José-Vidal Rodriguez
Con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América, Hollywood puso sus cabezas pensantes a trabajar para estrenar en 1992 sendas versiones de la famosa travesía de Cristóbal Colón hacia el Nuevo Mundo, un episodio histórico que curiosamente la industria yanqui no había explotado con la asiduidad que requería un acontecimiento de tal calibre.
Ridley Scott fue el responsable de ”1492: La Conquista del Paraíso”, el primero de los filmes en ver la luz y el más conocido entre el público. Paralelamente, John Glen rodaría, con menos medios y glamour (pese a figurar en su reparto un decadente Marlon Brando como Torquemada), el largometraje ”Cristóbal Colón: El Descubrimiento”, que paso casi desapercibido en taquilla no sólo por su cuestionable calidad artística, sino también ante la mayor promoción y trascendencia del filme de Scott.
Centrándonos en los aspectos puramente musicales de ambas películas, el score compuesto por Vangelis para el “1492” y el escrito por el joven Cliff Eidelman para la obra que nos ocupa, son claras muestras del radicalmente opuesto tratamiento narrativo y visual de cada filme. El griego evidentemente acude a sus habituales teclados, esta vez con la intervención de una amplia agrupación coral, para crear una polémica partitura que dividió en su día a los aficionados, tan ecléctica como en muchos instantes absolutamente anodina; y ello pese a su famosa y acertada obertura, que para el que esto escribe es lo poco rescatable de un score no apto para todos los paladares. Sin embargo, Eidelman se aferra a las formas tradicionales, sin grandes innovaciones ni anacronismos, con la mera intención de musicar de la manera más contundente y emotiva posible una epopeya de tal calibre como fue el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Con la reputación conseguida un año antes tras su espléndida “Star Trek 6”, y el “dejar hacer” de unos productores (Alexander & Ilya Salkin) más preocupados en salvar los muebles, Cliff encuentra plena libertad creativa para optar por el poderío de la música sinfónica, por unas formas desde luego más cinematográficas, con las que francamente logra a la postre bastantes mejores resultados que los del compositor griego, aún cuando las necesidades musicales de cada filme es justo reconocer que eran bien distintas (sobre todo por la peculiar estética de Scott, a años luz de las de un mero “artesano” como John Glen).
Para ello, el californiano compone y dirige él mismo una partitura de amplias miras epico-líricas (algo que se echaba en falta en el score de Vangelis), ejemplificada ya en el primer y retentivo corte ”The Great Sea”, que nos sumerge en la vitalista melodía central, cuyas texturas captan con gran fortuna el tenor eminentemente heroico y náutico de la historia, desarrollando las cuerdas una exquisita frase sobre unos metales que repetirán similares arranques fanfárricos en posteriores piezas de corte aún más espectacular. Como por ejemplo, en el siguiente ”Come O Come Emanuel”, introduciendo por primera vez el poderío del coro; también en “House of Gold” o en “The Broken Cloud”, corte éste en el que Eidelman trabaja sobre fragmento rítmico de halo cuasi goldsmithniano al que acudirá de nuevo en otros instantes puntuales del score.
La peculiar estructuración del álbum (dividido en cuatro actos, “Spain”, “The Sea, “The West Indians” y “The Sea & Spain“) nos permite comprobar la variedad de registros manejada por Eidelman, en la que no obstante encontramos continuas rendiciones al maravilloso tema central, de tales posibilidades que no resulta monótono oirlo una y otra vez. Mientras la parte dedicada al encuentro con los indígenas -tercer acto- es probablemente la menos afortunada del compacto, acudiendo el autor a un compendio de sonoridades étnicas un tanto planas e inexpresivas (caso del “The New World”), el acto 2 “The Sea” nos reserva los fragmentos más gloriosos del álbum, en los que Eidelman desborda con una música que fluctúa entre la sutileza y la melancolía de una travesía a lo desconocido (soberbio el ”Remembering Home”), y el constante énfasis heroico con el que el compositor evoca la grandeza de aquél periplo marítimo que cambiaría el devenir de la historia (”The Voyage”), describiendo igualmente, desde un lógico tono álgido y sombrío, las penalidades sufridas durante el trayecto por los marineros a bordo ("Mutiny On the Bounty”).
En este segundo acto, destaca sobremanera un corte que por sí solo justifica la adquisición del compacto. ”The Discovery (Gloria)” no sólo supone el momento culminante del filme, la tan ansiada llegada al Nuevo Mundo, sino que igualmente conforma la pieza más espectacular y afortunada del score (y me atrevería a decir que de toda la carrera de Eidelman). Un corte ejemplar, cuya construcción in crescendo va poco a poco presagiando la exultante frase coral, anunciada por un vigoroso arranque previo de los metales, con la que el autor enfatiza con suma belleza el avistamiento de tierra por el grumete Rodrigo de Triana, apelando a la emotividad de unas voces masculinas que entonan la palabra “Gloria” al son del precioso toque melódico con el que arrancaba el “Remembering Home”. No se pierdan la amplitud y empaque de este arrollador tema.
Y como ya hiciera en su anterior “Star Trek 6”, Eidelman aprovecha los títulos de crédito finales para conjuntar un magnífico popurri de los temas más significativos en forma de suite (“Epilogue”), definiendo de manera ejemplar en estos siete minutos las líneas básicas con las que se cierra una espléndida partitura de aventuras, que cuenta entre lo mejor y más popular de su irregular currículum.
Si un “pero” se le ha de poner al álbum -aparte de su escasa duración atendiendo a la cantidad de música escuchada en el filme-, es la irregular interpretación de la ”Seattle Symphony”, la orquesta con la que por razones presupuestarias, pudo contar Eidelman y cuya interpretación, correcta en términos generales, se ve por instantes carente de la fuerza y pasión necesarias en determinados fragmentos del trabajo. Por lo demás, nos hallamos ante una obra muy completa, que demuestra el alto grado de madurez de un artista que por entonces contaba con tan sólo 28 años de edad. Lástima que con el tiempo, su innegable talento se haya visto postergado (según cuentan, por su peculiar carácter) a comedietas de medio pelo en las que poco, muy poco vislumbramos de sus prometedores inicios.
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