Miguel Ángel Ordóñez
La Nouvelle Vague fue un fascinante golpe en la cara a las normas cinematográficas establecidas en la Francia de finales de los 50, dominada estéticamente por titanes tan brillantes como Marcel Carne, Jean Renoir o Jacques Becker. La capacidad para otorgar una nueva mirada a la cámara, la experimentación en la sala de montaje, la anteposición de los aspectos artísticos sobre los comerciales, en fin, la revolución de la que siempre ha hecho gala la juventud francesa se daba cita en un puñado de cineastas cercanos a los círculos de la revista Cahiers du Cinema.
Toda nueva aventura artística que parte de claves rupturistas tiene sus pros y sus contras, acabando arrastrada, en la mayoría de ocasiones, a la comúnmente denominada “muerte por éxito”. La Nouvelle Vague no pudo ser menos, perdida finalmente entre experimentos cada vez mas crípticos y cargados de autocomplacencia, pero el cine moderno, a la postre, debe mucho a los Goddard, Chabrol o Truffaut, a su particular forma de alejarse del escapismo y centrar la mirada en los elementos cotidianos que oprimen la libertad del individuo.
Tras un impresionante monográfico de 4 cds dedicado por el sello francés Universal France a la carrera del compositor Michel Legrand y realizado el año pasado, la discográfica francesa conduce de nuevo su mirada hacia los inicios del maestro parisino junto al núcleo de nuevos cineastas forjadores del docudrama realista.
En 1959, el realizador Francois Reichenbach sienta las bases del nuevo movimiento con su documental “L´Amerique insolite”, una mirada sobre los Estados Unidos realizada por un francés que prescinde de acudir a la consabida voz en off o a los diálogos (años más tarde Louis Malle repetiría experiencia, con mas discretos resultados, en su examen de la hiperpoblada “Calcuta”). Para Michel Legrand era una oportunidad única de sustituir las reglas escritas por una música que debía conducir al espectador hacia los elementos emocionales precisos para su propia identificación. Para ello, el francés acude al kaleidoscopio musical, a la mezcla de culturas que habitan América, para concebir un score que bebe del abierto sinfonismo (“Les champs de blé”), de formas melódicas ligeras sin pretensiones dramáticas (“Hula-hop”), de líneas sensuales a la trompeta sobre fondo de envolventes cuerdas (el magistral “Les deliquants”), de juegos cómicos al viento (“Les jumeaux”), de ejercicios románticos que conjugan el modernismo y el empleo coral cercano al easy listening (“Les amants aquatiques”) o el uso de voces frente a texturas de bizarro barroquismo que se entrelazan con una sorprendente utilización del jazz (“Hymne a l´Amerique”). Un trabajo de asombroso talento que aboca por el multidisciplinar empleo de la música.
En 1960 se produce el encuentro entre Legrand y el director Jacques Demy, uno de los mas irreverentes y denostados maestros de la Nouvelle Vague, gracias al insospechado manejo de la musicalidad y el carácter inasible de su cine, con ejemplos tan famosos como los musicales “Los paraguas de Cheburgo” y “Las señoritas de Rochefort”. Vital encuentro en la carrera del músico (a la postre el éxito junto a Demy le abrió las puertas del mercado americano), “Lola” se convierte en un ejemplo más de la búsqueda del amor puro por parte de un cineasta implicado con la frustración y la melancolía. Título que homenajea el “Lola Montes” de Ophüls y que se entronca a la comedia americana promovida por Edwards o Donen, supone para Legrand la oportunidad de aplicar su innato conocimiento melódico en cortes que fluctúan entre el lirismo más clásico (“Roland revé”) o el divertimento en forma de ragtime (“L´Eldorado”) y que, cosas del destino, fue encargado en un primer momento al novato Quincy Jones (aún alejado de su carrera cinematográfica), gran amigo del francés con los años.
Después de realizar una breve aproximación al jazz ligero con el segmento “La lujuria” del filme coral “Los siete pecados capitales”, donde Demy se unía a nombres como los de Goddard (“La pereza”), Chabrol (“La avaricia”), De Brocca (“La gula”) o Vadim (“El orgullo”), “La baine des anges” supone el encuentro de Legrand con un cierto minimalismo de formas, expuestas a dos pianos (“Le jeu”, “Le jeu et l´amour”) o a la mandolina (“Nice, baie des anges”), como medida de la interrelación de dos destinos protagónicos aparentemente opuestos.
Esposa de Demy, la cineasta Agnes Vardá bebió de conceptos claves en la carrera de su marido, principalmente en su desesperada búsqueda del amor, aunque su vocación experimental se traslució siempre en un cine social y realista. “Cleo de 5 a 7” es la desesperada historia de una mujer, en tiempo real, a la espera de unos resultados médicos. Influenciada por el cine musical de su marido, solicitó de Legrand la composición de una serie de canciones que dieran a la película un aire entre ligero y serio. Así, el maestro francés acude a la voz de Corinne Marchand para desgranar una serie de temas musicales, muestra de su talento para la melodía, que van desde el puro divertimento (“La joueuse”), la ironía (“Le menteuse”) o el sarcasmo (“La belle putain”), a la tragedia (la bellísima “Sans toi”).
La relación de Legrand con uno de los más importantes baluartes de este nuevo lenguaje cinematográfico, Jean-Luc Goddard, se produce en 1961 con “Une femme est une femme”. Director antinarrativo por excelencia, hermético, célebre por su apasionado reflejo de la realidad (una de sus citas más famosas es aquella en la que aseverando que la fotografía es verdad, acaba por resumir que “el cine es una verdad 24 veces por segundo”), es el paradigma de la libertad frente a la sintaxis tradicional cinematográfica. Para “Une femme est une femme”, Legrand logra un maravilloso score que parece coreografiar la escena, acudiendo de nuevo al jazz como lenguaje apropiado para acercarse al descarado homenaje de Goddard a su musa y esposa Anna Karina, al tema de la paternidad en clave de comedia agridulce. El arrebatador empleo de cuerdas en la impactante “Angela, Strasbourg Saint-Denis”, la dulzura liviana de “Chanson d´Angela” (interpretada por la propia Anna Karina), el romántico saxo en “Blues chez le bougnat” o el modélico salto entre géneros musicales con la sorprendente “Tristesse, poursuite et denouement”, convierten este trabajo en una de las grandes muestras del quehacer dramático del francés, de la libertad y el talento compositivo que demostró en un cine libre de ataduras.
La edición incluye además dos pequeñas muestras para sendos trabajos junto al realizador parisino. Instrumentos propios del jazz en fusión con la guitarra envuelven al oyente en la afligida “Les plus belles escroqueries du monde” para la que Goddard dirigió el segmento “Le grand escroc”, mientras la tristeza se apodera igualmente del descenso de una mujer al mundo de la prostitución en “Vivre sa vie”, oportunidad de Legrand para presentar un dramático uso de maderas sobre ostinatos de cuerda.
Ocasión única para descubrir a uno de los grandes melodistas del siglo XX, un músico apasionado dotado de una portentosa narrativa musical. Un autor cuyas melodías nunca cesan, descansando plácidamente en nuestro subconsciente. Su colaborador Alan Bergman definió muy bien este sentimiento cuando dijo, refiriéndose a la capacidad melódica de Legrand: “sus melodías tienen una tendencia a comenzar de nuevo bajo la última nota, como los reflejos de un espejo hacia el infinito”.
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