José-Vidal Rodriguez
Cuando el terrorismo en España parece que va a acabar por convertirse en el arma arrojadiza de los partidos políticos, uno echa la vista atrás en el tiempo y comprueba el soprendente vacío artístico del cine español, en un tema como el de ETA que despierta tantas sensibilidades como indignación entre el público. Quizás sea ese malentendido miedo a herir sensibilidades (seguramente debamos aprender de los yanquis con su reciente “United 93”) el que impide a nuestros cineastas abordar con valentía un problema actual que, siendo sinceros, parece más interesante a priori que el tan trillado argumento de la posguerra o de nuestro conflicto bélico del 36.
Una de los pocas producciones en tratar de manera expresa el problema vasco fue ”Yoyes”, filme dirigido por la navarra Helena Taberna que coincidió además en el tiempo con otra de las inertes treguas de la banda terrorista. Estrenado en el año 2000, narra la historia real de Dolores González Catarain, alias “Yoyes”, una de las primeras mujeres en ocupar puestos de responsabilidad en la banda terrorista ETA, que pagó su abandono de las armas con tan alto precio como el de su propia vida, arrebatada por unos ex-compañeros de organización que interpretaron su renuncia a la violencia (llegaría incluso a trabajar para la ONU) como un acto de alta traición merecedor de tal escarnio. Ana Torrent da vida a la malograda protagonista en una película poco apreciada en su día por crítica y público, pero que no obstante esconde en su guión un canto sincero a la esperanza, que tan sólo deseo se confirme de una vez por todas, ante el panorama actual que promete el Gobierno de nuestra nación.
Con una historia que nos habla del desencanto, del dolor, del arraigo a la tierra y de los anhelos de libertad de la protagonista, el filme encuentra en la partitura de Ángel Illarramendi un complemento extraordinario, un hermoso aderezo sin el cuál la cinta no sería ni mucho menos la misma. Y es que, de entrada, resulta obvio que las virtudes de este "Delerue ibérico" se acentúan con una trama de tales características como la que nos ocupa, máxime teniendo a su Pais Vasco como protagonista espiritual de la cinta. Quizás esta familiaridad geográfica lleve al autor a escribir un trabajo bellísimo, empapado de un halo de tristeza y emotividad que sobrepasa de lleno las imágenes y se clava en el oyente, con la misma intensidad con la que nuestros corazones se ven sobrecogidos ante los actos de barbarie terrorista a los que nos hemos acostumbrado muchos desde nuestros años de juevntud.
Entrando en materia, "Malkoak" introduce el tema central, el precisamente asociado a la figura de Yoyes, en forma de frase afligida que apela al desamparo desde un claro tono dramático; melodía conducida brillantemente por el chelo y por el arrope posterior del sonido robusto de las cuerdas, que envuelven estos acordes de gran sensibilidad en su significación de sentido lamento musical. Con el siguiente corte, ”Algo se Pierde”, reconduciendo aquella frase a las trompas, el motivo central presentará los rasgos tonales sobre los que el músico de Zarautz planifique un trabajo asentado en la amargura, a base de constantes -pero medidas- rendiciones a aquel “Malkoak”. Entre ellas, destaca sobremanera la del último corte ”Zure Barnean”, en el cuál la contraalto Amaia Zubiria pone su voz a este lloro melódico que esta vez tiene un mensaje directo a través de su letra en euskera.
Si un defecto se le suele achacar normalmente a Illarramendi, ése es su tendencia a mostrarse demasiado incisivo en sus recreaciones de los temas centrales, algo que le empareja, por ejemplo, con otro gran melodista como John Barry. Lo cierto es que aquí juegan a su favor sendos factores que logran mitigar notablemente dicho defecto: la escasa duración del álbum, que favorece el uso siempre cortés y nada abuisivo de aquél “Malkoak”; y la circunstancia relativa a que el autor compone dos piezas que a la postre resultan similares en calidad -si no mejores- al mencionado tema principal.
La primera de ellas, ”Llegada a París”, se convierte en un contrario musical al mood decadente con que Ángel relata el personaje de Yoyes. La tristeza se convierte en dinstinguida dulzura, al componer Illarramendi una pieza exquisita que rebosa clasicismo, confirmando una vez más su especial habilidad para los cortes de leve referencia geográfica (como ya hiciera por ejemplo en “El último viaje de Robert Rylands”). El motivo volverá a aparecer en “Sorbonne” y “Despedida en París”, reafirmando la evidente asociación del tema al ambiente de la cosmopolita ciudad francesa y a la época más feliz de la protagonista.
La segunda pieza destacada, ”Irati”, y la que pugna con la anterior por convertirse en una de las mejores escritas por Illarramendi a lo largo de su carrera, encuentra en ese afligido optimismo un recurso acertadísimo como contrapunto al cariz ampliamente apesadumbrado del score. Para una secuencia de gran plasticidad, las cuerdas (espléndidamente ejecutadas por una Orquesta Filarmónica de Praga que aquí raya la perfección), juguetean con leves premisas épicas, a modo de emocionado himno elegíaco, mientras que las maderas acaban por cerrar, justo como empezó, otro elaboradísimo leitmotiv que sin embargo no vuelve a sonar en ningun otro instante de la partitura (para desconsuelo de todos).
Mientras que Illarramendi se muestra muy inspirado en términos generales, los bloques de temas orientados a la calma tensa que rodean la huida y exilio de Yoyes son de largo lo más olvidable del disco. No es la primera vez que el vasco se muestra un tanto “simplón” cuando las imágenes le exigen más incidentalidad o violencia sonora (un defecto muy común en los compositores fuertemente melodistas). De esta forma, tanto ”Tensión 1 y 2” como ”Mater Dolorosa”, son buenos ejemplos del escaso apego que Illarramendi siente por la música ajena a sus ejercicios netamente melódicos, aun cuando no dejan de funcionar con cierta soltura en sus respectivas secuencias.
Lo anterior no es óbice para reconocer el acierto del músico en uno de los cortes trascendentales del disco, los siete asfixiantes minutos de ”El Final”. Durante la secuencia del trágico asesinato de Dolores en septiembre de 1986, el autor introduce un ostinato a cuerdas, cuyos acordes decrecen paulatinamente en su tono, hasta que el instrumento de percusión por excelencia vasco, la txalaparta, aparace para enfatizar la tensión del momento en compañóa de la original irrupción de las dulzainas, que aquí parecen gemir ante el desgraciado desenlace de una Yoyes víctima de su propio destino.
Brillante epílogo para una reivindicable película, que encuentra en el soberbio score de Ángel Illarramendi la llave con la que acabar por conectar emocionalmente con el espectador. Sin lugar a dudas, uno de sus mejores trabajos del vasco que a nadie con una mínima sensibilidad podrá -ni deberá- dejar indiferente.
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