendo dos líneas básicas de composición, una romántica ligera y clasicista con predominio del piano, el arpa y la flauta. La otra es puramente diegética realizando piezas que obran de montaje visual y que curiosamente al tratarse de una comedia romántica de los ochenta, ocupan el espacio en el que deberían ir situadas las canciones pop de turno, pero que por obra y gracia del director del film, James Toback, amante de la música del genio francés, permanecen en las imágenes a modo de piezas de concierto al estilo mozartiano con cierto aire a sus coetáneas “Rich and Famous” o “Steel Magnolias”, aunque sin alcanzar por supuesto la altura de estas. El mejor de estos cortes sin duda es “A Thing of Beauty”. El típico dramatismo contenido de la cuerda del autor lo encontramos en “The Loss” y el desarrollo completo del sencillo pero efectivo tema central se da en los tres últimos cortes de la selección del film, destacando como curiosidad la similitud de dicha melodía con la de la primera frase motívica del tema de amor que James Newton Howard escribiera algunos años después para otro film edulcorado, “Dying Young”.
El caso de “Sherlock Holmes in New York” es bastante similar en cuanto a resultados de nitidez autoral y caminos sonoros bien desarrollados, si bien es cierto se trata de una obra más variada en cuanto a riqueza temática y orquestal que la precedente. Con todo la bienintencionada mano de Rodney Bennet no alcanza a superar la media de este tipo de obras que el mismo frecuentó con asiduidad en su periodo de mayor fecundidad creativa, destacando sin más su “Murder On the Orient Express” por ejemplo. Un dinámico scherzo de típicos tintes irónicos ingleses en “Main Title” abre el cupo de cortes del autor británico para la dudosa aventura del más famoso detective de todos los tiempos en tierras americanas. Este tema asociado al protagonista volverá a aparecer en “Holmes” y se conjugará con el de su archienemigo y adversario Moriarty en la pieza dedicada al mismo, seguido de un delicado y sugerente tema de amor en “Irene” o “Irene and Sherlock” (con el violín como voz solista para esta ocasión). Música descriptiva, cercada al mickey-mousing se desarrolla en grandes términos con puntuales apariciones de pasajes algo más estimulantes como “The Boy” por el misterio bien engranado en los mismos, pero sin llegar a cuajar totalmente y cuya escasa profundidad acaba por pasar totalmente desapercibida frente a lo impecable de su factura formal y al empleo de los recursos del leit-motiv más convencionales sin llegar a ser estos mismos especialmente destacables.
La disonancia atonal que aparece fugazmente en el corte “Moriarty”, sin temor a equivocarnos, se la debemos más al director de la orquesta que al compositor, pues se trata del sempiterno tema que Leonard Rosenman ha utilizado una y otra vez en sus partituras para cine, y que curiosamente aquí hace las veces de agitador de la batuta con un pulso excelente por otro lado.
En resumidas cuentas un disco más que interesante para seguidores y completistas de los autores escogidos, pero ciertamente discutible en lo que respecta a su adquisición como algo más que una mera continuación del coleccionismo discográfico que sufrimos los aficionados en la actualidad.
|