Pablo Nieto
Decía John Ford: “No me gusta la música en las películas. Detesto ver a un hombre solo en el desierto, muriéndose de sed, con la orquesta de Filadelfia detrás de él” . Eastwood siempre ha admirado a Ford, comparten la misma idiosincrasia cowboy; pero esa declaración de intenciones del centauro cinematográfico, ha sido regurgitada por Eastwood a modo de imposible tour de force de aprendizaje intuitivo. Obsesivo del control, la delegación musical en el artesano Niehaus fue desgastándose progresivamente, primero con ideas, luego con construcciones melódicas y finalmente con la arrogación de toda la mise en scene.
Por desgracia, el cine honesto de simplicidad mitificada y antihéroes en continua lucha interna de Eastwood, no puede ni debe ser trasladado a la composición cinematográfica. Cuando se trata de narrar, ambientar, engarzar o unificar historias, no vale recurrir a cualquier tipo de solución musical. El mantenimiento de un estilo de formas tan simples como el de Eastwood contra viento y marea, es un capricho difícilmente justificable incluso para un icono como él.
Es evidente que Eastwood ama la música, y que su creatividad es una fuente abastecida por un manantial de inagotable talento; pero en sus últimos y exitosos proyectos se echan en falta las ecuaciones morriconianas de las cuerdas, el golpismo sonoro de Fielding o el lirismo sinfónico de Williams.
“Flags of Our Fathers” no invierte la tendencia, como por otro lado era de esperar. Aunque también es cierto, que el compositor muestra ciertos signos de madurez y complejidad orquestal no vistos hasta ahora. El leit motiv es marca de la casa. El mismo vino de sabor afrutado y cierto paladar jazzístico, al que nos viene acostumbrando desde tiempos de “Sin Perdón”.
La melancolía de las notas insufla aire al resto de material temático, manteniendo sus principios en cuanto a la inserción de canciones de época, aderezadas esta vez por marchas ceremoniales americanas de John Philip Sousa, piezas clásicas de Mozart y Haydn, o añejos cantos del sueño americano como “I´ll Walk Alone”, “Any Bonds Today?” o “Summit Ridge Drive”.
Producida por el Apolo del Séptimo Arte, Steven Spielberg, “Flags of Our Fathers”, nos presenta la batalla de Iwojima, sangriento episodio de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico ocurrido en marzo de 1945, inmortalizado por una foto de unos soldados colocando una bandera norteamericana que hizo historia. Eastwood coreografía la épica de la batalla, con su imperturbable pulso narrativo. El caos y frenesí de la batalla, nada tiene que envidiar a la repercusión propagandística de una foto que se convirtió en el santo Grial que tanto necesitaba la administración de guerra americana.
Eastwood sin embargo no olvida al soldado, al hombre que sufre y muere por una guerra que nunca llega a comprender. Un punto de vista no parcial, y perfectamente contrapunteado por la mirada japonesa de la batalla en “Letters from Iwojima”. Misma película, diferente desarrollo. Pero tiempo habrá de valorar la arriesgada apuesta de un Eastwood insaciable.
“The Photograph” supone la puesta en escena del tema central. Una breve aparición con trompas y metales, contenida y serena, a la espera de posteriores y necesarios desarrollos que no encontraremos en la apreciable “Wounded Marines”. Disonante y con búsqueda de la opresión, por medio de un martilleante piano, el shakuhachi, cuerdas y percusión. La redención se alcanza con el tema central en una waltzística versión para piano y trompeta. Añeja y emotiva.
Con “Armada Arrives” entramos en campos de minas, con graves percusiones marciales y presentación de motivo amenazante, con ciertas derivaciones del tema central, el recurso al shakuhachi, y finale con un apaño de tema pretendidamente bélico. Ideas “delerueianas” en su origen. “Platoon” o “Salvador” son testigos. Seguimos con el intimismo del tema central, en esta ocasión reconvertido en tema de amor para piano (obviamente) en “Goodbye Ira”.
“Inland Battle” y “Flags Theme”, no son sino corroboraciones de la decisión de Eastwood de describir la batalla desde un plano opresivo y aséptico en cuanto a la propuesta. Efectivo cinematográficamente, pero a veces incomprendido. Aunque, bienvenida esta incomprensión para empezar a considerar, muy seriamente, el establecimiento de la dual denominación compositor-director a la hora de hablar del antiguo tipo duro del desierto de Almería.
En “Flag Raising” la música da la sensación de desubicación. Es inconclusa. No termina de ir a ningún sitio, aunque realmente es lo que se busca. No hay efecto emocional alguno, pero algo previsible atendiendo al tono general. Una tendencia que sin embargo se invierte en “The Medals”. Posiblemente la pieza orquestal más inspirada escrita por Eastwood hasta la fecha. Antes hablábamos de las influencias de Delerue, pero ojo con la presencia de su alter ego musical, Ennio Morricone. Ambos parecen susurrarle al oído la clave para la creación de un armonioso y nostálgico motivo para flautas, cuerdas y piano, que intercambian sabiamente sus posiciones en el desarrollo del mismo.
El score finaliza con nuevos reprises del tema central. El primero en “Platoon Swins”, que arranca con el tema central para piano, antes de dar paso a la trompeta solista, apoyada en las cuerdas. Finalizando con un crescendo triunfal en la línea de su “Mystic River”, aunque por supuesto a años luz de la insufrible incontención orquestal de aquel. “Guitar Theme”, es el digno colofón de la partitura. Un homenaje a la America rural, al héroe anónimo, a través de la introspección de la guitarra y la belleza de las cuerdas, quienes repiten una vez más el ya consabido fraseo melódico del autor californiano.
Por supuesto, no podía faltar la elegía-tributo de los “End Titles”, con las cuerdas y el piano en primera linea, antes de dar paso al propio Eastwood interpretado de forma afectada la canción “I´ll Walk Alone”.
Valiente y rompedor por desafiar las leyes de la lógica, no debemos esconder bajo estos aplausos la voz crítica del que reclama la hábil artesanía de maestros actuales, que a buen seguro darían a su cine, respetando siempre la humildad y sencillez reclamada por Eastwood, la riqueza melodramática y orquestal que requieren sus films. Huérfanos de virtudes musicales, aunque ya menos.
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