David Rodríguez Cerdán
A estas alturas de la película sería de ingenuos seguir pensando que los orquestadores de cine, a la hora de enfrascarse en material ajeno, se limitan, pudorosamente, a orquestar (entendamos orquestar en sentido ecuménico). Al margen de la abundante literatura sobre el tema, el buen oyente no tiene sino que poner el oído cada vez que un orquestador coge la pluma (o el ratón) para rubricar sus propias páginas. De forma casi infalible, la musicalidad que se desprende de ellas se antoja robada.
Primer argumento: el orquestador, que está acostumbrado a fatigar pentagramas ajenos, a hacer del garabato una forma bien parecida, y a dar de comer a toda la orquesta con un puñado de colores, acaba convirtiéndose, cuando toca salir del armario, en un (triste) émulo de los compositores a los que rinde su arte (algún lector citará a Friedhofer para refutar el argumento, pero no sean malos: Friedhofer es la excepción a la regla).
Segundo argumento: solemos dar por sentado que esa música sospechosa es, por deformación profesional, producto de un hurto de estilo, cuando podría pensarse que el orquestador no está sino aplicando la música que él escribe y que otros se dedican a firmar como suya. Esto es, que cuando decimos que Wannberg suena a Williams, Hennagin a Goldsmith o Knight a Sarde, por poner tres ejemplos nítidos, deberíamos cuestionarnos si tal vez no sea a la inversa. Y es que, desde que el arte es negocio, al negro, esa criatura antirrómántica y alienada de la producción, se le ha llamado de muchas formas, menos de la que procede.
Cuestión de malos hábitos, o de negrería (ghostwriting, si queremos ser políticamente correctos) el caso es que el oyente ha de apechugar con el hecho de que, con toda probabilidad, una obscena ristra de compases encastrados en el firmamento cinematográfico pertenezcan, en realidad, a cabezas musicales que nunca han sido laureadas y que no figuran en los libros (lo que supone, en definitiva, un antirromanticismo atroz: la caída del ídolo).
Todo esto viene al caso porque la partitura de “Renaissance”, superproducción infográfica artie del año (la acción sucede en un París cibercultural que mezcla a Chandler y a Gibson), escrita, orquestada y conducida por Nicholas Dodd, mano derecha del último rebrote sinfónico en el cine (la mano izquierda, por su tendencia ácrata, sería el gran Thomas Pasatieri) viene a poner el dedo en la llaga. ¿Está copiando aquí el señor Dodd a los señores Arnold y Danna (sus dos habituales empleadores) o, por el contrario, buena parte de la música que arrogamos al señor Arnold y al señor Danna pertenece, en realidad, al señor Dodd? La respuesta a esta pregunta bien podría responderla el réprobo, que en una entrevista concedida a Radio Azzurra Novara (Agosto 1996) comentó que, de hecho, había escrito música para “Stargate” e “Independence Day” (la pieza de Renaissance “Passion´s Kiss”, sin ir más lejos, se sustenta sobre el ostinato dedicado a Ra que se escucha en “Stargate”)
Para muchos, será esta desagradable familiaridad lo que reste enteros al programa; para otros, y a pesar del lujo (graba la Filarmonía, ahí es nada) el demérito no será este dèja vu estilístico sino el agravante de una musicalidad inconstante que nunca acaba de resolverse (ni a favor ni en contra). En cualquier caso, nos da en las narices que Dodd ha querido reclamar lo que es suyo contra viento y marea (atención a las notas del compacto, sutilmente vindicativas), bien sea introduciendo fragmentos puramente bondianos (el Bond de Arnold, se entiende) para las escenas de acción, edificios armónicos pseudoholstianos que recuerdan la pátina musical de Roland Emmerich (“Paris, 2054”) o soluciones transculturales en la línea de un Eric Serra para dar al producto un acabado afrancesado (la escala árabe sobre un bucle de darbuka en “Farfella´s World”).
En fin, que a la hora de hincarle el diente a este trabajo uno tiene que sortear demasiados obstáculos para sacarle el jugo: en primer lugar, las ubicuas referencias; en segundo, el diapasón cualitativo, que tan pronto tiende a la sofisticación melódica (atención al scottiano paisaje sinfónico que encabeza “Fairgrounds Schemes”, arrebolado y épico) como a la reiteración epatante y la vulgaridad (las armonías baratas del “Opening Title”); y en tercero, la precaria duración del material sinfónico (frisando los veinticinco minutos). Pese a todo, hay algo eléctrico en el pulso de Dodd para la pintura orquestal; bien sea por su ya larga trayectoria como arreglista (se le ha asociado indefectiblemente con la banda progresiva de Gary Brooker, Procol Harem, y su “A Whiter Shade Of Pale”), director de orquesta (ha fundado la Sinfónica de Chelsea) y orquestador pluriempleado, “Renaissance” logra, en sus momentos más finos, repletarnos los oídos con un sonido neorromántico y abundante que satisfará a los melómanos menos exigentes.
De singular interés, por contra, son las piezas diegéticas compuestas por Chris Clark, Louis Warbeck y Mark Bell para encajar como fondo de muzaks, discotecas y tugurios varios de este París decadente y tecnocrático: música electrónica alucinada, polirrítmica y violenta que aporta al álbum el punto de sofisticación y riesgo que, acaso, esperábamos de esta primera incursión autoral (en el cine) de Nicholas Dodd.
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